Sunday, November 19, 2017

Fco. “Los pobres son nuestro pasaporte al paraíso” misa de la primera Jornada Mundial de los Pobres. Video y audios


En la misa de la primera Jornada Mundial de los Pobres, Francisco advirtió sobre el «gran pecado de la indiferencia; es deber evangélico cuidar a los que sufren»; el Pontífice reza por la tripulación del submarino argentino “Ara de San Juan”

GIACOMO GALEAZZI
CIUDAD DEL VATICANO

«En el pobre, Jesús llama a la puerta de nuestro corazón y, sediento, nos pide amor»; «la omisión es también el mayor pecado contra los pobres —afirmó Francisco. Aquí adopta un nombre preciso: indiferencia». Y añadió: «todos somos mendigos de lo esencial, del amor de Dios, que nos da el sentido de la vida y una vida sin fin. Por eso hoy también tendemos la mano hacia Él para recibir sus dones», porque «para el cielo no vale lo que se tiene, sino lo que se da, y “el que acumula tesoro para sí” no se hace “rico para con Dios”». Y es por este motivo que «nadie puede considerarse inútil, ninguno puede creerse tan pobre que no pueda dar algo a los demás». En la homilía de la misa celebrada en ocasión de la primera Jornada Mundial de los Pobres, el Papa reflexionó sobre las Sagradas Escrituras para lanzar un llamado a los fieles que llegaron de todo el mundo a la Plaza San Pedro: «No busquemos lo superfluo para nosotros, sino el bien para los demás, y nada de lo que vale nos faltará. Amar al pobre significa luchar contra todas las pobrezas, espirituales y materiales». Y advirtió que «no hacer nada malo no es suficiente, porque Dios no es un revisor que busca billetes sin timbrar, es un Padre que sale a buscar hijos para confiarles sus bienes y sus proyectos». Y es triste «cuando el Padre del amor no recibe una respuesta de amor generosa de parte de sus hijos, que se limitan a respetar las reglas, a cumplir los mandamientos, como si fueran asalariados en la casa del Padre». En su meditación, el Papa advirtió sobre la tentación de considerarse ajenos al prójimo en dificultades pensando «No es algo que me concierne, no es mi problema, es culpa de la sociedad». Una actitud que consiste en «mirar a otro lado cuando el hermano pasa necesidad, es cambiar de canal cuando una cuestión seria nos molesta», y también «indignarse ante el mal, pero no hacer nada. Dios, sin embargo, no nos preguntará si nos hemos indignado con razón, sino si hicimos el bien». Pero, precisó el Papa, «Dios no nos preguntará si nos hemos indignado con razón, sino si hicimos el bien». Por ello se preguntó: «¿cómo podemos complacer al Señor de forma concreta?». «Cuando se quiere agradar a una persona querida, haciéndole un regalo, por ejemplo, es necesario antes de nada conocer sus gustos, para evitar que el don agrade más al que lo hace que al que lo recibe —afirmó. Cuando queremos ofrecer algo al Señor, encontramos sus gustos en el Evangelio». 


Entonces el Pontífice invocó al Señor, «que tiene compasión de nuestra pobreza y nos reviste de sus talentos», para que «nos dé la sabiduría de buscar lo que cuenta y el valor de amar, no con palabras sino con hechos». Después de la lectura del Evangelio, Jorge Mario Bergoglio subrayó que «tenemos la alegría de partir el pan de la Palabra, y dentro de poco de partir y recibir el Pan Eucarístico, que son alimento para el camino de la vida. Todos lo necesitamos, ninguno está excluido». Y es por ello que debemos «la mano hacia Él para recibir sus dones», exhortó. Precisamente los dones son el argumento de la parábola del Evangelio: nos dice que nosotros somos «destinatarios de los talentos de Dios, “cada cual según su capacidad”». Y, recomendó el Papa, «en primer lugar, debemos reconocer que tenemos talentos, somos “talentosos” a los ojos de Dios. Por eso nadie puede considerarse inútil, ninguno puede creerse tan pobre que no pueda dar algo a los demás. Hemos sido elegidos y bendecidos por Dios, que desea colmarnos de sus dones, mucho más de lo que un papá o una mamá quieren para sus hijos». Y Dios, «para el que ningún hijo puede ser descartado, confía a cada uno una misión». Según Jorge Mario Bergoglio, Dios, «como Padre amoroso y exigente que es, nos hace ser responsables». De hecho, «en la parábola vemos que cada siervo recibe unos talentos para que los multiplique». Pero «mientras los dos primeros realizan la misión, el tercero no hace fructificar los talentos; restituye sólo lo que había recibido». Y dice: «“Tuve miedo —dice—, y fui y escondí tu talento en la tierra; mira, aquí tienes lo que es tuyo”. Este siervo recibe como respuesta palabras duras: “Siervo malo y perezoso”».El Pontífice se preguntó qué es lo que no le ha gustado al Señor: «para decirlo con una palabra que tal vez ya no se usa mucho y, sin embargo, es muy actual, diría: la omisión. Lo que hizo mal fue no haber hecho el bien. Muchas veces nosotros estamos también convencidos de no haber hecho nada malo y así nos contentamos, presumiendo de ser buenos y justos». 


