Tanto en sus palabras del Momento Extraordinario de Oración como en la Fratelli Tutti el papa Francisco utiliza la metáfora de que viajamos todos en la misma barca como miembros de una misma humanidad. Se trata de una imagen semejante a la que usa san Pablo en la Primera Carta a los Corintios cuando, al hablar de la Iglesia como un cuerpo afirma que «si un miembro sufre, sufren con él todos los demás; si un miembro es honrado, se alegran con él todos los miembros». Reconozco que estas palabras resuenan de una manera muy fuerte en mí como miembro de una comunidad religiosa. Puesto que, creo que, en nuestra vida comunitaria, las incomodidades y sufrimientos ocasionados por el coronavirus se viven de una manera muy intensa.
Al principio de la pandemia, vivía en una comunidad muy pequeña, donde uno de sus miembros tuvo que luchar fuerte contra un virus que entonces era mucho más desconocido que ahora. Él estuvo encerrado en su habitación y en el hospital, y todos los demás confinados en la comunidad. No teníamos contacto entre nosotros, pero, de alguna manera todos sufríamos, orábamos y luchábamos con él, sintiéndonos miembros de un mismo cuerpo. En estos momentos, mi comunidad es mucho más grande: somos setenta jesuitas de todos los países del mundo. Sin embargo, la entrada del virus ha sido muy parecida, puesto que ha hecho que todos tengamos que confinarnos, preocuparnos los unos por los otros, orar y celebrar en privado, pero sintiéndonos unidos en la lucha.
Como se puede imaginar, vivir todo esto no es siempre fácil, puesto que, siendo pocos, o siendo muchos, lo cierto es que este virus nos hace ver que lo que le pasa a uno, tiene consecuencias en la vida de los demás, sin que nadie sea culpable de nada. A veces, nuestro individualismo nos trae, bajo capa de bien, la tentación de imaginar cómo sería nuestra vida si, en vez de viajar en la misma barca, lo hiciéramos en pequeños botes individuales. Sin embargo, creo que se trata de un engaño semejante del que habla san Pablo cuando afirma: «Si el oído dijera: 'Como no soy ojo no pertenezco al cuerpo, no por ello dejaría de pertenecer al cuerpo'». Y es que los religiosos, al vivir en comunidad, estamos ligados unos a otros, de un modo parecido a como lo están los miembros de una familia. Pero la diferencia es que nuestra ligazón no es la sangre, sino la fe. Por ello, me gusta pensar que quizá con nuestros «confinamientos en bloque» y nuestras incomodidades, estamos dando testimonio ante nosotros mismos (y quien sabe si hacia el mundo), de que los creyentes en Cristo viajamos en la misma barca, la de la Iglesia, y así somos miembros de un mismo cuerpo, pese a que nuestro individualismo nos empuje a pensar lo contrario.
Dani Cuesta sj
pastoralsj
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