30-Abril-2009 José Arregi
Queridos amigos:Lo daría todo a cambio de que Jesús resucitado se me apareciera y me dijera: “¡La paz contigo!”. Dos palabras esenciales para sostener nuestra frágil vida. Dos sencillas palabras que hacen que el mundo siga en su eje. “¡La paz contigo!”. Amiga, amigo: también tú no me cabe duda lo darías todo a cambio de que Jesús resucitado se te apareciera y te dijera esas palabras, te diera la paz que anhelas, hiciera que posara dulcemente en tu corazón una paz que nada te pudiera arrancar.
Sin duda, lo daríamos todo a cambio de la paz verdadera, y de que, en las heridas de Jesús resucitado, pudiéramos curar la raíz de todas nuestras heridas. Si lo que el evangelio nos ha narrado nos sucediera también a nosotros y nos llenáramos de paz, seríamos constructores de paz, y nuestra sociedad inquieta, nuestro mundo herido, todo sería muy distinto.
¿Pero es que acaso Jesús resucitado no se nos aparece a nosotros como a sus primeras discípulas y discípulos? Los evangelios narran que se apareció a María de Magdala y a Pedro y a sus compañeros, que lo vieron con sus ojos, oyeron sus palabras, pudieron tocar su cuerpo amado y comieron con él pan y pescado a la brasa. A nosotros no nos ha sucedido nada de eso, al menos de ese modo. Nuestros ojos no lo ven, nuestros oídos no lo oyen, nuestras manos no lo tocan, y cuando nos reunimos en la Eucaristía no se nos ofrece para llevar a la boca nada más que una oblea sin gusto ni sabor.
¿Es que se dieron entonces milagros que hoy ya no se dan? ¿O es que somos más ciegos, sordos, insensibles que aquellos primeros? ¿Hemos de creer en Jesús resucitado solamente porque nos lo han contado quienes lo vieron? Pienso que no. Si los evangelios nos contaran hechos que ya no tienen lugar, no serían creíbles, o creerlos no serviría de nada. Si dependiera de la voluntad de Jesús o de su capricho el aparecerse cuando quiere sólo a quien quiere y no a quien no quiere, no merecería nuestra fe. Si la fe consistiera en creer que resucitó y que algunos lo vieron, no merecería la pena creer. La fe sería una mera creencia, una creencia vana.
Pero no, la fe pascual no es cuestión de creencia, no es un mero “creer que”, ni un vano creer. La fe pascual consiste en que se nos abran los ojos, y veamos a Jesús en la oblea insípida, en el compañero de cada día, en el enfermo olvidado, en la mañana gris, en el haya que verdea, en el cucu que canta. Se nos abren los oídos, y escuchamos las dichosas palabras consoladoras de Jesús en el relato del evangelio, en las penas del anciano, en las quejas del parado, en el temor de Méjico, en la flauta del cucu, en el susurro del bosque, en el silencio de la peña. Nuestro tacto se vuelve más sensible y palpamos a Jesús en el libro, la piel, la herida, el agua, la tierra.
No pensemos que en el tiempo del Evangelio sucedieron cosas que ahora no suceden. No pensemos que Jesús se mostraba a aquellas primeras discípulas y discípulos, pero a nosotros no, no al menos como a aquellos. No pensemos que entonces hubo milagros, y ahora no, a no ser que también hoy sea milagro todo lo bello y lo bueno. Yo no pienso que entonces tuvieran lugar hechos extraordinarios que ahora no tienen lugar. Diría más bien que entonces sucedió el mismo milagro que hoy sucede, y que ellos vieron a Jesús resucitado de la misma manera en que nosotros lo vemos, o que nosotros lo vemos de la manera en que ellos lo veían. Ver a Jesús no fue para ellos más fácil que para nosotros, ni es para nosotros más difícil que para ellos. Ellos tuvieron nuestras mismas dudas e incertidumbres. Ellos también tuvieron los miedos que tenemos.
¿Cómo llegaron ellos a ver a Jesús resucitado? No en un sepulcro vacío, ni en apariciones singulares. ¿Cómo, pues? Recordando mejor la historia de Jesús, trayéndolo al corazón, meditando su buena noticia, contemplando más de cerca la vida buena del profeta de Galilea, mirando mejor las llagas del crucificado. En la vida de Jesús vieron el amor inmortal de Dios, en las heridas de Jesús vieron la compasión sanadora de Dios, en la bondad vulnerable de Jesús vieron la bondad poderosa de Dios. ¿Y cómo lo vemos nosotros? Lo vemos como ellos. Hoy y aquí sucede lo que nos narran los bellos relatos pascuales. Sucede siempre y en todas partes. Sucede sin cesar en nuestra vida normal de cada día. Abramos los ojos, y veremos a Jesús resucitado en medio de nosotros, a nuestro lado, en el fondo de cada ser. Abramos los oídos, y escucharemos la buena noticia, y llenará de paz nuestro corazón. Salgamos del cerco de nuestro yo cerrado, o entremos en nuestro interior más verdadero, y en la vida y en la cruz de Jesús vislumbraremos la proximidad salvadora de Dios. Miremos con los ojos del corazón las heridas de Jesús, y en las heridas de todos los seres veremos a Dios, cercano y amigo, curando silenciosa y amorosamente todas las heridas. En eso consiste la Pascua, en eso consiste creer en Jesús resucitado. Ése es el milagro. Jesús está con nosotros como lo estuvo con María y Pedro y los demás discípulos, se nos aparece como a ellos, nos habla como a ellos.
Amiga, amigo: sea que te hallas en luz o en oscuridad, Jesús resucitado está contigo, y te dice: “La paz contigo”. Sea que te encuentres alegre o angustiado, está contigo el crucificado resucitado, la presencia amiga de Dios que nunca te abandonará. Dos palabras de paz y una presencia divina que todo lo envuelve, todo lo llena, todo lo transforma: eso es la Pascua en medio de todas nuestras cruces. Aunque nuestros ojos están demasiado ciegos y nuestros oídos demasiado sordos, Jesús se nos aparece: “La paz contigo. ¿Por qué tienes miedo? Pálpame. Y marcha tranquilo. Vive feliz, y procura curar las heridas del prójimo”.
Para orar
Tú, Cristo, el Resucitado,
escuchamos tu apacible voz en el Evangelio.
Tú nos dices: ¿Por qué os preocupáis?
Una sola cosa es necesaria:
un corazón a la escucha de mi Palabra y del Espíritu Santo.
Jesús, nuestra alegría,
a tu lado encontramos el perdón,
el frescor de las fuentes.
Sedientos de las realidades de Dios,
reconocemos tu presencia de Resucitado.
E, igual que el almendro
comienza a florecer con la luz de la primavera,
tú haces florecer hasta los desiertos del alma.
(Taizé)
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