Toda época tiene su fuga mundi. El ser humano localizado en territorios, radicado en el tiempo que le ha tocado vivir, experimenta la tentación epocal de escapar de los horrores que lo amenazan. El miedo colectivo genera guerras, predicciones atroces, voces de vírgenes, inmolaciones masivas lideradas por fanáticos que ofrecen salvaciones extraplanetarias. La buena apocalíptica estimula la lucha contra las adversidades. Contra los imperios, contra los tiranos. Esta apocalíptica es movida por la esperanza del triunfo. La mala apocalíptica, en cambio, inspira una huida del mundo, una fuga mundi.
¿Cuál es la nuestra? La tentación que provoca el covid19. Segunda, la causada por la catástrofe medioambiental, la extinción de las especies y la transformación de la Tierra en un vertedero. Los chilenos, si sumamos a estas la explosión social y la sequía, nos dan ganas de irnos no importa a dónde, de fugarnos. ¿Qué hacer?
Hay dos fugas posibles: una allí afuera, otra acá adentro. La fuga “allí afuera” se da simbólicamente en la calle. Se nos dice: “distancia social”. ¡Quién puede discutir que se trata de una recomendación sensata! El problema es que la tentación de allí fuera, tentación de romper la distancia social, de abrazar a los amigos, de hablarle a alguien en la oreja, es menos grave que la de eternizarse en las distancias o a quedarse a vivir en el mundo virtual. La mayor tentación de la calle es valerse del cumplimiento de una cuarentena tan razonable, terminando por acostumbrarse a huir de los demás; de ese, de esa, que no quiero que me contagie su pena, su necesidad que tiene de mí, de entrar en mi corazón y conmoverme. La peor tentación en la calle es consolidar la segregación social típica de ciudades grandes como Antofagasta, Viña, Santiago, Concepción, Puerto Montt… Porque es lamentable que la crisis del coronavirus multiplique los guetos y nos inmunice contra los contactos más profundos. Nada habrá más triste que creer que una persona es solo una enferma; ni algo más que alguien sano.
La otra tentación ocurre “acá adentro”, en nuestra interioridad. Se trata de la fuga mundi clásica; la de la vida monacal. En el cristianismo, el monacato principió con una huida de las ciudades de aquellos cristianos que rechazaron la unión del Imperio romano con la Iglesia, y se fueron a buscar a Dios a desiertos libres de políticos. En las religiones, en las espiritualidades, pero también en la cultura, se nos ofrece una fuga al interior. Somos tentados de salvarnos de males que nos acechan y aterran, mediante sistemas de evasión. La falsa mística es un caso emblemático de la fuga mundi. Su motivación principal es encontrar el fundamento de la existencia con prescindencia de mediaciones estéticas y éticas, comunitarias y sociales; sin pasar por el prójimo, cargar con él, con su dolor y su capacidad de cuestionar nuestras mentiras, comenzando con nuestra fingida impecabilidad. Para el creyente como para el ateo, la tentación de incursionar “acá adentro” como si solo en el fondo nuestro fuera posible conectarse con nuestra razón de ser, también es engañosa. En su caso esconde un interés por no contactarse con la realidad porque le es amenazante; o porque quiere cínicamente aprovecharse de ella. La cuarentena, el encierro, ofrece un tiempo para la meditación. Pero no cualquier meditación sirve para amar más el planeta, el país, la ciudad y sus periferias.
La fuga mundi es una tentación antigua y vigorosa. Siempre tendrá futuro. Pero es un engaño y hace daño. Es una ilusión pensar que podemos llegar a nosotros mismos, a construirnos como personas y como humanidad, si no interactuamos con los demás, si no nos encargamos de ellos y ellas ni tampoco dejamos ser cargados sobre sus hombros. Pues el peor de los males es el mundo que podemos levantar sin los otros. Sin estos no hay nada que valga la pena. Porque adentro de nosotros mismos, cuando no hay nadie, en realidad no hay nada. Solo olor a opio quemado. Humo y algunos virus en vías de extinción.
Jorge Costadoat sj
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