Friday, April 25, 2014

Juan XXIII, en la mesa camilla por Pedro Miguel Lamet S.J.


Los taxistas de Roma lloraban como niños el 3  de junio 1963. Más que un papa ellos y el mundo entero habían perdido  un  padre o quizás al “abuelo universal”,  conocido como el “papa bueno” y hasta entonces sin duda “el papa más amado de la historia”. Un año antes le habían diagnosticado cáncer de estómago. Pero se negó a ser operado para no ralentizar el sueño de su vida, la puesta al día de la Iglesia  a través del concilio Vaticano II, firmando así su propia sentencia de muerte. Nunca había sido protagonista, sino servidor, compañero de camino abierto a todos. Beatificado por Juan Pablo II el 3 de septiembre del año 2000, muchos se han extrañado del retraso de su canonización, mientras otros procesos menos significativos han ido más rápidamente. Pero el papa Francisco ha hecho justicia y  este mes de abril será reconocida su santidad junto a Juan Pablo II, conduciendo así a los altares a un predecesor que es también un antecedente de su estilo. Pero ¿quién fue realmente este nuevo santo?


Sotto il Monte es un pueblecito del norte de Italia, a 16 kilómetros de Bérgamo, insignificante  hasta el momento en que el 28 de noviembre de 1881, nacía un niño, el cuarto de los trece hijos de la familia campesina compuesta por Battista Roncalli y Marianna Mazzola. El párroco Don Francesco Rebuzzini lo bautizó con el nombre de Ángelo en la iglesia de Santa María el mismo día de su nacimiento.  Los primeros años de vida el olor y la vista del campo,  la siembra y la siega ocuparon su vida junto al ejemplo profundo de fe de una familia muy religiosa. Diría más tarde en Venecia: “Vengo de una familia humilde y fui educado en una feliz pobreza  que protege de las más grandes y nobles virtudes y prepara para el ascenso en la vida”.

Se fue pronto al seminario de Bérgamo (1892), donde estudió hasta el segundo año de teología. Allí empezó a redactar sus apuntes espirituales, que al cabo de los años llegarían a convertirse en una obra deliciosa, íntima y profundamente espiritual bajo el título de Diario de un alma.  El muchacho valía y los superiores lo envían en  1901  al Seminario Romano dell’Apollinare. Allí pidió el servicio militar anticipado, sacrificándose en el lugar de su hermano  Zaverio, quien resultaba indispensable en casa para trabajar en el campo.

Todo un símbolo es que fuera ordenado sacerdote en la basílica de San Pedro el 10 de agosto de 1904  y que San Pío X le bendijera especialmente: “Yo rezaré al Señor para que bendiga de manera especial sus buenos propósitos y que sea un buen sacerdote”. Y vaya que lo fue. Los cargos que le encomendaron muestran el aprecio por aquel misacantano: secretario del obispo de Bérgamo, profesor del Seminario, capellán militar, (por ser llamado de nuevo a filas) y un cargo nacional,  presidente para Italia del Consejo Central de la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe.

Tan brillante es Roncalli que es requerido para la carrera diplomática. Consagrado obispo en San Carlo al Corso, Roma, y nombrado Visitador Apostólico de Bulgaria, sufrió mucho a causa de la difícil situación social, política y religiosa de este país. Pero su sencillez y simpatía triunfaron: “No es suficiente alimentar sentimientos cordiales –decía de los ortodoxos- hacia nuestros hermanos separados: si realmente los amas, dales buen ejemplo y transforma tu amor en acción”.  Como los visitadores apostólicos no gozaban de ningún estatuto diplomático y las relaciones entre la minoría católica y la mayoría ortodoxa eran muy tensas,  supo suavizarlas poniendo los cimientos de la futura delegación apostólica, cargo que ocupó también en Estambul (1935). Allí durante la Segunda Guerra Mundial se destacó por socorrer a miles de judíos de la persecución nazi mediante el “visado de tránsito”.