Pero de esta manera «corremos el riesgo de comportarnos como el siervo malvado: tampoco él hizo nada malo, no destruyó el talento, sino que lo guardó bien bajo tierra». Efectivamente, recordó el Papa, «el siervo malvado, a pesar del talento recibido del Señor, el cual ama compartir y multiplicar los dones, lo ha custodiado celosamente, se ha conformado con preservarlo. Pero quien se preocupa sólo de conservar, de mantener los tesoros del pasado, no es fiel a Dios. En cambio, la parábola dice que quien añade nuevos talentos, ese es verdaderamente “fiel”, porque tiene la misma mentalidad de Dios y no permanece inmóvil: arriesga por amor, se juega la vida por los demás, no acepta el dejarlo todo como está. Sólo una cosa deja de lado: su propio beneficio. Esta es la única omisión justa». 


Francisco citó nuevamente el pasaje evangélico del día, en el que Jesús dice: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis». Y explicó: «estos hermanos más pequeños, sus predilectos, son el hambriento y el enfermo, el forastero y el encarcelado, el pobre y el abandonado, el que sufre sin ayuda y el necesitado descartado», en sus rostros «podemos imaginar impreso su rostro; sobre sus labios, incluso si están cerrados por el dolor, sus palabras: “Esto es mi cuerpo”». Por ello, «cuando vencemos la indiferencia y en el nombre de Jesús nos prodigamos por sus hermanos más pequeños, somos sus amigos buenos y fieles, con los que Él ama estar». Y «Dios lo aprecia mucho, aprecia la actitud que hemos escuchado en la primera Lectura, la de la “mujer fuerte” que “abre sus manos al necesitado y tiende sus brazos al pobre”». Esta es «la verdadera fortaleza: no los puños cerrados y los brazos cruzados, sino las manos laboriosas y tendidas hacia los pobres, hacia la carne herida del Señor». 


En los pobres «se manifiesta la presencia de Jesús, que siendo rico se hizo pobre». En ellos, pues, «en su debilidad, hay una “fuerza salvadora”. Y si a los ojos del mundo tienen poco valor, son ellos los que nos abren el camino hacia el cielo, son “nuestro pasaporte para el paraíso”». Y «para nosotros un deber evangélico cuidar de ellos, que son nuestra verdadera riqueza, y hacerlo no sólo dando pan, sino también partiendo con ellos el pan de la Palabra, pues son sus destinatarios más naturales. Amar al pobre significa luchar contra todas las pobrezas, espirituales y materiales». Francisco insistió en ello, porque «nos hará bien» recordarlo.  

De hecho, concluyó, «acercarnos a quien es más pobre que nosotros, tocará nuestra vida. Nos hará bien, nos recordará lo que verdaderamente cuenta: amar a Dios y al prójimo». Y esto es lo único que «dura para siempre, todo el resto pasa; por eso, lo que invertimos en amor es lo que permanece, el resto desaparece». Hoy, exhortó, «podemos preguntarnos: “¿Qué cuenta para mí en la vida? ¿En qué invierto? ¿En la riqueza que pasa, de la que el mundo nunca está satisfecho, o en la riqueza de Dios, que da la vida eterna?”. Esta es la elección que tenemos delante: vivir para tener en esta tierra o dar para ganar el cielo. Porque para el cielo no vale lo que se tiene, sino lo que se da». 


Al final de la Misa, el Papa recitó el Ángelus y rezó incluso «por la tripulación del submarino militar argentino con el que se ha perdido contacto». Además, insistió el Papa, «quiero hoy recordar de manera particular a las poblaciones que viven una dolorosa pobreza a causa de la guerra y de los conflictos. Por eso renuevo a la comunidad internacional un apremiante llamamiento a comprometer todo esfuerzo posible para favorecer la paz, en particular en Oriente Medio. Dirijo un pensamiento especial al querido pueblo libanés y rezo por la estabilidad del País, para que pueda continuar siendo un “mensaje” de respeto y convivencia para toda la Región y para el mundo entero». 


