La activista asesinada ayer en Honduras participó en octubre de 2014 en el encuentro del Papa con los Movimientos populares. Y era un ícono de las denuncias contra las violencias que sufren los indígenas
El 28 de octubre de 2014 también estuvo en el Vaticano, escuchando a Papa Francisco pronunciar el célebre discurso de las «tres ’T’»: Tierra, Techo y Trabajo. En una fotografía de aquel primer encuentro mundial de los Movimientos populares aparece Berta Cáceres al lado del Papa, vestida con una prenda característica de los indígenas lenca. A menos de un año y medio de distancia esta mujer hondureña fue asesinada brutalmente en su casa en La Esperanza. Y los movimientos ambientalistas de todo el mundo lloran su muerte.
Fue atacada debido a las batallas que ha combatido durante años con los lenca en Honduras en contra dela presa de Agua Zarca, una mega estructura hidroeléctrica apoyada por China y el Banco Mundial que representó para cientos de indigenas la pérdida de acceso al agua y a las fuentes de las que desde siempre se abastecían. Y al final la batalla fue vencida, pues los socios internacionales del proyecto abandonaron las obras; pero también costó sangre, debido a los intereses millonarios que se desvanecieron. Es el enésimo ejemplo de uno de los martirios menos visibles en el mundo de hoy: el de los activistas que, principalmente dentro de las comunidades indígenas, luchan por los valores que afirmó Francisco en la encíclica «Laudato si’».
Son muertos que confirman violentamente la idea principal de la Encíclica: el vinculo indisoluble entre la defensa del medio ambiente y la justicia social, entre la custodia de la creación y la custodia del hermano. La de Berta Cáceres es una muerte que llega a tres semanas del fuerte grito que lanzó Francisco desde San Cristóbal de las Casas, en México, por la defensa de las poblaciones indígenas: «muchas veces, de modo sistemático y estructural, sus pueblos han sido incomprendidos y excluidos de la sociedad. Algunos han considerado inferiores sus valores, sus culturas y sus tradiciones. Otros, mareados por el poder, el dinero y las leyes del mercado, los han despojado de sus tierras o han realizado acciones que las contaminaban. ¡Qué tristeza! Qué bien nos haría a todos hacer un examen de conciencia y aprender a decir: ¡Perdón!, ¡perdón, hermanos! El mundo de hoy, despojado por la cultura del descarte, los necesita».
Y justamente hay que situar el asesinato de Berta Cáceres dentro de esta cultura del descarte. No se trata de un fenómeno circunscrito a dinámicas locales, sino el epicentro mismo de un drama mucho más amplio. Según un informe que presentó «Global Witness» el año pasado, cada semana en el mundo dos personas son asesinadas por tratar de defender la tierra. Y Honduras, con sus 101 activistas ambientalistas asesinados entre 2010 y 2014, es el país con el mayor número de homicidios de este tipo en el mundo. El informe de «Global Witness» indicaba que Berta Cáceres era uno de los objetivos más claros: «Desde 2013 tres de sus colegas fueron asesinados por sus protestas en contra de la construcción de la presa de Agua Zarca, que amenaza con dejar a cientos de indios lenca sin una fuente vital para su supervivencia. En su contra se han construido acusaciones criminales y dos de sus tres hijos abandonaron Honduras debido a las preocupaciones por su seguridad». Berta Cáceres misma, pocas semanas antes de la publicación del informe, al recibir el premio Goldman (uno de los más prestigiosos reconocimientos para los activistas que defienden el medio ambiente en el planeta), denunció claramente estas amenazas.
