Un hospital es una ventana abierta a un mundo al que muy poca gente tiene acceso, donde los sentimientos se hallan a flor de piel porque estamos en contacto directo con la vida y la muerte, y ahí pocas defensas racionales tenemos las personas. Les contaré dos anécdotas de mi vida como médico y comprenderán fácilmente a qué me refiero.
Siempre me impresionan los acompañantes y familiares de los pacientes. A veces pienso que sufren más que los pacientes mismos. Viven día a día el sufrimiento de la persona querida, muchas veces sin poder hacer demasiado por aliviarlo, soportan largas horas de espera y silencio, incomodidades, frustraciones, malas noticias, en muchas ocasiones en absoluta soledad.
Recuerdo una hija que acompañaba a su padre, día a día y semana a semana, en el curso de una enfermedad cancerosa. Debía tener unos 35 años. Yo la veía todas las mañanas, al llegar temprano a la sala, tomando un café de la máquina, tras las largas horas de vigilia. Por la noche, en mis días de guardia, a veces salía a pasear un rato al pasillo o se sentaba en la sala común a ojear una revista. Yo no llevaba personalmente a su padre, pero por su expresión intuía que la evolución no era buena. Alguna vez me detuve a saludarla y a interesarme por su familiar: ella me transmitió su esperanza al principio, su desolación más tarde. Siempre le deseaba buenos días al llegar y le sonreía al pasar, en ese ir y venir por un hospital que resulta tan cotidiano cuando se pasan horas y horas en él. Con la sonrisa intentaba transmitirle algo de ánimo y una com-pasión que hubiese debido haber hecho más explícita.
Desdichadamente, me tocó estar de guardia el día en que su padre murió. Durante toda su estancia había estado sola, y así fue en aquel trance. Yo la consolé lo mejor que supe y pude, haciéndole presente lo bien que había cuidado a su padre, con aquella dedicación y cariño que me admiraba, diciéndole que debía estar orgullosa por ello y que yo era testigo del enorme cariño que ella le había prodigado. Cuando ya hube firmado el certificado de defunción y le dije que no había más trámites, ella me dijo “Doctor, gracias por sus sonrisas de todo este tiempo”. Recuerdo claramente su rostro al decirlo, todavía bañado por las lágrimas.
Desde entonces, además de saludar a todos los familiares con quienes me cruzo cuando llego al hospital o me marcho, o desearles “buen provecho” cuando los veo comiendo sus bocadillos en un banco del pasillo, intento sonreír lo que mi ánimo me permite, en la esperanza de que no se sientan tan solos en un lugar tan duro y hostil como puede ser un hospital. Ignoro si consigo transmitir algo, como parece sí logré hacer con aquella muchacha que tanto quiso y tan bien cuidó a su padre.
La otra historia que hoy les narraré tiene un protagonista masculino. Era un paciente remitido por un dolor de cabeza persistente y palpitaciones. Un tiempo antes había sido operado y tenía serias secuelas físicas externas. Le hice las preguntas habituales, lo exploré cuidadosamente e intuí que no encontraría ninguna causa orgánica para su dolor, aunque ciertamente me aseguraría mediante análisis y un TAC craneal (especie de radiografía de la cabeza que “corta” en rodajas el cerebro y nos da muchos datos sobre él). Con los años uno adquiere un sexto sentido que te dice quién va a tener una enfermedad digamos “física” y quién de otra naturaleza: en aquel caso, el patrón del dolor, cómo lo explicaba y la normalidad en la exploración me indicaban que el dolor no venía del cuerpo.
Cuando le hube explicado cómo pensaba estudiar su cefalea, le hice algunas preguntas sobre la operación previa. Deduje que la enfermedad y la subsiguiente cirugía habían arruinado su matrimonio y su vida: su esposa le había abandonado a raíz de las secuelas, además había perdido su trabajo. No era muy difícil imaginar la causa de su dolor: no venía de las estructuras cerebrales, sino de eso que los creyentes llamamos alma, muy diferente y mucho más profundo que aquello que los psicólogos llaman “mente” o psyche en griego. El dolor del alma no se alivia con analgésicos, por potentes que sean. Entonces le miré y le dije: “Usted está sufriendo mucho ¿verdad?”.
Aquel hombretón, de unos 1.80 de estatura, se “rompió” en aquel momento: estalló en sollozos y reconoció el infierno en el que vivía, sin trabajo y sin esposa. Les aseguro que no fue fácil mantener el tipo, máxime cuando sé por experiencia propia qué significan algunas de esas pérdidas.
Aun cuando los antidepresivos que le prescribí ayudaron y la normalidad de los exámenes también le dio confianza, creo que reconocer lo que en realidad le ocurría fue lo que le alivió. Hoy lo veo de tanto en tanto y está mucho mejor, no le duele ya la cabeza ni tiene palpitaciones. Tal vez sólo le falta encontrar una mujer que le quiera y le merezca de veras.
Los sentimientos de las personas son iguales sea cual sea el color de su piel, sus creencias políticas, su credo, religión, historia pesonal o posición social. Como afirma mi maestra Elisabeth Kübler-Ross, estoy convencido de que todos venimos de la misma fuente y volvemos a la misma fuente, llamémosle Dios como hacemos los creyentes, Madre Tierra o Conciencia Cósmica. Todos somos bendecidos y guiados. Nuestra tarea en el mundo es ayudarnos unos a otros en nuestro periodo vital, sea éste más largo o más corto, compartiendo la risa y el llanto, el gozo y el dolor del camino. Esto es una verdad universal que creo está por encima de cualquier otra. Se lo dice una persona que ha visto morir a cientos de hombres y mujeres, que ha aliviado y acompañado agonías, sufrido y sonreído con sus pacientes y con sus propias vicisitudes personales. Sólo el amor y la amistad hacen que la vida merezca la pena.
Les ruego que recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.
Ángel García Forcada
Confesiones de un médico
21
No comments:
Post a Comment