Thursday, September 11, 2008

La razón abierta de grandes físicos

10-Septiembre-2008 Atrio


Hoy se ha completado una gran obra europea de ingeniería para el estudio de la formación de la materia a partir de la pura energía. Agradecemos a Gabriel Letelier el habernos señalado, en un comentario al escrito anterior, este maravilloso texto de Werner Heisenberg en el que relata un diálogo entre tres grande físicos hace 56 años. Hablaban de la verdad profunda, cuando se proyectaba precisamente este gran acelerador de partículas que hoy está en los titulares. Es un ejemplo de lo que en ATRIO llamamos razón abierta al último misterio.


[Del libro “La verdad habita en las profundidades”, por Werner Heisenberg (1901-1976); capítulo de “Cuestiones cuánticas”. Libro editado por Ken Wilber. El texto está tomado de la página Apuntes de Teología Emergentista, antología seleccionada por el citado Gabriel Letelier.]
La reanudación de los contactos internacionales reunió de nuevo a unos viejos amigos. Así, a principios del verano de 1952, los cultivadores de la física atómica se reunieron en Copenhague para tratar de la construcción de un acelerador de partículas europeo. Yo estaba sumamente interesado en este proyecto, pues esperaba que un acelerador de suficientes magnitudes podría ayudamos a determinar si la colisión de alta energía entre dos partículas elementales podría llevar a producir una legión de partículas ulteriores, como yo había supuesto, o no; es decir, a decidir si de hecho estábamos legitimados para dar por supuesta la existencia de otras muchas partículas nuevas, y si, por tanto, a semejanza de los estados estacionarios de los átomos y las moléculas, solamente diferían en cuanto a su masa, su simetría y su duración. El tema fundamental del encuentro tenía, pues, para mí un interés personal, y si no me extiendo más sobre ello aquí, es porque quiero referir una conversación que tuve con Niels Bohr y con Wolfgang Pauli en aquella ocasión.



Wolfgang había venido desde Zurich, y los tres estábamos sentados en el pequeño invernadero que conducía al parque desde la residencia oficial de Bohr. Estábamos hablando del viejo tema de si nuestra interpretación de la teoría cuántica en este mismo lugar veinticinco años antes había sido correcta, y de si nuestras ideas habían pasado o no desde entonces a formar parte del acervo intelectual de la totalidad de los físicos. Niels vino a decir lo siguiente:


-Hace algún tiempo, hubo aquí en Copenhague un encuentro de filósofos, la mayoría de ellos positivistas, durante el cual los miembros del Círculo de Viena jugaron un papel sobresaliente. Me pidieron que les expusiera la interpretación de la teoría cuántica. Al terminar mi conferencia, nadie planteó ninguna objeción ni me dirigió ningún tipo de pregunta embarazosa, pero debo decir que este mismo hecho fue para mí fuente de un tremendo desencanto. Porque quienes no se sienten profundamente extrañados al entrar en contacto por vez primera con la teoría cuántica, la única explicación es que no la han entendido. Probablemente hablé tan mal, que nadie se enteró de qué estaba hablando.



-La culpa no tiene por qué haber sido necesariamente suya -objetó Wolfgang-. Forma parte importante del credo positivista el aceptar los hechos tal cual son, a ojos cerrados, por así decirlo. Si no recuerdo mal, Wittgenstein afirma: «El mundo es todo aquello que sucede.» «El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas.» Si se parte de esa premisa, uno siempre está dispuesto a dar la bienvenida a cualquier teoría que represente «lo que sucede». Los positivistas han comprendido que la mecánica cuántica describe correctamente los fenómenos atómicos, y no encuentran por ello ningún motivo para quejarse de que así sea. Todo lo que a esto podamos añadir (complementariedad, interferencia de posibilidades, relaciones de incertidumbre, separación de sujeto y objeto, etc.) no les impresionan más que como otros tantos añadidos estéticos, como meras recaídas en el pensamiento precientífico, retazos de charla ociosa que no deben ser tomados en serio. Tal vez esta actitud sea lógicamente defendible, pero si lo es, me declaro incapaz de entender qué es lo que queremos decir cuando afirmamos que hemos comprendido a la naturaleza.



-Por mi parte -comentó Niels-, puedo estar muy de acuerdo con los positivistas acerca de lo que pretenden, pero no acerca de lo que rechazan. Todo lo que intentan hacer los positivistas es dotar a los procedimientos de que se vale la ciencia moderna de una base filosófica, o si se prefiere, de una justificación. Ponen de relieve que las antiguas filosofías carecían de una auténtica precisión de conceptos científicos, y piensan que la mayor parte de las cuestiones que plantean y tratan los filósofos convencionales no tienen ningún sentido en absoluto, que no son más que pseudoproblemas, y que, como tales, lo mejor es ignorarlos. Por supuesto, esta insistencia de los positivistas en la claridad conceptual es algo que yo respaldo plenamente, pero el hecho de considerar prohibida toda disquisición en tomo a temas más amplios, sencillamente porque estos dominios carezcan de conceptos lo suficientemente definidos, no me parece demasiado útil: esa misma prohibición podría impedimos comprender la teoría cuántica.