En Francia, como nuncio apostólico, contribuyó a normalizar la organización eclesiástica del país, desestabilizada por los numerosos obispos que habían colaborado con los alemanes  y a afrontar con prudencia  el polémico tema de los curas obreros. Uno de sus principios era que “sin un poco de santa locura, la Iglesia no ensancha sus pabellones”. Por eso multiplica los contactos a base de calor humano. Por ejemplo durante una recepción diplomática, el nuncio Roncalli se da cuenta que el embajador soviético está arrinconado y con cierto enfado. Se le acerca y empieza a hablarle de una manera poco usual para un diplomático: “Excelencia”- le dijo- “nosotros pertenecemos a dos campos opuestos; pero tenemos en común algo importante: la barriga. Ambos estamos un poco redondos…”. Bolgomolov suelta una carcajada y el hielo se rompe. Por entonces Pío XII, satisfecho de su labor, lo crea  cardenal y le nombra para una de las diócesis más importante de Italia, Venecia (1953). El nuevo patriarca les dice los venecianos: “Quiero ser vuestro hermano, amable, cercano,  comprensivo”. No compró ninguna góndola  como era tradicional en el Patriarca de Venecia, pues utilizaba el transporte público. En Venecia decían: “Toda persona que se cruza con él tiene la sensación que el patriarca lo trata de manera especial.”

También sus curas. Había en la diócesis un sacerdote que llevaba una vida turbia y frecuentaba sitios poco recomendables. En vez de aplastarle con una reprimenda o castigo, Roncalli lo esperó un día en el lugar que solía frecuentar. El sacerdote palidece. El patriarca lo toma del brazo y con naturalidad le pide que le acompañe al palacio. Y una vez en su despacho se arrodilla ante el sacerdote caído y le pide: “Por favor, confiéseme”. Y lo hace con toda humildad y naturalidad. El sacerdote lo absuelve y el patriarca abrazándolo le dice: “Hijo mío, me gustaría que reflexionases acerca del don maravilloso que Dios te ha dado de perdonar los pecados a los hombres, incluso a tu mismo arzobispo. Que esto te anime a evitar lo más posible el pecado en tu misma vida y como gratitud a Cristo”. Otro día, hablando con uno de los hombres más ricos de la ciudad, le suelta: “Usted y yo tenemos algo en común: el dinero. Usted tiene muchísimo y yo no tengo ni cinco. La diferencia está en el hecho de que yo no me preocupo por eso”.

El patriarca Roncalli se marcha a Roma tranquilo para asistir al cónclave, lo que creía un “paréntesis” antes de volver a Venecia, donde piensa haber encontrado ya su sitio tras tanto peregrinar por el mundo. Pero Dios le reservaba el reto definitivo. El 28 de octubre de 1958, con 77  años, Roncalli fue elegido papa ante la sorpresa de todo el mundo a causa de su avanzada edad. Escogió el nombre de Juan, por  su padre, por el patrón de su pueblo natal y el evangelista de la caridad. En seguida empezó una nueva forma de ejercer el oficio de Papa, movido por su fe y por su temperamento alegre. Desde el principio se definía  como “un Papa aprendiz”, mientras añadía: “Dejadme que haga mi noviciado”. La misma noche de la bendición urbi et orbi, su secretario le preguntó cuáles eran los primeros problemas de importancia a los que se quería enfrentar, respondió: “Ahora voy a coger el breviario y rezar Vísperas y Completas”.

En los dos discursos iniciales del 29 de octubre, en su primer radio-mensaje al mundo y en el del día 4 de noviembre, día de la coronación, Juan XXIII trazaba el programa de su pontificado:” Queremos sobre todo subrayar con insistencia que nosotros cargamos en nuestro corazón de una manera muy especial la tarea de pastor de toda la grey. Todas las otras cualidades humanas – la ciencia, el interés y el tacto diplomático, los talentos organizativos y de liderazgo, – pueden ser como ornamentos, acabados y para completar un gobierno pontifical, pero de ninguna manera pueden tomar el lugar suyo. Mas el punto central de todo es el celo, la pasión del “Buen Pastor”, listo para cada ardua empresa sagrada, lineal, constante, hasta el sacrificio extremo”. Un programa entonces clara e inequívocamente pastoral. Pero también ecuménico y misional, guiado por la conquista de los alejados: “Queremos abrir el corazón y los brazos a todos aquellos que están separados de esta Sede Apostólica. Deseamos ardientemente su regreso a la casa del Padre común.” Mostraba su vivo interés por los problemas de la humanidad, de un modo particular en lo referente a la paz y a la justicia social.

