La imagen del pastor –entrañable en la tradición bíblica y, específicamente, en la cristiana- resulta, para la mayoría de nuestros contemporáneos, anacrónica o incluso peligrosa, por las connotaciones que, desde una perspectiva como la nuestra, encierra.
En la Biblia, como en otras sociedades antiguas, la imagen del pastor se aplicaba al rey del pueblo, y evocaba guía y cuidado. Como el pastor, el rey tenía la responsabilidad de conducir al pueblo y velar por él. “El Señor es mi pastor, nada me falta” (Salmo 23).
El cuarto evangelio aplicará la imagen a Jesús. No es extraño que esta alegoría haya dado pie a una espiritualidad y una devoción extensa y profunda a lo largo de toda la historia cristiana. Guía, cuidado y protección conectan profundamente con necesidades básicas del ser humano. Es innegable, también, que esa devoción produjo frutos abundantes de confianza y de compromiso.
La imagen del pastor llegaría a adquirir tal entidad que toda la tarea de la Iglesia habría de recibir la denominación de “pastoral”, incluidos los responsables de la misma, a quienes se designaría “pastores”.
¿A qué se debe que esa misma imagen hoy provoque indiferencia o rechazo? Al propio cambio sociocultural. Para empezar, es comprensible que imágenes propias de una cultura agraria no sean significativas para quienes vivimos en una sociedad industrial avanzada; se ha perdido la referencia.
Pero no es sólo que no sea significativa. Provoca incluso rechazo de entrada porque, en nuestra cultura, evoca actitudes de dominio o, al menos, de paternalismo y del correspondiente “borreguismo”. Poder y sumisión son realidades correlativas, que se reclaman y se sostienen mutuamente.
Un texto de José Antonio Marina lo expresa con claridad:
“En las sociedades orientales antiguas –Egipto, Asiria, Judea- el arquetipo del gobernante es el pastor, que guía y conduce a sus ovejas. Basta que el pastor desaparezca para que el ganado se disperse. Su papel consiste en salvar al rebaño. Esta figura del monarca implica una figura correlativa del súbdito. Es una oveja que no puede dirigir sus actos, no sabe dónde están los pastos y, si no fuera por el pastor, se perdería y se la comería el lobo. Resulta cuando menos anacrónico que la figura del pastor siga usándose en la pastoral cristiana”
(J.A. MARINA, La pasión del poder. Teoría y práctica de la dominación, Anagrama, Barcelona 2008, p. 46).
Este rechazo refleja bien el contraste entre dos maneras de posicionarse el ser humano ante la vida: la pre-moderna, caracterizada por la heteronomía, y la moderna, celosamente autónoma. Dado que el cristianismo nace en una época marcada por aquélla, podemos correr el riesgo de leerlo en aquella clave. Pero no tiene por qué ser así: el creyente ha de ser capaz de distinguir con claridad lo que pertenece al “núcleo” de la fe, y lo que sólo era “forma” histórica propia de un momento cultural concreto.
Enrique Martínez Lozano
Fe Adulta
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