Wednesday, April 21, 2010

Pederastia y corrupción


La polémica sobre los casos de pederastia cometidos en el pasado por sacerdotes o religiosos en diversos países europeos, y el tratamiento que se le ha dado desde las altas instancias eclesiales, está marcando la actualidad mediática de los últimos meses. A los creyentes -como a cualquier mortal- nos duele este tipo de hechos, sobre todo en aquellos casos en los que se cuestionan respuestas tibias de quienes tenían que haber sancionado esas prácticas, ponerlas en conocimiento de la autoridad judicial y, sobre todo, abordarlas de frente.

Al hilo de estos casos, viene a mi mente que este tipo de actuaciones no se circunscriben a la Iglesia, sino que, desgraciadamente, es una constante en otro tipo de organizaciones. Recuerdo que hace unos pocos años en mi Región, un claustro de profesores detectó un posible caso de abusos deshonestos de un profesor. Lo puso en conocimiento de las autoridades educativas y éstas resolvieron el caso trasladando al implicado a un centro rural. Craso error. Las prácticas de pederastia se repitieron en ese entorno aislado hasta que los padres denunciaron al maestro en cuestión, lo que provocó su ingreso en la cárcel.
¿Qué responsabilidad tenía la Consejería de Educación? Una muy grave. Tan grave como la que hayan podido cometer algunos pastores con el traslado a destinos diferentes a clérigos denunciados por estos mismos delitos, sin tratar de cortar de raíz el hecho o no comunicarlo a la Justicia.
Pero voy más allá. El tratamiento que la Iglesia ha dado a una buena parte de estos casos no es muy diferente al que los partidos políticos dan a los casos de corrupción que aparecen en sus filas. O en el mundo empresarial, cuando aparecen casos de irregularidades, fraudes, etc. cometidos por destacados personajes de este mundo. Y la lista de entidades puede ser más amplia. En todas ellas se observa una práctica común: ocultar los delitos por un supuesto afán de proteger a la institución del escándalo público. Para ello se emplea una política de comunicación nefasta, sin abordar la crisis desatada de frente y con inteligencia. En comunicación institucional hay un área que se denomina comunicación de crisis, que habitualmente se pone en práctica ante los hechos consumados. No se prevé con valentía que las crisis son oportunidades para demostrar que la organización está preparada para afrontar situaciones difíciles. Algo de esto ha sucedido en los casos que nos ocupan. Pero si añadimos que las entidades afectadas tienen un papel moral y ejemplarizante añadido, las respuestas tibias -o peor, inmorales- dicen mucho de quienes están al frente de las mismas.
En el caso de la política, los partidos tratan de desviar la atención, niegan la mayor, y protegen a los causantes de tales desaguisados hasta el final. Con el paraguas de la presunción de inocencia se pretende cubrir las prácticas ilegales y, por supuesto, inmorales de quienes las cometen. Y al final, sus responsables no se dan cuenta de que la institución aparece dañada en su misma esencia y que consiguen que los ciudadanos metan a todos en el mismo saco, y lo que es más dañino, que la política sea vista como una actividad innoble que sólo sirve para que unos se enriquezcan a costa del resto de la sociedad.
Creo que ese resultado es el peor que podemos obtener. Los creyentes, si nuestra Iglesia permanece inactiva y mirando para otro lado ante un problema de este tipo. Los ciudadanos, si los partidos políticos no toman cartas en el asunto ante los casos de corrupción. O si la Justicia y el mundo económico trata de justificar lo injustificable, siendo ágiles a la hora de combatir las prácticas que no se ajustan a la Ley, a la ética y a la responsabilidad corporativa que cada una de ellas tiene en el engranaje social.
Pedro José Navarro
Al cabo de la calle
21

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