Había entonces en Jerusalén un hombre muy piadoso y cumplidor a los ojos de Dios, llamado Simeón. Este hombre esperaba el día en que Dios atendiera a Israel, y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no moriría antes de haber visto al Mesías del Señor. El Espíritu también lo llevó al Templo en aquel momento. Como los padres traían al niño Jesús para cumplir con él lo que mandaba la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios.
¿Qué me estás diciendo, Señor?
Reflexiones sobre la lectura de hoy
Simeón no parecía cansarse de su vida de oración. A veces sentimos que le hemos dicho todo a Dios en nuestras oraciones - nuestros problemas, pecados y fallas - las que parecen ser las mismas de hace un año. Creemos que Dios está cansado de todo esto, cansado de nosotros. Pero Simeón no se cansó de alabar y agradecer.
Quizás esto forma parte de la oración de la ancianidad, y a lo mejor hay ocasiones en que eso es todo lo que Dios quiere de nosotros. Una abundante oración permite dejar el pasado atrás, ya sea el de ayer, el de una generación, o el de toda nuestra vida. Los años dorados pueden llevarnos a una mayor extensión del amor y cuidados de Dios por nosotros. Como Simeón, alabamos la gloria de Dios; como Ana sólo contemplamos a Jesús y alabamos a Dios. Quizás podríamos hacer lo mismo en nuestras oraciones de hoy, sin importar nuestras edades.
De Espacio Sagrado
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