Wednesday, January 10, 2018

VISITA DEL PAPA: Carta abierta de James Hamilton a Francisco



Aún no comprendo cómo nosotros, los miles de víctimas de abuso, no hayamos sido protegidos por nuestros pastores y sacerdotes, quienes eran testigos mudos de lo que nos pasaba.

Hace pocos días un respetado sacerdote “progre” comentaba que no se sentía en condiciones de denunciar, ni siquiera ante su obispo, a otro sacerdote abusador o perverso. El argumento que esgrimía era que en la justicia civil el testimonio de un cónyuge, hermano o familiar directo, no se consideraba válido, y dado que para él el involucrado era más que un hermano de sangre, no podría elevar testimonio en su contra.
Por breves momento tuve un flashback de cuando Fernando Karadima les hablaba a “sus” sacerdotes y obispos acerca de la dignidad sacerdotal, que pasaban a ser hermanos de Jesucristo y que eso los hacía entrar en la comunidad de los elegidos.
En ese momento, jamás imaginé que esas palabras fueran tan proféticas. Con el tiempo ante mí se fue develando una estructura eclesial sólida, inquebrantable, fraguada en los infinitos pactos de silencio que tienen para protegerse, mientras derraman sangre milenaria en los cuerpos de niños indefensos, curiosos y amables que son dejados a su cuidado.
Comprendí por qué establecen una protección cerrada entre ellos y por qué consideran el abuso de menores como una “debilidad” y no un crimen de extrema gravedad, que deja secuelas de por vida y consecuencias epigenéticas generacionales.
Quizás este cura “progre” nos esté dando la clave acerca de la concepción del vínculo familiar que promueven los sacerdotes, una que se basa en lazos humanos, corporalidad, zonas íntimas, biología y psique humana que trastoca la moral, la ética y al mismo tiempo relativiza los crímenes y sus penas.
Se genera así un nuevo código distinto del evangelio y el del derecho ordinario, donde se reescribe una “buena nueva” sólo para esta hermandad modelada según sus necesidades y perversiones. Quizás hoy comprendo mejor a esos curas, entiendo la magia que los atonta, la promesa por la que se castran. Claramente su ley no es de este mundo, como tampoco lo son sus semejantes.

Aunque generalizar sería injusto, aún no comprendo cómo nosotros, los miles de víctimas de abuso, no hayamos sido protegidos por nuestros pastores y sacerdotes, quienes eran testigos mudos de lo que nos pasaba.
Con tu venida, Francisco, no puedo dejar de preguntarme qué pasa con las autoridades eclesiásticas y religiosas. Con el obispo de cada diócesis cuyos límites territoriales y poderes han sido designados por usted y sus predecesores.
¿Qué ocurre a los ojos de ese dios misericordioso cuando un niño(a), joven o adolescente no sólo es abusado física o psicológicamente, sino también se le arrebata la fe?
¿Por qué no se conmueven?
¿Por qué frente a la denuncia leal y confiada de víctimas ya debilitadas por el sufrimiento y la edad, a través de las vías establecidas por ustedes mismos, la respuesta ha sido casi invariablemente la misma: negación, indiferencia, silencio y frialdad?
¿Por qué se permite el traslado silencioso de estos clérigos a otras parroquias e incluso otros países o continentes, donde miles de menores y adolescentes se siguen exponiendo a estos depredadores?
¿Cómo se dejó a numerosos sacerdotes ya identificados como pedófilos y abusadores a cargo de colegios hogares de menores?
¿Cómo nunca se nos explicó que nosotros éramos las verdaderas víctimas cuando los sacerdotes nos prestaban oído a cada confesión, donde nos culpábamos de haber cometido un pecado gravísimo que finalmente los inducía a pecar a ellos?
¿Y si después de un proceso desgarrador, donde finalmente enfrentamos esta terrible realidad y a sus responsables, se nos considera a nosotros como serpientes y lobos? ¿O tontitos y zurdos?
Señor Francisco, ¿por qué no nos recibes? ¿No nos crees? ¿O a pesar de creernos, la consanguinidad de la curia prevalece?
The Clinic

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