Luz, cámara, acción. “Somos espectáculo”, decía Pablo de Tarso. ¿Diría hoy que somos un reality show? Antes lo éramos para nuestra familia, los vecinos, compañeros de trabajo, amigos y conocidos. Ahora eso a mucha gente no le satisface. Asistimos a un aluvión de actores y actrices espontáneos que se vuelven locos por los focos la televisión, los programas de confesiones públicas y los blogs de Internet.
Lo que antes se decía sólo en susurro a la rejilla de un confesonario (los católicos, se entiende, que no eran pocos en nuestro país), o ante el amigo íntimo o un familiar muy querido, se pregona hoy a diestro y siniestro. Señoras del pueblo, “marías” como las llama la gente, se van a la peluquería, se endosan su vestido de lamé, con tal de salir en la tele una tarde, y largan ante las cámaras su vida más privada: sus amores prohibidos, sus hijos secretos, sus traumas de infancia, los rencores a sus padres, los pecado ocultos. No faltan incluso los que se someten voluntariamente a una “máquina de la verdad” que, a cambio de notoriedad y en algunos casos de dinero, son investigadas hasta en sus deseos más inconfesables.
Otros, al amparo de la madrugada, sueltan el talego de las penas en una emisora que lanza a las ondas confidencias cuanto más morbosas y escandalosas mejor. No faltan los que teclean en su ordenador datos de su vida privada para airearlas por Internet. ¿A qué se debe este streep teese espiritual en público? ¿Es un sustituto del confesor, del psiquiatra, del amigo que no existe? Los expertos nos responden que, más o menos conscientemente, buscan terapia, ordenar y verbalizar sus mundos oscuros, liberarse de algún modo. Que detrás hay mucho aislamiento de personas solitarias. Pero también, sin duda, una necesidad de notoriedad.
Si el hombre ha sido siempre espectáculo para el hombre, ahora la omnipresencia de los medios de comunicación, el protagonismo desmedido que damos a los famosos y la necesidad de ser alguien, aunque fuere por unos minutos, les lleva también a este desnudamiento ante el mundo. Algo que los medios explotan a veces sin conciencia ni el menor recato. “Cuente, cuente usted sin miedo”, que así los espectadores no cambiarán de canal o de emisora.
No faltan los que mienten exagerando hasta “sus pecados”. Si eso me da audiencia, ¡qué importa! Si eso me cura de mi soledad, vale. Lo que en un tiempo era una vergüenza se convierte de pronto en un mérito. De este modo se subvierte el orden moral y se presume incluso del vicio, de la tragedia o la frustración. Se trata pues de un nuevo fenómeno poema de Julián del Casal, que se titula precisamente así, ”Confidencia”:
—¿Por qué lloras, mi pálida adorada
Y doblas la cabeza sobre el pecho?
—Una idea me tiene torturada
Y siento el corazón pedazos hecho.
—Dímela: —¿No te amaron en la vida?
—¡Nunca! —Si mientes, permanezco seria.
—Pues oye: sólo tuve una querida
Que me fue siempre fiel, —¿Quién? —La Miseria.
Puede parecer pesimista. Pero esta realidad trágica de los solitarios de la llamada sociedad del bienestar tiene, como culaquier planeta, otra cara bañada de sol. La gente necesita compañía, un poco de amor, una realización leve, la ráfaga de un foco que la ilumine, y sobre todo el calor de una cercanía humana. En todo caso revela
Pedro Miguel Lamet
El alegre cansancio
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