Sunday, April 12, 2020

¿UN DIOS 'ANTI-PANDEMIA', UN DIOS 'POST-PANDEMIA' O UN DIOS 'EN-PANDEMIA'? por Michael P. Moore ofm

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“De lo que no se puede hablar es mejor callar”, decía el filósofo austríaco L. Wittgenstein, y se refería a “temas” como los que quiero reflexionar breve y apuradamente ahora: Dios, el mundo, la libertad, etc. “De lo que no se puede hablar…” es mejor intentar decir algo, creo yo: con respeto, pero con claridad y firmeza (al menos, con la claridad y firmeza que nos permiten las cosas de la fe). Porque lo que se pone en juego en estas situaciones es −nada más y nada menos− que nuestra imagen de Dios: ¿quién es el dios en el que se basa mi fe y cómo se relaciona con la(s) historia(s)?
Humanamente es entendible que, en situaciones de grandes calamidades, el hombre −de ayer y de hoy− acuda a dios o a las divinidades −tengan el nombre que tengan− para que solucionen aquello que ya nosotros −las ciencias− no podemos solucionar porque que escapa de nuestras manos; y esto, sobre todo, cuando se ve amenazado el don más grande que tenemos: la vida.
Concretamente, en estos días en que nos vemos seriamente azotados por una pandemia, desde distintos sectores de la Iglesia −y me refiero específicamente a la Iglesia católica, a la cual pertenezco− se acude a cadenas de oración, pedidos de intercesión a santos, rezos ante imágenes (supuestamente) milagrosas, etc. para que, por su mediación, Dios intervenga y frene el flagelo, o, al menos, consuele a los desconsolados. Esta actitud presupone −generalmente a nivel pre-consciente− que Dios puede hacerlo y que, quizá lo haga, si nosotros insistimos “con mucha fe” (¿?).
Inevitablemente, si pensamos un momento esa postura, desembocamos en aporías que no hacen más que infantilizar o debilitar la fe: ¿si Dios puede evitar esta desgracia, por qué no lo hizo antes? (damos por sentado que ya hemos superado, al menos, esa imagen de un dios que mandaba desgracias como castigos o como pruebas), ¿es que Dios necesita que nosotros lo convenzamos para que haga algo? En este caso, pareceríamos ser mucho más misericordiosos y atentos al sufrimiento del mundo que Dios mismo. Sobre estos tópicos se ha cansado de escribir el teólogo español A. Torres Queiruga quien “define” a Dios, precisamente, como el “Anti-mal”. Pero que lo sea no implica que deba ser un Gran Mago que, desde “el cielo” y de vez en cuando −muy de vez en cuando, por cierto− intervenga con golpes de varita mágica para interrumpir el curso de las leyes y de las libertades, y así evitar el sufrimiento de los hombres.
El COVID 19 existe porque también los virus forman parte de un mundo finito y en evolución: de la única manera que podría haberlo hecho un Creador. El freno a este flagelo depende del descubrimiento de la vacuna necesaria, y esto es obra y responsabilidad del hombre, no de Dios. Porque la historia está en nuestras manos… y nuestras manos, sostenidas por las de Dios (si se me permite tan antropomórfica metáfora). Dios-hace-haciendo-que los hombres hagamos. Argüir que no podemos quitarle al creyente su última esperanza en que “Dios puede hacer algo” −si somos muchos los que insistimos− es como ofrecerle un antídoto que sabemos falso, porque no lo curará. No me parece honesto. Otra postura −muy distinta− es la del creyente que se sabe habitado, sostenido y acompañado por el Espíritu y lo tematiza en su oración; que sabe que su vida está inmersa en otro Vida de la que ha nacido y a la que retornará (perdón por las metáforas, ahora, espacio-temporales) y que cree esperanzadamente que ninguna muerte tiene la última palabra. Aunque sí penúltimas… y muy dolorosas.
Sé que estas breves líneas necesitarían más explicaciones (por ejemplo para superar el literalismo bíblico), porque es mucho lo que se pone en juego y porque arrastramos años de una catequesis que ha condenado a muchos creyentes al infantilismo; y, a otros tantos, a alejarse de Dios. Necesitamos caminar hacia una fe adulta que permita decir una palabra, desde la fe y que esté a la altura de las circunstancias. Para nosotros y para los demás: “estén siempre dispuestos a dar razón de su esperanza a todo aquel que se los pida, pero háganlo con humildad y respeto” (1 Pe 3,15). Y con claridad.