Dios, aseguró el Pontífice, nos estima enormemente, y esta conciencia «nos ayuda a ser personas responsables en cada una de nuestras acciones». Esto nos debe «infundir valor, mientras el miedo inmoviliza siempre y a menudo nos lleva a tomas decisiones equivocadas. El miedo desanima tomar decisiones, induce a refugiarse en soluciones seguras y garantizadas, y así no se acaba haciendo nada bueno». Y «para salir adelante en la vida y crecer en el camino de la vida, hay que tener confianza, no debemos pensar que Dios es un patrón malo, duro y severo que quiere castigarnos. Si dentro de nosotros existe esta imagen equivocada de Dios, entonces nuestra vida no podrá ser fecunda, porque viviremos con el miedo y esto no nos llevará a nada constructivo». 


Dios, subrayó Jorge Mario Bergoglio, «no es un patrón severo e intolerante, sino un padre lleno de amor y ternura, de bondad». Por ello, «podemos y debemos tener una inmensa confianza en Él. Jesús nos muestra la generosidad y la premura del Padre en muchos modos: con su palabra, con sus gestos, con su acogida hacia todos, especialmente hacia los pecadores, los pequeños y los pobres». De hecho, «sus advertencias indican su interés por que no desperdiciemos inútilmente nuestra vida». Y «la parábola de los talentos nos llama a una responsabilidad personal y a una fidelidad que se convierte también en la capacidad de volvernos a poner constantemente en camino por nuevas vías, sin enterrar el talento, es decir los dones que Dios nos ha encomendado, y de los que nos pedirá cuentas». Y después pidió que la Virgen Santa «interceda por nosotros, para que permanezcamos fieles a la voluntad de Dios haciendo que den frutos los talentos con los que nos ha dotado, así seremos iguales a los demás y, en el último día, seremos acogidos por el Señor, que nos invitará a participar de su alegría». 


Después de haber recitado la oración mariana, el Papa recordó que «hoy recurre también el Día mundial en recuerdo de las víctimas de accidentes de tráfico, instituida por la ONU. Aliento a las instituciones públicas en el compromiso de la prevención, y exhorto a los automovilistas a la prudencia y al respeto de las reglas, como primera forma de tutela de sí mismos y de los demás». 

Vatican Insider

Santa Misa con ocasión de la Jornada Mundial de los Pobres




Primera Jornada mundial de los pobres. Misa con el Papa: “Todos somos mendigos de lo esencial, del amor de Dios”


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Homilía del Papa, escucharla aquí

