El deseo de oír tu voz (Cristian Castro)
3 de mayo. DOMINGO IV DE PASCUA
Jn 10, 1-10
El portero le abre, las ovejas oyen su voz, él llama a las suyas por su nombre y las saca (v3)
La Biblia insiste sistemáticamente sobre la necesidad de escuchar habitualmente.
“Entonces vino el Señor y se detuvo, y llamó como en las otras ocasiones: ¡Samuel, Samuel! Y Samuel respondió: Habla, que tu siervo escucha” (1 Samuel 3, 10)
“Oíd, pueblos todos, escucha, tierra y cuanto hay en ti; sea el Señor DIOS testigo contra vosotros, el Señor desde su santo templo” (Miqueas 1, 2)
“Pablo se levantó, y haciendo señal con la mano, dijo: Hombres de Israel, y vosotros que teméis a Dios, escuchad” (Pablo 13, 16)
Aunque también es cierto que a veces, como nos recuerda el profeta Nehemías en 9,17, nos empeñamos en rehusar escuchar, y nos olvidamos de las maravillas que Dios hizo entre nosotros y para nosotros.
Y por supuesto, abrir los oídos de nuestro personal redil, escuchar y reconocer la voz del buen pastor, seguir tras él hasta los fértiles pastos de su copiosa palabra.
Y oír también a esa Iglesia de corazón abierto y a sus curas y religiosos que, con motivo del coronavirus, andan estos días volcados repartiendo ayuda moral y económica a cuantos la necesitan, mientras que otros pasan de largo, como le sucedió al hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó, y al que unos ladrones le apalearon dejándole medio muerto, como también entre ellos habido muchos contagiados y algunos fallecidos.
Pero allí acudió la Iglesia entera para cargarle a sus espaldas, llevarle a la posada y darle dos denarios al posadero para que le cuidara.
Todo lo cual es un toque de atención a las personas, que nos invita a unirnos a esta Misa Universal que todos celebramos, que todos compartimos que todos recibimos, cada uno desde donde esté y cómo desee unirse.
Y después de terminar nuestra misa, a que escuchemos en nuestro corazón las palabras que nos dice Jesús, que nos decimos nosotros mismos y que los demás dejan llover sobre nosotros.
Cuando lo hacemos, la cosecha de gracia está abundantemente garantizada.
Mi libro de poemas Soliloquios, nos brinda esta monotónica canturria:
DE GRILLOS Y CIGARRAS
Tumbado en la pradera de la vida
miré al lejano cielo y no vi nada.
miré al lejano cielo y no vi nada.
Las cigarras del robledal cercano
me advirtieron:
me advirtieron:
“¿No ves que es pleno día?¿Que cuando en la tierra se ve todo, apenas se ve nada sobre el cielo?”
Su yérmica y monótona canturria,
aprendida en la escuela de un cenobio,
sumido me dejó en profundo sueño.
aprendida en la escuela de un cenobio,
sumido me dejó en profundo sueño.
Me despertó un acunar de grillos,
que desde la pradera se entonaba.
que desde la pradera se entonaba.
Su canción me decía:
“Mira al cielo”.
Miré al lejano cielo y no vi nada.
Me quejé ante los grillos, pero ellos
hicieron oídos sordos a mi queja.
Miré al lejano cielo y no vi nada.
Me quejé ante los grillos, pero ellos
hicieron oídos sordos a mi queja.
Siguieron con su yérmica canturria
aprendida también en un cenobio
y sumido quedé de nuevo en sueño:
en él soñé con grillos y cigarras.
¡Qué cutre me sentí mirando al cielo!
aprendida también en un cenobio
y sumido quedé de nuevo en sueño:
en él soñé con grillos y cigarras.
¡Qué cutre me sentí mirando al cielo!
Vicente Martínez
Fe Adulta
Fe Adulta
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