Rio de Janeiro, 31 de octubre de 2012.
Los huracanes se ven distintos según desde donde los miras. He pasado huracanes en casas bien construidas. Era casi una diversión asomarse por los visillos de las ventanas y ver las cosas volando, sentir el rugir del viento pegando contra las paredes de cemento, oír la lluvia enfurecida y verla inundar las calles convertidas en ríos. He vivido también huracanes desde las débiles construcciones del barrio. Viendo volar techos de zinc y caer paredes de madera podrida. Mirando tronar el rio enfurecido creciendo amenazadoramente hacia las débiles viviendas.
El Vaticano II fue un pentecostés eclesial, en el que la Iglesia abrió sus ventanas para dejar que el Espíritu entrara como un viento fuerte, como un huracán. La casa, aunque milenaria, resistió bien. Pero muchas maderas apolilladas se deshicieron. A algunos les entró pánico. Otros agradecieron la oportunidad de sustituir lo ya vencido, de renovar la casa, y la vieron fortalecida. Aunque siempre las pérdidas son dolorosas, hizo posible respirar aire fresco, iluminar los rincones oscuros, renovar lo ya envejecido. La casa ahora vive con las ventanas abiertas, aunque algunos tienen miedo del viento y la lluvia.
Celebrar el medio siglo de este acontecimiento es motivo para la acción de gracias y para escuchar la voz de Dios en la historia vivida. Todas las instancias eclesiales han hecho sus recorridos al impulso de aquel Concilio: la Iglesia Latinoamericana, de Medellín a Aparecida. Y muchas otras. También la Compañía, de la Congregación General 31 a la 35, incluyendo la experiencia de la Congregación de Procuradores en Nairobi.
La Iglesia conmemora el Concilio con la celebración del Sínodo sobre Nueva Evangelización. Desde entonces, el cambio cultural en el mundo que nos rodea se ha acelerado. Las nuevas tecnologías nos han hecho avanzar hacia un mundo globalizado y secular. Un mundo en el que Dios parece ausente. Un mundo que quiere borrar su nombre, sus símbolos, pero que sigue admirándose ante el misterio, añorando el amor como estilo de relación y buscando las energías espirituales que nos hacen vivir.
Queremos escuchar las preguntas que el mundo nos hace, aunque no tengamos todas las respuestas. Queremos perder el miedo para vivir en la libertad de los hijos de Dios, que sienten la confianza de quien se sabe amado. Queremos ponernos al servicio de la fe que responde en profundidad las interrogantes de la vida haciendo la justicia y la paz. Queremos situarnos como hermanos en un mundo cada vez más intercultural e interreligioso.
Aquel Concilio que recreó nuestra visión de la Iglesia nos hizo descubrir el papel del laicado y hoy nos llama a vivirlo desde una nueva forma de colaboración en nuestra misión.
Aunque aún sigamos queriendo meter el vino nuevo en odres viejos, gracias a Dios, los sigue rompiendo para anunciarnos la novedad de Dios. Y vamos descubriendo que como la sal, lo importante no es que seamos muchos, sino que no perdamos el sabor.
En este aniversario del Concilio el Proyecto Apostólico Común (PAC) tiene que ser una oportunidad de recrearnos sin miedo, de abrir las ventanas y dejar que el Espíritu nos invada. Tiempo de escucha del susurro de Dios, de contemplación, de discernimiento. Es tiempo también de acción y renovación.
Con esta libertad tenemos que enfrentarnos a los retos del presente: ¿cómo reestructurarnos para responder mejor a los retos del presente?; ¿cómo renovarnos espiritual y comunitariamente para asumir estos desafíos?; ¿cómo servir la fe y promover la justicia en este mundo cambiante?; ¿cómo liberarnos de nuestros miedos y prejuicios?
La vigésimo quinta asamblea de la CPAL quiere continuar este proceso de renovación de la Iglesia y la Compañía desde dos contextos concretos: el Informe sobre el Estado de la Compañía y el Proyecto Apostólico Común. Confiamos que el Señor nos seguirá iluminando el camino.
Jorge Cela, S.J.
Presidente de la CPAL
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