Saturday, April 11, 2015

El día en que los curas se quedaron callados por Alex Vigueras ss.cc.



Había una vez, en un país muy, pero muy lejano una ciudad llamada Jabuticaba cuyo obispo, Mons. Bonifacio Serrato estaba a punto de renunciar. Ese primer sábado del mes de marzo de 1897 había citado a una reunión extraordinaria a todo su clero. La situación de la diócesis era lamentable: la gente ya casi no venía a misa, se había generado una enorme desconfianza de los laicos hacia los sacerdotes y hacia el obispo, de los sacerdotes hacia los laicos y hacia el obispo y del obispo hacia los sacerdotes y hacia los laicos. Los meses anteriores se habían revelado algunos escándalos de cinco sacerdotes, relacionados con mal uso del dinero y con el abuso de poder.
Los curas habían acudido a esa reunión temerosos. El obispo ya estaba con inicio de depresión. De hecho, la semana anterior había consultado, por primera vez en su vida, a un siquiatra, lo cual lo había hecho desistir de la idea de suicidarse que le rondó en esos días.
Después de algunas oraciones iniciales, el obispo expuso la situación de la diócesis. Fue muy crudo en exponer lo que estaba pasando. Se notaba la tristeza en sus palabras. Al final de su intervención preguntó a la asamblea: "¿Qué podemos hacer?". Nadie se atrevía a responder...pasaron 5 minutos y nadie hablaba...10 minutos y nada...De repente un cura tomó la palabra y se fue con todo contra el obispo: que todo era su culpa, que le ha faltado liderazgo, que ha sido un timorato. Luego se levantó otro cura y se fue contra el que había hablado primero: que cómo se atreve a hablarle así al obispo, que dónde queda el espíritu de obediencia...Y así comenzaron a hablar muchos...todos al mismo tiempo. Se armó un griterío en que las recriminaciones iban y venían. Ya estaban comenzando los insultos cuando se escuchó un grito: "¿Por qué no nos callamos?"...y, luego más fuerte: "¿Por qué no nos callamos?"...El griterío se fue apagando hasta que se hizo silencio. Todos estaban sorprendidos por que el que había gritado era uno de los curas más viejos. Nunca nadie lo había escuchado gritar así.
El obispo, que a esa hora estaba hundido en su sillón, se incorporó y dijo: "esa es una buena idea". Nadie de los presentes entendió lo que quería decir. Mons. Bonifacio continuó: "quedarnos callados, por un tiempo...bastante tiempo". Los curas le pedían que fuese más claro. El obispo se puso de pie y se explayó: "durante un tiempo, por ejemplo...dos meses, guardar silencio". Ahí comenzó de nuevo el griterío: que estaba loco, que era una idea absurda, que eso reflejaba su incapacidad de gobernar, que cuándo tenía hora con el siquiatra, que bla, bla, bla....El mismo cura viejo que los había hecho callar levantó la mano y dijo: "estoy de acuerdo". Luego otro y otro levantaron la mano en signo de aprobación. Al final, el 73% de la asamblea estuvo de acuerdo en guardar dos meses de silencio. El resto de la reunión se lo llevaron en ponerse de acuerdo en cómo implementar esa decisión.
Así fue, entonces, como los curas comenzaron a celebrar la misa en silencio. Solo hacían los gestos. Las lecturas las proclamaban los laicos y se dejaba un tiempo de silencio para meditar la Palabra. Hasta que una vez, en una de las capillas del barrio norte de Jabuticaba, luego de leer las lecturas, un señora se puso de pie y comenzó: "A mí esa lectura me gusta mucho porque..." Y, luego un joven: "Yo creo que el Señor nos está pidiendo que...". Algunos curas propusieron suspender las misas por esos desórdenes que se estaban produciendo. Consultado el obispo Bonifacio (durante este tiempo los curas solo podían hablar con el obispo), respondió: "dejen que hablen, dejen que hablen".
En las confesiones los curas podían escuchar, pero no hablar. No podían hacer preguntas. Al final debían dar la absolución en silencio, haciendo la señal de la cruz frente al perdonado. Cuentan que un día uno de los curas, cuando escuchó la confesión de una mujer muy atribulada, a la cual hubiese querido consolar con algunas palabras, simplemente atinó a acercar su frente a la de ella hasta tocarla, como signo de apoyo y consuelo. Ese gesto improvisado comenzó a hacerse popular durante el tiempo que duró el silencio de los curas. A veces la gente, cuando se daba cuenta que la persona que iba pasando era cura se acercaban y le pedían que les hiciera el "gesto de la frente". Se quedaban unos minutos así y luego se daban un abrazo. Ya no era solo en la confesión: ocurría en la calle, en las visitas a las casas, con los enfermos en los hospitales. Dicen que hasta en los trenes vieron hacer ese gesto. La gente y los curas se sentían consolados, más cercanos...
Así fue ocurriendo que en esos dos meses de silencio los laicos comenzaron a guiar las reuniones, comentar la Palabra en las eucaristías y en las celebraciones de los sacramentos, llevar una palabra de consuelo a los enfermos, ayudar a reconciliarse a quienes se habían peleado.
Cuando ya había pasado un mes del silencio de los curas de Jabuticaba, Mons. Bonifacio recibió una nota del Vaticano. En un latín perfectamente escrito le comunicaban que le enviarían un observador para verificar los rumores que estaban llegando y que al Santo Padre le parecían de extrema gravedad.
A la semana siguiente toda la ciudad salió a la calle -más por curiosidad que por devoción- para recibir al Cardenal Pistarini, el observador del Vaticano. El obispo le dijo, apenas llegó, que los curas no hablarían con él, pues todavía no se habían cumplido los dos meses de silencio. Que solo podría hablar con la gente de Jabuticaba. A Pistarini no le gustó la idea, pero Mons. Serrato se mantuvo firme: no se podía acortar el tiempo de silencio acordado.
Cuando, dos semanas más tarde, Pistarini se sentó a elaborar el informe final, no sabía bien qué escribir, no sabía por dónde empezar. Se daba cuenta que lo que estaba pasando en Jabuticaba atentaba gravemente contra el sentido del ministerio sacerdotal de la Iglesia. ¡Cómo podría ser posible que los curas sean cabeza de sus comunidades sin hablar! Una voz tan activa y permanente de la gente podría poner en riesgo la estructura jerárquica de la Iglesia. Pero, por otro lado, sentía algo muy profundo: después de hablar con tanta gente, se había dado cuenta que en ninguna parte, en ninguna de las diócesis que había visitado antes, había encontrado una Iglesia así, en la que se podía respirar la esencia del Evangelio.
Meses más tarde el Cardenal Pistarini fue amonestado, Mons. Bonifacio Serrato fue destituido. Los historiadores dicen que fue por una intervención de grupos ultraconservadores de la Iglesia que temían que lo ocurrido en Jabuticaba produjera un efecto que, de propagarse, hubiese podido destruir los cimientos de la Iglesia Católica.
Ahí hubiese quedado todo si no fuera porque el informe de Pistarini llegó, misteriosamente, a las manos del Papa Juan XXIII, justo cuando le comenzaba a rondar la idea de convocar un nuevo Concilio.
Alex Vigueras Cherres ss.cc.
SS:CC. Chile

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