Dos meses después  de elegido, por Navidad visitó los niños enfermos de los hospitales Espíritu Santo y Niño Jesús; al día siguiente fue a visitar los prisioneros de la cárcel Regina Coeli. En su primera medida de gobierno vaticano, que le enfrentó con el resto de la curia, redujo los altos estipendios (y la vida de lujo que, en ocasiones, llevaban los obispos y cardenales). Asimismo, dignificó las condiciones laborales de los trabajadores del Vaticano, que hasta ese momento carecían de muchos de los derechos de los obreros europeos. Por primera vez en la historia nombraba cardenales indios y africanos.

Tres meses después de su elección, el 25 de enero de 1959, en la Basílica de San Pablo Extramuros, ante la sorpresa  del mundo entero anunció  la convocatoria del Concilio Vaticano II, el I Sínodo de la Diócesis de Roma y la revisión del Código de Derecho Canónico. Porque aquel hombre gordo y cariñoso, aparentemente elemental, había llegado con una idea desde ante de ser Papa: convocar la magna asamblea. “La Esposa de Cristo debe recurrir hoy, mucho más que a las armas de la severidad, al remedio de la caridad”. Nunca hasta entonces se había presentado la Iglesia tan cercana, en su actitud de comprensión y diálogo. El 2 de diciembre de 1960 se reunió en el Vaticano durante una hora con el arzobispo de Canterbury, Geoffrey Francis Fisher. Era la primera vez en más de 400 años, desde la excomunión de Isabel I, que la máxima autoridad de la Iglesia de Inglaterra se reunía con el papa.

Y así serían los frutos del Vaticano II: reforma litúrgica, nueva imagen de Iglesia como comunidad de creyentes, colegialidad episcopal, reconocimiento del pluralismo teológico, diálogo cultural, intraeclesial, e interreligioso, libertad religiosa, solidaridad con las esperanzas y las angustias de los pobres y de cuantos sufren, etc. Su secretario Loris Capovilla, que acaba de ser nombrado cardenal en su ancianidad por el papa Francisco, recordaba que ante su perplejidad  y falta de entusiasmo cuando le comunicó la idea del Concilio, le dijo: “No hay que preocuparse de sí mismo y de quedar bien. En la concepción de las grandes empresas basta con el honor de haber sido providencialmente invitados. Hemos sido llamados a poner en marcha, no a concluir”. El 4 de octubre de 1962, una semana antes de su comienzo, el papa Juan peregrinó en tren a Loreto y a Asís para orar y hacer orar por el Concilio. Ésta fue la primera salida de un papa fuera de la región del Lazio desde la incorporación de Roma al Estado Italiano (1870). El 7 de marzo de 1963 recibió en su estudio privado Vaticano a Alexej Adjubei, yerno del líder soviético Nikita Kruscev, y su esposa Rada. Rada, emocionada y feliz, y dijo al Papa: “Usted tiene las manos grandes y fuertes como los campesinos, igual que mi padre”. En la Crisis de los Misiles de Cuba de octubre de 1962 medió entre John F. Kennedy y Nikita Kruschev. En 1963 recibió el primer premio de la paz de la Fundación Balzan, institución que tenía el objetivo de facilitar la convivencia entre los dos bloques.

Sus dos principales encíclicas fueron la Mater et Magristra (1961) y la Pacem in terris (1963). La Pacem in terris, publicada poco antes de morir, supuso un cambio en la Doctrina Social de la Iglesia al reconocer los derechos humanos como inalienables, la presencia de las mujeres en la vida pública y la toma de conciencia de su dignidad.” “La justicia –afirmaba-, la recta razón y el sentido de la dignidad humana exigen urgentemente que cese ya la carrera de armamentos”. Fue el primer Papa, desde 1870, que ejerció su ministerio de obispo de Roma visitando personalmente las parroquias de su Diócesis.