-Los positivistas -intenté puntualizar- son extraordinariamente puntillosos en todas las cuestiones que tengan lo que ellos llaman carácter precientífico. Recuerdo un libro de Philipp Frank sobre la causalidad, en el que rechaza toda una serie de problemas y formulaciones, sobre la base de considerarlos a todos ellos reliquias de la antigua metafísica, vestigios del periodo del pensamiento precientífico o animista. Rechaza por ejemplo los conceptos biológicos de «totalidad» y «entelequia» como ideas precientíficas, e intenta demostrar que todas las afirmaciones en que se usan comúnmente estos conceptos carecen de un significado verificable. «Metafísica» es para él sinónimo de «libre pensamiento», y por tanto fuente de abuso conceptual.



-Tampoco a mí me parece útil esa forma de restringir el lenguaje -dijo Niels-. Todos conocéis el poema de Schiller “Sentencias de Confucio”, que contiene aquella frase memorable: “Sólo una mente plena es clara, y la verdad habita en las profundidades.” En nuestro caso, una mente plena no se compone sólo de una abundancia de experiencia, sino también de una abundancia de conceptos con los que poder hablar de nuestros problemas y de todos los fenómenos en general. Solamente empleando toda una diversidad de conceptos para intentar describir las extrañas relaciones que tienen lugar entre las leyes formales de la teoría cuántica y los fenómenos observados, tratando de iluminar esa relación desde todos los ángulos y sacar a la luz sus aparentes contradicciones, podemos esperar un cambio en nuestros procesos mentales, lo que constituye una condición sine qua non de toda auténtica comprensión de la teoría cuántica.
Has mencionado el libro de Philipp Frank sobre la causalidad. Philipp Frank fue uno de los filósofos que asistió al congreso de Copenhague, y dio una conferencia en la que usó el término “metafísica” puramente como un insulto, o a lo sumo como un eufemismo para designar el pensamiento precientífico.



Cuando terminó, yo tuve que explicar mi propia postura, lo que hice más o menos como sigue:
»Comencé puntualizando que no veía razón alguna por la que hubiera que reservar el prefijo “meta” para la lógica y para las matemáticas (Frank había hablado de “metalógica” y de “metamatemática”) y anatematizar, en cambio, su aplicación a la física. Después de todo, ese prefijo meramente sugiere que nos estamos planteando cuestiones ulteriores, esto es, cuestiones que se refieren a los conceptos fundamentales de una determinada disciplina, ¿y por qué habría de estar prohibido plantearse tales cuestiones en el campo de la física?



Pero tal vez debería empezar por el extremo opuesto: Partamos de la pregunta “¿qué significa ser un experto?” Para mucha gente, un experto es alguien que sabe mucho acerca de su tema específico. Pero a esto yo objetaría que nadie puede saber mucho acerca de ningún tema. Yo preferiría decididamente dar la siguiente definición: un experto es alguien que conoce cuáles son los peores errores que pueden cometerse en el tema de su especialidad, y que sabe cómo evitarlos. De aquí que debiéramos considerar a Philipp Frank -dije- como un experto en metafísica, alguien que sabe cómo evitar el caer en algunas de las peores equivocaciones que pueden cometerse en este campo. No estoy del todo seguro de que Frank se quedase muy contento de mi cumplido, aunque en verdad yo no lo había dicho por fastidiarle. En todo este tipo de discusiones, lo que a mí fundamentalmente me importa es que no eliminemos simplemente de la existencia esas “profundidades en las que habita la verdad”. Ello significaría estamos moviendo sólo en la superficie”.



Esa misma tarde Wolfgang y yo seguimos hablando del tema los dos solos. Era la estación en que las noches son largas. El aire estaba lleno de fragancias, la luz del crepúsculo se prolongaba hasta casi la medianoche, y cuando el sol se decidía a ocultarse tras el horizonte, la ciudad quedaba bañada por una débil luz de tonos azulados. Decidimos dar un paseo a lo largo de la Langelinie, un hermoso recorrido por el puerto, donde los mercantes descargaban su mercancía a uno y otro lado. Por el lado sur, la Langelinie comienza más o menos junto a la roca sobre la playa donde descansa la pequeña sirena de Hans Christian Andersen; por el norte, continúa por el malecón que se adentra en el recinto del puerto y señala la entrada a Frihavn con una pequeña baliza. Tras contemplar durante un largo rato el ir y venir de los barcos en la incierta luz del atardecer, Wolfgang me preguntó:


-¿Te dejó del todo satisfecho lo que dijo Niels de los positivistas? Tengo la impresión de que tú los criticas aún más fuertemente que el propio Niels, o más bien, que tu criterio acerca de la verdad difiere radicalmente del que ellos tienen.


