22 de septiembre de 2016.
Ayer, unos cuantos miembros de Cristianisme i Justícia tuvimos la oportunidad de charlar distendidamente con Jon Sobrino, el Anticristo para algunos, un hombre de Dios para muchos hombres y mujeres de buena voluntad. Aunque de hecho, más que charlar, nos dedicamos a escucharle. Afortunadamente. Fueron casi dos horas durante las cuales Jon Sobrino fue desgranando lo que para muchos de nosotros constituyen los irrenunciables de la fe cristiana.
Jon Sobrino hizo referencia a su conversión, ese momento que divide nuestra vida en un antes y un después. En su caso fue el asesinato de Rutilio Grande. De hecho, la muerte de Rutilio y sus acompañantes, Manuel Solórzano y Nelson Rutilio Lemus, ametrallados por un escuadrón de la Guardia Nacional, provocó también la conversión de Monseñor Romero, hasta ese momento un arzobispo “conservador”. Un mes antes, Rutilio había proclamado en el denominado “sermón de Apopa” que si Jesús regresara, volverían a crucificarle quienes creían estar del lado de Dios, el clan de los cainitas, tal y como el mismo Rutilio Grande los denominó. Probablemente, en ese instante Rutilio Grande firmó, sin saberlo, su sentencia de muerte. Pues bien, y a propósito de su conversión, Jon Sobrino dijo lo siguiente: “a partir de ese momento, me dio vergüenza volver a ser como antes.”
Resulta difícil decirlo mejor. Desde la óptica de la conversión, la fe es lo contrario al mito. La fe no vive de las ilusiones que satisfacen nuestra necesidad de un final feliz, sino de la realidad. Y la realidad, tal y como nos dijo también Jon Sobrino, es que la sangre fluye (la frase, si no recuerdo mal, es de Ignacio Ellacuria). La moraleja, por decirlo así, de lo que acabamos de decir es que un cristiano es aquel que le debe su fe y esperanza al testigo, a quien dió su vida por aquellos a los que se les ha arrancado la vida antes de tiempo, por aquellos que viven como muertos. Al fin y al cabo, como dejó escrito Tertuliano, el sacrificio del martir es la semilla de la fe. De ahí que cuando nos preguntan por las razones de nuestra fe, nuestra primera respuesta, antes que a cualquier especulación teológica, tendría que apuntar inevitablemente a la vida —y probablemente a la muerte— del testigo, a quien creyó antes que nosotros (y, en términos de Pablo, por nosotros, esto es, en nuestro lugar).
A continuación, y no casualmente, Jon Sobrino insistió en la importancia de preservar la memoria de los mártires, algo muy bíblico por otra parte: recuerda de dónde vienes, recuerda a aquellos con quien estás en deuda (al menos porque derramaron sobre ti la vida en verdad, la vida del espíritu). Pues, de lo contrario, corres el riesgo de que el paso del tiempo acabe disolviendo la incondicionalidad (y, por tanto, la verdad) del acontecimiento en el que arraiga la experiencia creyente. Pues lo incondicional no es algo que simplemente pasa y que, en cualquier caso, nos parece incondicional, sino algo que acontece en verdad, es decir, innegociablemente en medio de esa sangre que fluye. La verdad, en este sentido, cae con el peso de las piedras. Ahora bien, el carácter incondicional de lo que acontece no termina de darse sin la adhesión del testigo. Dios es en el cuerpo del creyente, de quien permanece fiel a la voluntad de Dios, incluso donde Dios guarda silencio (o, mejor dicho, sobre todo ahí: sin Dios mediante).
Los hombres y las mujeres solemos basar nuestra esperanza —aunque quizá deberíamos decir, nuestras ilusiones— en aquello que encontramos a faltar. Así, aquello que nos falta orienta, en gran medida, nuestras búsquedas, cuanto hacemos o dejamos de hacer. Si estamos solos, buscamos compañía (y creemos que seremos felices si conseguimos encontrarla). Si nos sobran unos quilos, echamos en falta un cuerpo perfecto. Si estamos con una mujer seria, encontramos a faltar a la simpática. Esto es hasta cierto punto normal, al menos en tanto que nada es —nada tiene lugar— sin pagar un precio, sin que deje algo atrás.