Las anécdotas cotidianas o florecillas franciscanas de su vida corrieron por todo el mundo. Como el detalle de subir el sueldo a los portadores de la silla gestatoria, entonces en uso, “porque yo peso mucho más que Pío XII”, o el pedir un vaso de vino a unos obreros que trabajaban en los jardines vaticanos y moverlo un poco antes de beber: “Esperad, antes hay que  hay que preparar el vaso”.

Fue emocionante el día que en Sicilia dijo a las multitudes: “Cuando lleguéis a casa, acariciad a vuestros hijos y decidles: Esta es la caricia del Papa”. Su  rostro no era el de un famoso que dice cosas bonitas de cara a la galería. Transparentaba una enorme unidad interior, la del que habla de la abundancia del corazón, del que es uno por dentro, conectado al manantial de la luz y la sabiduría. En una palabra, no había en él ni un ápice de vanidad o “ego”. “Soy uno de vosotros”, decía. Y en realidad lo era.

Desencadenado el cáncer, el médico pontificio, Profesor Gasbarrini, que estuvo con él continuamente, cuenta así sus últimos días: “Varias veces en los días decisivos le escuché decir: Hágase la voluntad de Dios”. E igualmente: “Querido profesor, no se preocupe, tengo mis maletas siempre listas. Cuando sea el momento de mi partida no perderé el tiempo”. Perdió la conciencia solamente al final, pero durante muchos días, en los momentos de lucidez, pudo leer los periódicos, entretener a las visitas, ocuparse hasta del gobierno de la Iglesia. Al final, tuvo fuertes dolores que aguantó con mucha valentía-“. Sus últimas palabras fueron: Ut unum sint: “Que sean uno”. El médico aseguraba que en el momento de su muerte una gran luz inundó la estancia. Sus restos descansan en la basílica de San Pedro y su  fiesta litúrgica quedó fijada el 11 de octubre, día de la apertura del Concilio Vaticano II.

“Nacido pobre, -decía en su hermoso Testamento- pero de familia honrada y humilde, siento particular alegría de morir pobre, tras haber distribuido, según las diversas exigencias y circunstancias de mi vida sencilla y modesta al servicio de los pobres y de la santa Iglesia, que me ha alimentado, cuanto tuve entre manos —en medida bastante limitada— durante los años de mi sacerdocio y de mi episcopado. Apariencias de holgura velaron a menudo ocultas espinas de acongojante pobreza y me impidieron siempre dar con la largueza que hubiera deseado. Agradezco a Dios esta gracia de la pobreza, de la que hice voto en mi juventud: pobreza de espíritu, como sacerdote del Sagrado Corazón, y pobreza real, que me sostuvo para no pedir nunca nada, ni cargos, ni dinero, ni favores. Nunca, ni para mí, ni para mis parientes o amigos”. También a su familia invitaba “a conservar ese temor de Dios que me la hizo siempre tan querida y amada, aunque fuera sencilla y modesta, lo cual nunca me sonrojó. Porque ése es su verdadero título de nobleza”. 
Finalmente el “papa bueno” va ser oficialmente reconocido como “papa santo”.
Concluyo con el soneto en el que intento sintetizar su figura:
          A JUAN XXIII 
Con tono llano y faz de campesino,
como un abuelo que parte su ternura
en la mesa camilla y se apresura
a devolver humano todo lo divino,
y cual pastor sentado en el camino,
que observa desde lejos la premura
de un pueblo que desea la hermosura
que es escanciar un vaso de buen vino,
te sentaste en la plaza con la gente
y sin más ceremonia, como hermano,
abriste las ventanas de la mente,
devolviste a los pobres la alegría,
a este mundo la fe del buen cristiano
y a tu Iglesia un sabor a profecía.
Pedro Miguel Lamet
El alegre cansancio
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