-Consideraría completamente absurdo (y Niels por su parte estaría de acuerdo) el tener que cerrar mi mente a los problemas planteados y a las ideas expuestas por los filósofos antiguos, simplemente por el hecho de que no puedan expresarse en un lenguaje más preciso. Es verdad que frecuentemente me encuentro con grandes dificultades para captar lo que tales ideas querían realmente decir, pero cuando esto me sucede, siempre intento traducirlas a una terminología moderna y ver si así me proporcionan alguna respuesta fresca. Pero no tengo objeciones de principio que me impidan reexaminar cuestiones antiguas, como tampoco siento objeción alguna contra el empleo del lenguaje de cualquiera de las antiguas religiones. Ya sabemos que las religiones hablan en imágenes y en parábolas, y que éstas nunca pueden corresponderse plenamente con los significados que tratan de expresar. Pero pienso que todas las viejas religiones, en un último análisis, intentan expresar unos mismos contenidos, unas mismas relaciones, y que tanto éstas como aquéllos, en su totalidad, giran en tomo a cuestiones relativas a valores. Es posible que los positivistas tengan razón al pensar que hoy en día resulta difícil asignar un significado a tales parábolas. Sin embargo, no deberíamos escatimar ningún esfuerzo para tratar de captar su sentido, pues con toda evidencia se refieren a un aspecto crucial de la realidad; o tal vez deberíamos intentar verterlas en un lenguaje moderno, si ya el antiguo no se presta a trasmitirnos su contenido.



-Si ésa es tu forma de pensar en estas cuestiones, entonces es evidente que no puedes aceptar la equivalencia entre verdad y capacidad de predicción. Pero ¿cuál es entonces tu propio criterio de verdad en el campo de la ciencia?



-Puede que nos resulte más útil volver a la vieja comparación entre la astronomía de Ptolomeo y la concepción de Newton sobre el movimiento de los planetas. Si el único criterio de verdad fuera la capacidad de predicción, la astronomía de Ptolomeo no sería peor que la de Newton. Pero si comparamos retrospectivamente a Newton con Ptolomeo, obtenemos claramente la impresión de que las ecuaciones de Newton expresan los senderos que siguen los planetas con mucha mayor integridad y corrección de lo que había hecho Ptolomeo, de que Newton, por así decir, llegó a describir los planos de construcción de la misma naturaleza. O también, tomando un ejemplo de la física moderna, cuando aprendemos que los principios de conservación de la energía, la inercia, etc., tienen un carácter absolutamente universal, que son aplicables en todas las ramas de la física y provienen de la simetría inherente a las leyes fundamentales, entonces nos sentimos tentados a afirmar que la simetría constituye un elemento decisivo del plan según el cual la naturaleza ha sido creada. Al decir esto, me doy perfecta cuenta de que, una vez más, hemos tomado las palabras «plan» y «creada» de los dominios de la experiencia humana, y que, a lo sumo, constituyen otras tantas metáforas. Pero es del todo fácil comprender que el lenguaje cotidiano tiene aquí que quedársenos necesariamente corto. Supongo que esto es todo cuanto puedo decir de mi propia concepción sobre la verdad científica.



-Estoy de acuerdo, pero los positivistas pueden acusarte de estar emitiendo solamente ruidos oscuros y sin sentido, mientras que ellos por su parte son modelos de claridad analítica. Pero ¿dónde debemos buscar la verdad, en la claridad o en la oscuridad? Niels ha citado antes la frase de Schiller: «La verdad habita en las profundidades.» ¿Existen esas profundidades? ¿Se encuentra en ellas alguna verdad? ¿Ocultan tal vez esas profundidades el sentido de la vida y de la muerte?



Unos cientos de metros más allá se deslizaba silenciosamente un barco grande de pasajeros, y el brillo de sus luces producía una mágica sensación de irrealidad en medio del azulado resplandor crepuscular. Durante unos momentos me puse a cavilar sobre los destinos humanos que estaban poniéndose en juego en cada uno de los camarotes que estaban detrás de aquellas ventanitas iluminadas, y de pronto las preguntas de Wolfgang vinieron a mezclarse con mis especulaciones. ¿Qué era en realidad este barco? ¿Una masa de hierro con una fuente central de energía y luz eléctrica? ¿Era expresión de unas intenciones humanas, una forma que era resultado de una relación interhumana? ¿O era una consecuencia de leyes biológicas capaces de dar forma no sólo a moléculas proteínicas, sino también al acero y a la corriente eléctrica? ¿O acaso la palabra «intención» no era meramente más que un reflejo de la existencia de esos poderes conformadores o de esas leyes biológicas en la conciencia humana? ¿Y qué significaba en este contexto la palabra «meramente»?