Es necesario dejar de cargar a Dios con la responsabilidad de frenar este mal que azota hoy a muchos hombres y mujeres. Ni Dios envía sufrimientos al mundo ni, estrictamente hablando, los permite, puesto que esto último supone creer que, pudiendo evitarlos, no lo hace. Porque, ¿qué padre, qué madre, no haría cuanto esté a su alcance para minimizar el dolor de cualquiera de sus hijos? (A. Torres Queiruga). Y si, al menos como afirmamos los cristianos, Dios es amor, Dios es el amor, sería contradictorio con su esencia pensar que pudiendo evitarnos sufrimientos, por alguna “misteriosa” razón, no lo hace. De aquí surge, claramente, que debemos también repensar el tema de la llamada “omnipotencia divina”. Pero prefiero en este espacio responder no desde la discusión hipotética y teórica, sino desde un hecho concreto. Por eso, he titulado estas líneas desde la idea de un “Dios post-pandemia”. Me explico.
Mal, dolor y muerte
Los cristianos creemos que Dios se ha revelado de un modo pleno -aunque no único- en la historia de Jesús de Nazaret; por eso debemos volver una y otra vez la mirada del corazón a esa vida. Vida que termina en el fracaso de la cruz (J.I. González Faus) -y nos escapemos rápido a la resurrección-. En medio de aquel escenario de dolor, los evangelistas ponen en boca de los que contemplan al crucificado, una suerte de súplica/puesta a prueba: “Si es el Hijo de Dios que baje de la cruz y creeremos en Él…” (Mt 27,40; Mc 15,31; Lc 23,35). Esta actitud es sumamente comprensible, me atrevería a decir “muy humana”. Al menos, creo que es la de todo creyente -de cualquier creencia- cuando se encuentra frente al misterio del dolor: pedir ser bajado de la cruz. Y aquí, me parece, nace gran parte de la paradójica novedad del cristianismo: porque el Padre no baja de la cruz a su Hijo amado. Muere. Y muere sufriendo, fracasado, solo, titubeante entre la desesperanza (Mc 15,34) y la entrega confiada (Lc 23,46).
Luego, los cristianos, es decir, los que ponemos el centro de nuestra fe en la historia de Jesús, tenemos que hacer teología post-factum, esto es, después del hecho concreto: Dios no lo des-clavó “milagrosamente” de la cruz. Hacer teología, pensar creyentemente (en forma adulta) supone asumir ese duro dato de realidad, y preguntarnos: ¿Si no intervino en el destino de su Hijo -y esto porque habría implicado violar la libertad de los hombres que habían decidido que su propuesta era in-útil-, tenemos derecho a reclamarle que lo haga en nuestras historias?
También en la cruz hay revelación: se nos dice algo importante sobre Dios y sobre la vida; sobre las víctimas y los verdugos. Lo primero que se manifiesta, evidente, es que nuestro Dios respeta la autonomía de sus creaturas y de su creación; y, lo segundo, el escandaloso poder de la injusticia sobre los buenos, de los verdugos sobre las víctimas. Aunque sólo se le concedan palabras pen-últimas porque, al menos los cristianos, creemos en la resurrección, entendida no como la revivificación de un cadáver, sino como el triunfo de la Vida sobre la muerte: Dios tiene la última palabra y, así, relativiza el señorío de la(s) muerte(s). Pero no lo hace “saltándola” sino atravesándola; si se me permite la obviedad: Jesús resucita después de morir.
