Sunday, June 23, 2013

Comentario al Evangelio por José María Vegas, cmf. Las diferencias que matan y la muerte que une



Las diferencias que matan y la muerte que une

La persona de Jesús difícilmente deja indiferente a nadie. Incluso quienes se encuentran en cierto sentido en las antípodas de lo que Cristo representa han experimentado la fascinación de su persona, y muchos de ellos han tratado de atraer su figura hacia su propia posición. Los ilustrados del siglo XVIII vieron en Jesús a un maestro de la moralidad racional que ellos defendían, los revolucionarios de todo signo han querido ver en él una encarnación de sus propios ideales de subversión del orden (o desorden) establecido. Hasta el gran profeta del ateísmo y negador radical del cristianismo, Nietzsche, vio en Jesús una de las manifestaciones históricas del superhombre, si bien finalmente fallida. Como personaje histórico que es, Jesús está abierto a las más variadas interpretaciones de su persona y su vida. Aunque, con frecuencia, esas interpretaciones no son más que una proyección de las ideas de quienes las hacen, más que una apertura verdadera al mismo Jesús de Nazaret. También en tiempos de Jesús corrían diversas opiniones sobre su persona, pues tampoco en aquel tiempo dejaba indiferente a casi nadie. Las diversas opiniones sobre la identidad de Jesús tenían sobre todo, como era lógico en aquel tiempo y contexto social, una clave religiosa. De ahí que las respuestas que los discípulos dan a la pregunta inicial de Jesús, “¿qué dice la gente que soy yo?”, apunten a la figura más característica de la experiencia de Israel, el profetismo: Juan el Bautista, Elías, uno de los antiguos profetas. Pero esta primera pregunta no es más que el preámbulo de la verdadera pregunta, la que en realidad importa: “y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”; es decir, tú, ¿qué dices de mí? ¿Quién soy yo para ti? Es una pregunta inevitable, que todo creyente en Cristo tiene que plantearse alguna vez, o, mejor, que Jesús, de un modo u otro, plantea inevitablemente a todo creyente.
Esto es así porque la fe, en muchos casos heredada por tradición, tiene que ser en algún momento asumida personalmente. La pregunta se plantea y puede ser respondida sólo después de un cierto conocimiento de Jesús. Por eso, en la experiencia de muchos de nosotros, no es preciso denigrar, como a veces se hace, el hecho de haber recibido la fe en la infancia, como si esto fuera una pura imposición. Que no lo es necesariamente lo revela el que siempre llega el momento en que hemos de asimilar como propio (o rechazar) el bagaje (no sólo el religioso) recibido en los primeros años de nuestra vida. De hecho, así se puede entender el hecho de que Mateo narre este episodio justamente en la mitad de su evangelio, cuando, tras un breve y aparente éxito inicial, muchos de los que siguieron a Jesús lo han abandonado, y él se dirige a Jerusalén, donde le espera la muerte en Cruz. Se trata de una encrucijada vital en la que los discípulos tienen que definirse y tomar partido.
Lucas, en el texto que hemos leído hoy, subraya otro contexto de la pregunta, no menos importante: es un contexto de oración. Indica, significativamente, que se trata de la oración de Jesús a solas, a una soledad a la que se acercan los discípulos. Es decir, los discípulos rompen la soledad de Jesús (los discípulos verdaderos son lo que no le dejan solo), y, además, se introducen en su misma oración. La oración del cristiano significa participar en la oración de Cristo: retirarse para orar no es apartarse, sino entrar en relación, en primer lugar con Jesús; y, a partir de él, con todo el mundo. Y es, precisamente, este contexto de oración y de relación viva con él el que permite responder adecuadamente a la pregunta. La respuesta de Pedro, en nombre de todos los demás, no es una respuesta estándar, una opinión común, o una mera verdad teórica aprendida en algún libro y sin implicaciones vitales. No expresa lo que “se dice” de Jesús, sino la propia experiencia personal, mi respuesta a la pregunta dirigida a mí. Es decir, esta respuesta es una confesión de fe, que manifiesta una relación profunda de confianza y pertenencia. El que así confiesa habla de un vínculo vital lleno de consecuencias, positivas pero también peligrosas, pues está expresando la voluntad de compartir con el Maestro, en el que se reconoce al Ungido (Cristo) enviado por Dios, su vida y su destino.
El momento de la asunción personal de la fe implica, ciertamente, un paso hacia la madurez de la vida cristiana. No significa esto que se sepa ya todo, que se conozca todo lo que se sigue para la propia vida de esta confesión y este vínculo de fe. Significa que la relación con Cristo ya no es sólo cuestión de herencia cultural, de nacionalidad o de contagio sociológico, sino que es una decisión personal, y una decisión de fe, por la que se deposita la propia confianza en aquel que porta en sí el Reino de Dios y nos abre las puertas a la filiación divina.
Sólo cuando se ha dado este paso hacia la fe madura se puede producir la revelación por parte de Jesús del sentido, extraño y paradójico, de su mesianismo. No se trata de un mesianismo triunfal, que se impone y vence por la fuerza sobre los enemigos, sobre los “demás”, por ejemplo, sobre los que no confiesan su nombre. Al contrario, Jesús empieza a hablar desde este momento (precisamente a sus discípulos, al pequeño círculo de los que han dado este paso de fe) de la necesidad de que el Hijo del hombre sufra, sea rechazado, condenado y entregado a la muerte.
Incluso para los creyentes que han dado el paso de una confesión personal resulta difícil aceptar este extraño mesianismo. Todos tenemos metida hasta los tuétanos la idea de una victoria sobre los que, de un modo u otro, consideramos enemigos o rivales. Sin embargo, si en el caso de Cristo hubiera sido así, si hubiera usado su autoridad y su poder para derrotar, someter o destruir a “otros”, a determinados grupos, por ejemplo, nacionales, como los romanos invasores y ocupantes de su patria, o ideológicos, como los saduceos y los herodianos, detentadores del poder y colaboracionistas, o cualesquiera otros, lo único que habría hecho es instaurar una división más entre los seres humanos, entre “buenos” (en cualquier sentido) y “malos”, entre propios y extraños, entre amigos y enemigos. Al entregarse a la muerte, Jesús, en primer lugar, asume el destino de todos los seres humanos sin excepción, pues todos hemos de pasar por el amargo trance de la muerte; al asumir una muerte violenta e injusta, no se somete simplemente al puro hecho biológico del final del ciclo vital, sino que toca y asume sus raíces morales, ese “no deber ser” con que nos topamos tantas veces en la vida, que algunos padecen con especial crueldad y que pone en cuestión incluso el sentido relativo de nuestro breve paso por este mundo. 
¿No son nuestras cerrazones, nuestros egoísmos, nuestra tendencia a excluir y discriminar por cualesquiera motivos, una de las raíces principales del sufrimiento de los hombres y de las injusticias de nuestro mundo? Somos proclives a levantar murallas físicas, psicológicas, legales, que nos separan de “otros”, considerados indeseables en cualquier sentido. Es evidente que Jesús no ha venido a establecer nuevas fronteras, sino a eliminar y superar precisamente aquellas que son fruto del odio, la discriminación y la injusticia (pues aquí, es claro, no estamos hablando de problemas administrativos ni aduaneros). Pero, si esas fronteras excluyentes e injustas provocan sufrimiento y muerte, Jesús ha asumido ese precio para, removiéndolas, hermanarnos a todos en torno a sí, hijo del Padre, haciéndonos partícipes de su misma filiación. Lo entendió bien Pablo cuando exclama que la fe se expresa en el bautismo, por el que nos revestimos de Cristo y superamos así esas barreras raciales y religiosas, nacionales, sociales y sexuales, de modo que, en él, podemos descubrir los profundos vínculos que nos unen.

