Cuando intento llevar adelante un estilo de vida distinto del mayoritario, una de las cuestiones que me planteo es si sirve de algo. Por mucho que procure respetar nuestra casa común, mi comportamiento individual apenas tendrá alguna repercusión que el mundo pueda notar: actualmente somos 7.440.000.000 personas y la incidencia del comportamiento de una de ellas parece insignificante. ¿Qué más da? Sin embargo, es debido al comportamiento de todos, aunque no en la misma medida, por lo que el planeta sufre.
El mito de Sísifo
Seguramente este cuestionamiento me nazca de unamentalidad productivista que está imbuida en el ambiente, por lo que no soy tan contracultural como me quisiera considerar. Resultados, resultados y resultados, eso es lo que cuenta. Desde esta óptica, la imagen que me evoca dicha situación es el mito de Sísifo, que representa un esfuerzo inútil carente de sentido.
Otra mentalidad bien distinta es la que refleja unproverbio africano:
“Cuando un hombre planta árboles a cuya sombra sabe que nunca habrá de sentarse, ha comenzado a entender el sentido de la vida.”
Y es que seguramente la manera en la que desarrollo mi vida contribuye a dotarla de sentido más que a resolver el complejo problema del cambio climático.
El papa Francisco, en el número 212 de su encíclica Laudato si´, nos aporta más luz sobre este asunto:
“No hay que pensar que esos esfuerzos no van a cambiar el mundo. Esas acciones derraman un bien en la sociedad que siempre produce frutos más allá de lo que se pueda constatar, porque provocan en el seno de esta Tierra un bien que siempre tiende a difundirse, a veces invisiblemente. Además, el desarrollo de estos comportamientos nos devuelve el sentimiento de la propia dignidad, nos lleva a una mayor profundidad vital, nos permite experimentar que vale la pena pasar por este mundo.”
De todas formas, vivir como uno piensa, intentar ser coherente con lo que uno cree, cultivar la sensibilidad hacia el sufrimiento de otras personas, dejarse interpelar por el espíritu que nos habita… no considero que suponga un esfuerzo. Más bien es un aprendizaje que consiste en dejar de oponer resistencias, en ser más plenamente lo que uno es, en dejarse llevar hacia donde la vida brota, en estar más consciente en el momento presente.
Este dejar fluir lo que somos se opone al esfuerzo por lograr lo que no somos. Ya en el capítulo 2 del Tao Te Ching, escrito hace unos 2.500 años, se nos dice que
“El sabio puede actuar sin esfuerzo y enseñar sin hablar. Nutriendo las cosas sin poseerlas, trabaja sin buscar recompensa, compite sin perseguir resultados.”
Ya me gustaría que este planteamiento fuera el que me naciera de manera espontánea en lugar de la pregunta acerca de la utilidad, los resultados, las recompensas. Tanto la mentalidad que nos viene de África como la procedente de Asia apuntan en esta dirección.
Al hilo del texto de Francisco, quizá en algún momento de nuestra vida nos surge con mayor fuerza la pregunta acerca de qué sentido tienen nuestros desvelos, si merece la pena haber vivido. Yo encuentro respuesta en el versículo 2 del Salmo 62:
“Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua.”
Cuando miro así lo que vivo, intentando cuidar al planeta y a sus habitantes, ya dejo de percibirlo como insignificante. Cobra una hondura y un peso insospechado. Me conecta con ese Dios del que estoy sediento. Colma mi ansia, reverdece mi sequedad.
Jorge Gallego
entreParéntesis
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