Por ello se comprende la durísima postura que ha adoptado Radio Progreso, la transmisora de los jesuitas del país, que ayer acusó sin medias tintas a las autoridades del Estado de la corresponsabilidad de este asesinato. «No ofreció ninguna protección a Berta, como había pedido la Comisión Interamericana para los Derechos Humanos —se lee en una nota—, no investigó sobre las amenazas ni sobre las molestias en su contra por parte de la policía, de los militares y de los paramilitares, agudizó su vulnerabilidad criminalizándola mediante procedimientos ilegales, no respetó el derecho del pueblo lenca de ser consultado sobre cualquier proyecto realizado en sus territorios».
La historia d Berta Cáceres en Honduras es la historia de un martirio que continúan en otros sitios. E involucra realidades relacionadas con las Iglesias, que a menudo están en primera línea. En nombre más conocido es el de sor Dorothy Stang, religiosa estadounidense de las Hermanas de Nuestra Señora de Namour, asesinada en el Estado de Pará en la Amazonia en 2005 por su compromiso en la defensa de la selva. Es muy semejante al asesinato de la muerte de Berta Cáceres la historia del padre Fausto Tentorio, misionero italiano del Pime asesinado en octubre de 2011 en Mindanao (Filipinas) por su compromiso en la defensa de las tierras de los manobo, una población local tribal. Un homicidio sin culpables.
La historia de Tentorio expresa otro aspecto muy doloroso: estos asesinatos nunca son aislados. Detrás del misionero o del líder asesinado que llama la atención de los medios de comunicación en todo el mundo hay muchas otras muertes o gestos de violencia que pasan inobservados o en la absoluta indiferencia. El último episodio en Filipinas fue hace pocos días: una de las comunidades por las que perdió la vida el padre Tentorio está luchando la enésima batalla. Para protestar en contra de la militarización en sus territorios de la jungla (que con el pretexto de la lucha contra la guerrilla marxista de los Npa se convierte a menudo en una ocasión para cerrar escuelas y dividir a las localidades, con tal de abrir el camino a las empresas que extraen madera o minerales), los manobo llevan dos meses acampando en las estructuras de una iglesia evangélica de Davao, la capital de Mindanao. Hace algunas noches, desconocidos incendiaron algunas de sus tiendas. La avidez de los que no aceptan obstáculos para alcanzar el propio objetivo de explorar sin limites los últimos rincones vírgenes de la tierra no tiene límites. Esos mismos sobre los que Papa Francisco lanzó un fuerte grito con su encíclica «Laudado si’». Pero, ¿está dispuesto a escucharlo verdaderamente el mundo de hoy?
Fue atacada debido a las batallas que ha combatido durante años con los lenca en Honduras en contra dela presa de Agua Zarca, una mega estructura hidroeléctrica apoyada por China y el Banco Mundial que representó para cientos de indigenas la pérdida de acceso al agua y a las fuentes de las que desde siempre se abastecían. Y al final la batalla fue vencida, pues los socios internacionales del proyecto abandonaron las obras; pero también costó sangre, debido a los intereses millonarios que se desvanecieron. Es el enésimo ejemplo de uno de los martirios menos visibles en el mundo de hoy: el de los activistas que, principalmente dentro de las comunidades indígenas, luchan por los valores que afirmó Francisco en la encíclica «Laudato si’».
Son muertos que confirman violentamente la idea principal de la Encíclica: el vinculo indisoluble entre la defensa del medio ambiente y la justicia social, entre la custodia de la creación y la custodia del hermano. La de Berta Cáceres es una muerte que llega a tres semanas del fuerte grito que lanzó Francisco desde San Cristóbal de las Casas, en México, por la defensa de las poblaciones indígenas: «muchas veces, de modo sistemático y estructural, sus pueblos han sido incomprendidos y excluidos de la sociedad. Algunos han considerado inferiores sus valores, sus culturas y sus tradiciones. Otros, mareados por el poder, el dinero y las leyes del mercado, los han despojado de sus tierras o han realizado acciones que las contaminaban. ¡Qué tristeza! Qué bien nos haría a todos hacer un examen de conciencia y aprender a decir: ¡Perdón!, ¡perdón, hermanos! El mundo de hoy, despojado por la cultura del descarte, los necesita».