Mi silencioso soliloquio se centraba ahora en cuestiones de índole más general: ¿Era completamente absurdo buscar tras las estructuras conformantes de este mundo una «conciencia» cuyas «intenciones» ponían de manifiesto esas mismas estructuras? Por supuesto, el mero hecho de plantear esta pregunta suponía ya caer en el antropomorfismo, ya que después de todo la palabra «conciencia» estaba basada únicamente en la experiencia humana, por lo que su uso debería quedar restringido a los dominios de lo humano. Pero en este caso sería también erróneo hablar de conciencia animal, siendo así que nos sentimos muy inclinados a pensar que obrar así tiene realmente sentido. Lo único es que el significado de «conciencia» se amplía, a la vez que adquiere un sentido más vago, cuando tratamos de aplicarla fuera de los dominios de lo humano.



La solución de los positivistas es muy simple: debemos dividir el mundo en dos partes, aquello que podemos decir de él con toda claridad, y el resto, con respecto a lo cual lo mejor que podemos hacer es no decir nada. ¿Pero puede acaso nadie concebir una filosofía más inútil, cuando vemos que lo que podemos afirmar con claridad es poco menos que nada? Si tuviésemos que dejar de lado todo lo que no está claro, muy probablemente nos veríamos reducidos a una serie de tautologías triviales desprovistas completamente de interés.



Seguimos caminando en silencio y pronto alcanzamos el extremo norte de la Langelinie, desde donde continuamos siguiendo el malecón hasta donde estaba situada la pequeña baliza. Hacia el norte aún podía verse una brillante franja roja; en estas latitudes el sol no desciende demasiado por debajo del horizonte. Los contornos de las instalaciones portuarias se destacaban con nitidez.


Cuando llevábamos un rato parados en el extremo del malecón, Wolfgang inesperadamente me espetó:

-¿Crees en un Dios personal? Ya, ya sé lo difícil que es darle un significado claro a esta pregunta, pero seguramente puedes entender en general a qué me refiero.


-¿Puedo formular tu pregunta de otra manera? -le pregunté-. Yo preferiría formularla así: ¿Podemos, o puede alguien, alcanzar la razón central de las cosas o de los sucesos, de cuya existencia no parece haber duda, de un modo tan directo como podemos alcanzar el alma de otro ser humano? Empleo el término «alma» deliberadamente, para que se entienda lo que quiero decir.

Así planteada la pregunta, mi respuesta seria «sí». Y puesto que mi propia experiencia no importa demasiado, me gustaría recordarte el famoso texto de Pascal, aquel que llevaba cosido por dentro en su chaqueta: «El Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, y no el de los filósofos y los sabios.»


-Con otras palabras, ¿piensas que podemos hacernos conscientes del orden central con la misma intensidad con que podemos captar el alma de otra persona?

-Posiblemente.


-¿Por qué empleaste la palabra «alma», en vez de hablar sencillamente de «otra persona»?

-Justamente porque la palabra «alma» se refiere al orden central, al núcleo interior de un ser cuyas manifestaciones externas pueden ser enormemente diversas y sobrepasar nuestra comprensión.


-Si la fuerza magnética que orienta en concreto a esta brújula (¿y cuál otra puede ser su fuente sino el orden central de cuanto existe?) llegara alguna vez a extinguirse, podrían sucederle a la humanidad cosas terribles, mucho más terribles que los campos de concentración o las bombas atómicas. Pero no estamos aquí para investigar esos oscuros arcanos; esperemos que el reino central ilumine de nuevo nuestro camino, tal vez de las formas más insospechadas. Por lo que respecta a la ciencia, sin embargo, Niels hace muy bien en suscribir las exigencias de una meticulosa atención al detalle y de claridad semántica que plantean los pragmatistas y positivistas. Lo único que podemos objetar al positivismo son sus tabúes, pues si hemos de dejar de hablar, e incluso de pensar, acerca de otro tipo de conexiones más amplias que también están ahí, corremos el riesgo de quedarnos sin brújula, y por tanto en peligro de perdernos.


A pesar de lo tardío de la hora, una pequeña motora se acercó brevemente al malecón y nos condujo de regreso a Kongens Nytorv, desde donde resultaba fácil volver a casa de Niels.

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