Un cristiano, aunque esto no sea patrimonio exclusivo del cristianismo, es aquel que encuentra a faltar justicia para los más pobres. La falta de justicia, como decían los antiguos profetas, clama al cielo. En este sentido, aquello incondicional que sostiene la vida creyente es, sencillamente, lo intolerable: no hay derecho a que tantos hombres y mujeres vivan como perros. Sin embargo, se trata de algo que, al menos de hecho, toleramos con mucha facilidad. Y es que nuestra vida satisfecha es posible en la medida que olvida, deja atrás —estrictamente, en tanto que abandona en las cunetas de la historia— a los que no tuvieron éxito, los desheredados, los que no cuentan. Casi me atrevería a decir que la vida espiritual comienza con un descentramiento, con un caer en la cuenta que, en realidad, el centro está fuera de ti. El deseo, aquello que nos motiva por lo común, no está lo suficientemente fuera como para desviarnos de nuestras ilusiones. Al contrario. El deseo confirma, refuerza nuestro ego. De hecho, nadie puede preferir sensatamente la vida del pobre. Puedes desear una vida más sencilla, más austera, pero no la vida que le ha tocado en suerte al pobre.
Como nos recordó una vez más Jon Sobrino, el pobre huele mal, de hecho hiede. El olor — y estas fueron literalmente sus palabras— es un criterio fundamental para discernir quién es el Señor. Dios, en verdad, provoca nuestra náusea (aunque no solo nuestra náusea). La vida creyente, en tanto que vida trastocada, espiritual, gira, por tanto, en torno al clamor de las víctimas. Para un cristiano, el pobre es, sencillamente, su Señor. Un cristiano se encuentra sujeto a la demanda infinita que nace de los estómagos del hambre. En este sentido, lo primero —lo innegociable— para un cristiano es dar de comer al hambriento. Luego, si se tercia, hablamos de Dios. Mejor dicho: en nombre de Dios, lo primero no es Dios, sino aquellos con los que Dios se identifica. Viene aquí a cuento aquellas palabras del maestro Eckhart, en principio, nada sospechoso de defender los postulados de la teología de la liberación: “si un hombre estuviera en éxtasis y supiera que un enfermo tiene necesidad de una sopita, tengo por mejor que dejaras el éxtasis y sirvieras al necesitado con gran amor”. Pues eso. No es casual, por tanto, que Jon Sobrino nos insistiera en que aquel que no ha visto a Jesús en el rostro del pobre no ha visto a Jesús —no ha visto a Dios—, por muy intensa que sea su vivencia de Dios. Pues, cristianamente, Dios toma cuerpo —se incorpora, y este podría ser uno de los significados de la resurrección— en los crucificados de la Historia.
Jon Sobrino será lo que sea, pero aquello de lo que ciertamente no se le puede acusar es de ser un ingenuo. El cristianismo no tiene nada de naïve. En este sentido, la lucidez de Jon Sobrino, la lucidez cristiana, consiste en reconocer que esto de la vida cristiana —esto del seguimiento— es, sin duda, muy difícil. Muy difícil. Dios nos pide cuentas de la sangre de Abel. Y nosotros, como Caín, nos hacemos los sordos. Pero aunque la indiferencia de Caín sea humana, demasiado humana en realidad, no quita que, en el fondo, seamos los llamados a responder al clamor de los Abel de la Historia. Lo dicho: es muy difícil —tan difícil que tiene algo de sobrehumano— responder a la interpelación de Dios, de aquellos con los que Dios se identifica. Como le espeta Pedro a Jesús, tras el episodio del joven rico: ¿quién podrá? Y ya sabemos cual fue la respuesta del maestro: no el hombre, sino aquel que es movido por el espíritu de Dios. Ahora bien, como las meigas gallegas, hombres y mujeres movidos por el Espíritu, haberlos, haylos. En palabras de Jon Sobrino, son aquellos que poseen el Espíritu, mejor dicho, aquellos que fueron poseídos por él, incluso contra su voluntad, los que nos permiten seguir empujando el pesado carro de la Historia, la raíz de nuestra esperanza. Ciertamente, no sabemos, pues no es objeto de saber, si al final Dios será todo en todos. Pero lo que sí sabemos es que si esto lo digo yo no es verdad, pues fácilmente obedecería, como decíamos antes, a mi necesidad de un final feliz. Pero si esto lo proclama quien no tiene motivos para confiar en que todo acabará bien, la cosa cambia: difícilmente podremos evitar la impresión, por no hablar de convicción, de que tiene que ser así, a pesar de las evidencias en contra. Desde una óptica creyente, una verdad que no esté incorporada podrá ser, en cualquier caso, motivo de especulación, pero en modo alguno nos afectaría como lo que en verdad tiene lugar. La verdad, como decíamos antes, cae con el peso de las piedras. De ahí que la declaraciones de la fe sean flatus vocis, si no las encarna quien puede proclamarlas, quien es capaz de Dios. Y ya sabemos quien es, bíblicamente hablando, capaz.
Cristianisme i Justícia