Tenemos la alegría de partir el pan de la Palabra, y dentro de poco de partir y recibir el Pan Eucarístico, que son alimento para el camino de la vida. Todos lo necesitamos, ninguno está excluido, porque todos somos mendigos de lo esencial, del amor de Dios, que nos da el sentido de la vida y una vida sin fin. Por eso hoy también tendemos la mano hacia Él para recibir sus dones.
La parábola del Evangelio nos habla precisamente de dones. Nos dice que somos destinatarios de los talentos de Dios, «cada cual según su capacidad» (Mt 25,15). En primer lugar, debemos reconocer que tenemos talentos, somos «talentosos» a los ojos de Dios. Por eso nadie puede considerarse inútil, ninguno puede creerse tan pobre que no pueda dar algo a los demás. Hemos sido elegidos y bendecidos por Dios, que desea colmarnos de sus dones, mucho más de lo que un papá o una mamá quieren para sus hijos. Y Dios, para el que ningún hijo puede ser descartado, confía a cada uno una misión.
En efecto, como Padre amoroso y exigente que es, nos hace ser responsables. En la parábola vemos que cada siervo recibe unos talentos para que los multiplique. Pero, mientras los dos primeros realizan la misión, el tercero no hace fructificar los talentos; restituye sólo lo que había recibido: «Tuve miedo —dice—, y fui y escondí tu talento en la tierra; mira, aquí tienes lo que es tuyo» (v. 25). Este siervo recibe como respuesta palabras duras: «Siervo malo y perezoso» (v. 26). ¿Qué es lo que no le ha gustado al Señor de él? Para decirlo con una palabra que tal vez ya no se usa mucho y, sin embargo, es muy actual, diría: la omisión. Lo que hizo mal fue no haber hecho el bien. Muchas veces nosotros estamos también convencidos de no haber hecho nada malo y así nos contentamos, presumiendo de ser buenos y justos. Pero, de esa manera corremos el riesgo de comportarnos como el siervo malvado: tampoco él hizo nada malo, no destruyó el talento, sino que lo guardó bien bajo tierra. Pero no hacer nada malo no es suficiente, porque Dios no es un revisor que busca billetes sin timbrar, es un Padre que sale a buscar hijos para confiarles sus bienes y sus proyectos (cf. v. 14). Y es triste cuando el Padre del amor no recibe una respuesta de amor generosa de parte de sus hijos, que se limitan a respetar las reglas, a cumplir los mandamientos, como si fueran asalariados en la casa del Padre (cf. Lc 15,17).
El siervo malvado, a pesar del talento recibido del Señor, el cual ama compartir y multiplicar los dones, lo ha custodiado celosamente, se ha conformado con preservarlo. Pero quien se preocupa sólo de conservar, de mantener los tesoros del pasado, no es fiel a Dios. En cambio, la parábola dice que quien añade nuevos talentos, ese es verdaderamente «fiel» (vv. 21.23), porque tiene la misma mentalidad de Dios y no permanece inmóvil: arriesga por amor, se juega la vida por los demás, no acepta el dejarlo todo como está. Sólo una cosa deja de lado: su propio beneficio. Esta es la única omisión justa.
La omisión es también el mayor pecado contra los pobres. Aquí adopta un nombre preciso: indiferencia. Es decir: «No es algo que me concierne, no es mi problema, es culpa de la sociedad». Es mirar a otro lado cuando el hermano pasa necesidad, es cambiar de canal cuando una cuestión seria nos molesta, es también indignarse ante el mal, pero no hacer nada. Dios, sin embargo, no nos preguntará si nos hemos indignado con razón, sino si hicimos el bien.
Entonces, ¿cómo podemos complacer al Señor de forma concreta? Cuando se quiere agradar a una persona querida, haciéndole un regalo, por ejemplo, es necesario antes de nada conocer sus gustos, para evitar que el don agrade más al que lo hace que al que lo recibe. Cuando queremos ofrecer algo al Señor, encontramos sus gustos en el Evangelio. Justo después del pasaje que hemos escuchado hoy, Él nos dice: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Estos hermanos más pequeños, sus predilectos, son el hambriento y el enfermo, el forastero y el encarcelado, el pobre y el abandonado, el que sufre sin ayuda y el necesitado descartado. Sobre sus rostros podemos imaginar impreso su rostro; sobre sus labios, incluso si están cerrados por el dolor, sus palabras: «Esto es mi cuerpo» (Mt 26,26). En el pobre, Jesús llama a la puerta de nuestro corazón y, sediento, nos pide amor. Cuando vencemos la indiferencia y en el nombre de Jesús nos prodigamos por sus hermanos más pequeños, somos sus amigos buenos y fieles, con los que él ama estar. Dios lo aprecia mucho, aprecia la actitud que hemos escuchado en la primera Lectura, la de la «mujer fuerte» que «abre sus manos al necesitado y tiende sus brazos al pobre» (Pr 31,10.20). Esta es la verdadera fortaleza: no los puños cerrados y los brazos cruzados, sino las manos laboriosas y tendidas hacia los pobres, hacia la carne herida del Señor.
Ahí, en los pobres, se manifiesta la presencia de Jesús, que siendo rico se hizo pobre (cf. 2 Co 8,9). Por eso en ellos, en su debilidad, hay una «fuerza salvadora». Y si a los ojos del mundo tienen poco valor, son ellos los que nos abren el camino hacia el cielo, son «nuestro pasaporte para el paraíso». Es para nosotros un deber evangélico cuidar de ellos, que son nuestra verdadera riqueza, y hacerlo no sólo dando pan, sino también partiendo con ellos el pan de la Palabra, pues son sus destinatarios más naturales. Amar al pobre significa luchar contra todas las pobrezas, espirituales y materiales.
Y nos hará bien acercarnos a quien es más pobre que nosotros, tocará nuestra vida. Nos hará bien, nos recordará lo que verdaderamente cuenta: amar a Dios y al prójimo. Sólo esto dura para siempre, todo el resto pasa; por eso, lo que invertimos en amor es lo que permanece, el resto desaparece. Hoy podemos preguntarnos: «¿Qué cuenta para mí en la vida? ¿En qué invierto? ¿En la riqueza que pasa, de la que el mundo nunca está satisfecho, o en la riqueza de Dios, que da la vida eterna?». Esta es la elección que tenemos delante: vivir para tener en esta tierra o dar para ganar el cielo. Porque para el cielo no vale lo que se tiene, sino lo que se da, y «el que acumula tesoro para sí» no se hace «rico para con Dios» (Lc 12,21). No busquemos lo superfluo para nosotros, sino el bien para los demás, y nada de lo que vale nos faltará. Que el Señor, que tiene compasión de nuestra pobreza y nos reviste de sus talentos, nos dé la sabiduría de buscar lo que cuenta y el valor de amar, no con palabras sino con hechos.
Raúl Cabrera - SPC

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