El Padre no lo baja de la cruz; lo rescata de la tumba. Subrayo esto para no quitar nada de la densa oscuridad que tiene la máxima expresión de nuestra fragilidad: la muerte. De alguna manera, Dios “nos entiende” porque sufre la muerte de su Primogénito -como sigue sufriendo cada muerte de cada hijo-; pero, aun sufriendo, no hace el “milagro”. Y nótese que los judíos piadosos decían que si se producía ese portento -que sea bajado de la cruz- creerían en Él… y, entonces, uno puede preguntarse: ¿no vino Jesús para que creyéramos en Él, en su mensaje, en el Padre que mostraba? ¿por qué no hizo ese “pequeño esfuerzo” y todos habrían creído -ayer y hoy- en Él? Repito, pues, hay que hacer teología post-factum: Dios no negocia su modo de ser y obrar con nuestras condiciones. Nuestra fe no puede depender de esas intervenciones pseudo-milagrosas.
Mientras escribo estas líneas, sólo hoy y sólo en Italia, más de 600 personas fallecieron, más de 600 hijos/as de Dios. No son números; son vidas y son historias. Y son familias que quedan destruidas. Personalmente, hago teología después de la cruz, post-pandemia. Y me pregunto -una vez más- quién y cómo es mi Dios. Y así como no pedí que bajara a mi mamá de su lecho de cruz y dolor mientras moría, no lo haré tampoco hoy. Descubro al Dios en quien creo sosteniendo a tantos hombres y mujeres que, en estos mismos momentos, están arriesgando su vida para que otros vivan. Y renuevo -en el claroscuro de la historia- mi profesión de esperanzada fe que me susurra -como compartí ayer- que la muerte no tiene la última palabra. Pero sí penúltimas. Que escandalizan. Y duelen mucho.
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Trato de reflexionar e invitar a una lectura de fe sobre este acontecimiento doloroso que está sufriendo gran parte de la humanidad. Para los creyentes y/o buscadores, de un modo particular en los momentos de cruz, la mirada del corazón se dirige al cielo preguntando ¿por qué Dios no hace algo? ¿dónde está Él mientras tantos hijos/as suyos se deshacen en el dolor, y resbalan, lentamente, hacia la muerte? ¿existe, en verdad algún Dios… y si existe, cómo es? Son cuestiones que no pretendía ni pretendo responder de forma exhaustiva; pero como creyente -y como teólogo- la vida y, en este momento, su lado oscuro, me interpela a decir algo que me consuele, que me sostenga, que me siga animando y que no se resuelva en la postura que, a mi juicio, suena un tanto fideísta: frente al mal, hay que cerrar los ojos -y la inteligencia- porque es un misterio… como lo es Dios. Sin duda, Dios es esencialmente un misterio que, aún después de revelarse, sigue permaneciendo tal; y esto se agudiza cuando ponemos en diálogo el binomio Dios-mal. Pero esto no nos inhibe, más aún: creo que nos empuja a intentar decir algo. Con temor y temblor. Pero algo. Nos asomamos al misterio, nos sentimos seducidos y nos animamos a balbucear algunas palabras, aunque sean provisorias.
Si así he hablado de un “Dios anti-pandemia” y de un “Dios post-pandemia”, ahora me gustaría intentar descubrir algo de Dios en medio de esta realidad: un “Dios en-pandemia”. La tesis es que, de alguna manera -y subrayo esta matización- Dios está sufriendo en y con los que sufren este flagelo, y también está salvando con y a través de tantos que están arriesgando su vida para que otros vivan. Soy consciente del riesgo de antropomorfización que supone hablar así; pero prefiero correr este riesgo a postular un Dios indiferente y ocioso, o un Dios milagrero que todavía no se ha decidido -porque quizá todavía no lo hemos convencido a base de súplicas y ofrendas- a frenar esta pandemia (y mientras escribo esto, las víctimas oficialmente reconocidas ya superan largamente las 13000).
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Entre los muchos textos bíblicos que podría elegir como disparador para esta reflexión, quiero detenerme sólo en uno, porque creo que es el más explícito. Me refiero al pasaje mateano conocido como “del juicio final”: Mt 25, 31-46. Envuelto en el lenguaje apocalíptico propio de la época, se encierra una de las verdades más importantes del cristianismo: la imposibilidad de separar el amor a Dios del amor al hombre, y la necesidad de encontrar a Dios en el hombre y al hombre en Dios. De un modo más concreto, el texto habla del hombre que sufre distintos males: hambre, pobreza, exclusión, prisión, enfermedad… y es urgente alargar la lista a tantos otros “nuevos” sufrimientos que padecen nuestros contemporáneos. Pero, para el tema que nos ocupa, resulta significativo que Jesús hable concretamente del mal de la enfermedad. Y que se declare identificado con el que la padece: “cada vez que lo hicieron… a mí me lo hicieron”. La clave está en ese versículo 40: “a mí”; en efecto, “el vaso de agua dado al pobre no podría alcanzar a Cristo si no le ha alcanzado primero la sed de ese pobre” (J.I. González Faus).