Y justamente hay que situar el asesinato de Berta Cáceres dentro de esta cultura del descarte. No se trata de un fenómeno circunscrito a dinámicas locales, sino el epicentro mismo de un drama mucho más amplio. Según un informe que presentó «Global Witness» el año pasado, cada semana en el mundo dos personas son asesinadas por tratar de defender la tierra. Y Honduras, con sus 101 activistas ambientalistas asesinados entre 2010 y 2014, es el país con el mayor número de homicidios de este tipo en el mundo. El informe de «Global Witness» indicaba que Berta Cáceres era uno de los objetivos más claros: «Desde 2013 tres de sus colegas fueron asesinados por sus protestas en contra de la construcción de la presa de Agua Zarca, que amenaza con dejar a cientos de indios lenca sin una fuente vital para su supervivencia. En su contra se han construido acusaciones criminales y dos de sus tres hijos abandonaron Honduras debido a las preocupaciones por su seguridad». Berta Cáceres misma, pocas semanas antes de la publicación del informe, al recibir el premio Goldman (uno de los más prestigiosos reconocimientos para los activistas que defienden el medio ambiente en el planeta), denunció claramente estas amenazas.
Por ello se comprende la durísima postura que ha adoptado Radio Progreso, la transmisora de los jesuitas del país, que ayer acusó sin medias tintas a las autoridades del Estado de la corresponsabilidad de este asesinato. «No ofreció ninguna protección a Berta, como había pedido la Comisión Interamericana para los Derechos Humanos —se lee en una nota—, no investigó sobre las amenazas ni sobre las molestias en su contra por parte de la policía, de los militares y de los paramilitares, agudizó su vulnerabilidad criminalizándola mediante procedimientos ilegales, no respetó el derecho del pueblo lenca de ser consultado sobre cualquier proyecto realizado en sus territorios».
La historia d Berta Cáceres en Honduras es la historia de un martirio que continúan en otros sitios. E involucra realidades relacionadas con las Iglesias, que a menudo están en primera línea. En nombre más conocido es el de sor Dorothy Stang, religiosa estadounidense de las Hermanas de Nuestra Señora de Namour, asesinada en el Estado de Pará en la Amazonia en 2005 por su compromiso en la defensa de la selva. Es muy semejante al asesinato de la muerte de Berta Cáceres la historia del padre Fausto Tentorio, misionero italiano del Pime asesinado en octubre de 2011 en Mindanao (Filipinas) por su compromiso en la defensa de las tierras de los manobo, una población local tribal. Un homicidio sin culpables.
La historia de Tentorio expresa otro aspecto muy doloroso: estos asesinatos nunca son aislados. Detrás del misionero o del líder asesinado que llama la atención de los medios de comunicación en todo el mundo hay muchas otras muertes o gestos de violencia que pasan inobservados o en la absoluta indiferencia. El último episodio en Filipinas fue hace pocos días: una de las comunidades por las que perdió la vida el padre Tentorio está luchando la enésima batalla. Para protestar en contra de la militarización en sus territorios de la jungla (que con el pretexto de la lucha contra la guerrilla marxista de los Npa se convierte a menudo en una ocasión para cerrar escuelas y dividir a las localidades, con tal de abrir el camino a las empresas que extraen madera o minerales), los manobo llevan dos meses acampando en las estructuras de una iglesia evangélica de Davao, la capital de Mindanao. Hace algunas noches, desconocidos incendiaron algunas de sus tiendas. La avidez de los que no aceptan obstáculos para alcanzar el propio objetivo de explorar sin limites los últimos rincones vírgenes de la tierra no tiene límites. Esos mismos sobre los que Papa Francisco lanzó un fuerte grito con su encíclica «Laudado si’». Pero, ¿está dispuesto a escucharlo verdaderamente el mundo de hoy?
Vatican Insider
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