Uno de los caminos más enrevesados que nos toca recorrer alguna vez es el de las expectativas. Por una parte, está lo que uno mismo espera de otros. A menudo te descubres ilusionado, anhelante, deseoso. Esperas que otros actúen de una manera determinada, tal vez un gesto, una llamada, una palabra, una mirada... Interpretas eso que ha de ocurrir. En tu imaginación es señal de afecto, de aprecio, de valoración. Y por eso mismo, si no llega, empiezas a agobiarte pensando que para esos otros tú no vales, no importas... No se te ocurre pensar que los tiempos a veces son diferentes, o que esos otros tal vez no expresen las cosas de la manera que tu imaginación exige. Y así, empieza una espiral compleja. Cuanto más defraudan tus expectativas, más se multiplican estas. Y más se resquebraja el suelo sobre el que caminas.
En el extremo opuesto, está lo que piensas que otros esperan de ti. También eso es laberíntico. Te importa cumplir: hacer las cosas bien, acertar, responder lo que se supone que tienes que responder, tener la palabra precisa, no defraudar nunca... Pero, ¿quién puede acertar siempre?
La gran trampa de este tipo de expectativas es el silencio. Porque es ahí donde se van gestando. En el no hablar de las cosas. No decirle al otro cómo te sientes. No compartir tu inseguridad, cuando la hay, o tu necesidad de afecto. Y entonces te va devorando. Las palabras no dichas, los conflictos no expresados, las necesidades no compartidas –por miedo a resultar demasiado vulnerable– se van convirtiendo en un muro que te aísla. Y con ese muro se van construyendo las paredes del laberinto.
Hasta que llega alguien con quien puedes compartir esa parte más frágil. Hasta que llega alguien a quien puedes decirle: te necesito. O con quien puedes reírte de tus límites, sabiendo que así te quiere. Y entonces, en ese alguien, la amistad se vuelve puerta de salida.
José María Rodríguez Oliazola sj
pastoralsj
No comments:
Post a Comment