Aceptar a Cristo por la fe, como Pedro hoy, significa aceptar el mesianismo de la Cruz, y esto implica aceptar la cruz en nuestra vida cotidiana.  Seguir a Jesús, negarse a sí mismo, tomar la cruz de cada día, todo esto significa asumir el límite propio y ajeno, y no hacer de él una excusa para no amar, para excluir o para aislarse. Existen límites de muy diverso tipo que separan y enfrentan. Asumir el límite y tratar de superarlo es como morir un poco, pues ello comporta sufrimiento. Pero ese es el precio del verdadero amor. Ama de verdad el que está dispuesto a sufrir por la persona amada. Y el que acepta el reto del amor ya no acepta barreras, fronteras y divisiones que nos hacen extraños unos a otros, sino que, sabiendo que no siempre es fácil, que no hay garantías absolutas de éxito, que, en ocasiones, esa forma de vida comportará sufrimiento, pese a todo, vive abierto y dispuesto a reconocer en cualquier hombre o mujer, sin importarle su raza, condición social, ideología o confesión religiosa, a un hermano y hermana suya. Con frecuencia esa actitud tendrá la apariencia de una derrota, de una pérdida, de una negación, pero, al estar vinculada al Cristo en quien hemos depositado nuestra fe y nuestra confianza, y que murió por amor y resucitó para darnos nueva vida, se tratará en realidad de una victoria definitiva, de una ganancia que ya nadie podrá arrebatarnos.
Ciudad redonda

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