Hay aquí una identificación -si se me permite la osada expresión- más que sacramental. Jesús no dice “es como si me lo hicieran a mí”, sino “a mí me lo hicieron”. De aquí surge una primera revelación: de alguna manera, Dios sufre por medio de su Hijo en el sufrimiento de cada hombre con el cual Él sigue identificado. Hay una suerte de prolongación vicaria del Crucificado en la carne herida de los hombres y mujeres que siguen crucificados... hoy, por esta pandemia. Por eso titulamos estas líneas “Dios en-pandemia”, como una invitación a intentar descubrir dónde está nuestro Dios en medio de esta noche oscura. Y la respuesta que brota del texto evangélico es: Dios está sufriendo con el que sufre. Como también lo proclama el profeta Isaías: “En todas las aflicciones de ellos, él estaba afligido” (Is 63,9). Claro que, para muchos, esto no basta. Porque preferirían no un Dios que sufre con ellos sino un Dios que evita el sufrimiento, que no sufre ni deja sufrir. Esto es humanamente entendible. Pero ¿es eso lo que se revela en el Crucificado? Por eso, como venimos sugiriendo, el tema de este mal concreto nos está invitando a re-pensar quién es el Dios en quien creemos.
Y en el texto que comentamos, se insinúa como respuesta otra escandalosa revelación: Dios está presente no como aquel que evita el dolor del mundo, sino como aquel que lo padece y soporta y, entonces, es el hombre quien está llamado a evitar el sufrimiento de Dios en la historia. Dicho gráficamente: la pregunta que el hombre dirige al cielo en medio de su dolor: ¿Por qué no haces algo?, Dios la devuelve al hombre desde su identificación con el sufriente. Y desde allí nos interpela para que aliviemos su dolor, que es el mismo dolor de su creatura. Dios es el que sufre y es el hombre quien está convocado a dar el vaso de agua para calmar su sed, que es la misma se del sediento. Es el hombre el que está hoy urgentemente interpelado para ayudar -de la manera que pueda- en esta pandemia. 
Así, una vez más, se nos revela la “insoportable” discreción de Dios (Ch. Duquoc) que afirma la total autonomía de la historia y que sólo interviene con la llamada silenciosa de su amor. Dios como solidaridad que acompaña, y no como poder que interviene y reclama (J.I. González Faus). O que sólo lo hace a través de tantos y tantas que, en estos precisos instantes, están arriesgando su vida en favor de otro… generalmente desconocido. Gratuidad pura. Y no interesa en nombre de quién o de qué lo hagan: esto resulta claro en el pasaje mateano, donde unos y otros declaran no conocerlo, es decir, no ayudan “en nombre de Dios”. Sin embargo, allí se están jugando la salvación; y quiero extender la significación de esta palabra tan ambigua en el lenguaje de la fe, hacia más acá de la otra vida: vivir como salvados, aquí y ahora, supone haber encontrado un sentido pleno a la vida. Aunque eso implique perder la propia.
La insolente realidad del mal y del dolor del mundo -que hoy viene del virus COVID 19- empuja más al escándalo y la protesta que a la fe; a la duda, más que al asentimiento. Pero también puede ser una ocasión para purificar esa misma fe y descubrir qué es lo esencial en ella. Por mi parte, me gustaría de-finirla y para concluir, desde la exhortación que el mismo Jesús nos hace: “Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt 9,13; 12,7). Mientras Dios no llegue a ser “todo en todos” (1 Co 15,28) continuará el sufrimiento en el mundo. Se trata, en el mientras tanto, de descubrir a un “Dios en-pandemia” y practicar la misericordia, para aliviar nuestro dolor, que es el suyo.

Michael P. Moore ofm
Fe Adulta

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