El arzobispo de Canterbury, en el Sínodo
Invitado personalmente por Benedicto XVI
(Romereports.com).- El arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, participó esta mañana en el Sínodo de Obispos, ante el Papa y los 262 obispos católicos presentes. Benedicto XVI invitó personalmente al primado anglicano a participar en encuentro.
"Para mucha gente de mi generación, incluso más allá de los límites de la Iglesia Católica Romana, el Concilio fue un signo de gran promesa, un signo de que la Iglesia era suficientemente fuerte para plantearse cuestiones difíciles en cuanto a su cultura y sus estructuras y si éstas eran las adecuadas para la tarea de compartir el Evangelio con la compleja, a menudo rebelde y siempre inquieta mente del mundo moderno".
Como recuerdo, le regaló una reproducción de la puerta de San Pedro en la que están esculpidos los momentos más importantes del Concilio Vaticano II.
Una de las principales novedades del Concilio Vaticano II fue precisamente el impulso del diálogo y la colaboración con el resto de confesiones cristianas.
Discurso del líder de la Iglesia anglicana, Rowan Williams, en el Sínodo de obispos
11 de octubre, 2012. (Romereports.com) (-SÓLO VÍDEO-) El principal líder de la Iglesia anglicana, Rowan Williams, ha participado en el Sínodo para la Nueva Evangelización ante 262 obispos católicos.
El arzobispo de Canterbury dijo que el Concilio Vaticano II fue un redescubrimiento del mensaje del evangelio. Además explicó que produjo una renovación dentro de la Iglesia católica y un aumento de su credibilidad ante el mundo.
VER TEXTO COMPLETO:
Su Santidad,
Reverendos Padres,
Hermanos y hermanas en Cristo,
Queridos amigos: Es para mi un honor haber sido invitado por el Santo Padre para hablar en esta asamblea: como dice el Salmista, ‘Ecce quam bonum et quam jucundum habitare fratres in unum’. La asamblea del Sínodo de los obispos para el bien del pueblo de Cristo es una de esas disciplinas que sostienen la salud de la Iglesia de Cristo. Hoy, en especial, no podemos olvidar la gran asamblea de ‘fratres in unum’ que fue el Concilio Vaticano II, que hizo tanto por la salud de la Iglesia, ayudándola a recuperar mucha de la energía necesaria para la proclamación de la Buena Nueva de Jesucristo de un manera eficaz en nuestro tiempo. Para mucha gente de mi generación, incluso más allá de los límites de la Iglesia Católica Romana, el Concilio fue un signo de gran promesa, un signo de que la Iglesia era suficientemente fuerte para plantearse cuestiones difíciles en cuanto a su cultura y sus estructuras y si éstas eran las adecuadas para la tarea de compartir el Evangelio con la compleja, a menudo rebelde y siempre inquieta mente del mundo moderno.
El Concilio fue, en muchos aspectos, un redescubrimiento de la inquietud y pasión evangélica, centrada no sólo en la renovación de la propia vida de la Iglesia, sino también en su credibilidad en el mundo. Textos como Lumen gentium y Gaudium et spes ofrecieron una visión fresca y gozosa de cómo la inmutable realidad de Cristo vivo en su Cuerpo en la tierra, a través del don del Espíritu Santo, puede hablar con palabras nuevas a la sociedad de nuestro tiempo, e incluso a quienes pertenecen a otros credos. No es sorprendente que, cincuenta años después, sigamos debatiendo sobre algunas de las mismas cuestiones e implicaciones del Concilio. Y pienso que la preocupación de este Sínodo por la nueva evangelización es parte de esa exploración continua de la herencia del Concilio.
Pero uno de los aspectos más importantes de la teología, según el Vaticano II, era la renovación de la antropología cristiana. En lugar de la narración neoescolástica, a menudo tergiversada y artificial, sobre cómo la gracia y la naturaleza se relacionan en la constitución del ser humano, el Concilio amplió los importantes elementos de una teología que volvía a fuentes más tempranas y ricas: la teología de algunos genios espirituales como Henri de Lubac, quien nos recordó lo que significaba para el Cristianismo primitivo y medieval hablar de la humanidad hecha a imagen de Dios y de la gracia como la perfección y transfiguración de esa imagen, durante mucho tiempo revestida de nuestra habitual ‘inhumanidad’. Bajo esta luz, proclamar el Evangelio es proclamar que por lo menos es posible ser adecuadamente humano: la fe Católica y Cristiana es un ‘verdadero humanismo’, tomando una frase prestada de otro genio del siglo pasado, Jacques Maritain.
Sin embargo, Lubac es muy claro sobre lo que esto no significa. Nosotros no sustituimos la tarea evangélica por una campaña de ‘humanización’. ‘¿Humanizar antes de Cristianizar?’, pregunta él. ‘Si la empresa tiene éxito, el Cristianismo llegará muy tarde: le quitarán el puesto. ¿Y quién piensa que el Cristianismo no humaniza?’. Así escribe Lubac en su maravillosa colección de aforismos, Paradojas. Es la fe misma quien forma el trabajo de humanización y la empresa de humanización estaría vacía sin la definición de humanidad dada en el Segundo Adán. La evangelización, primitiva o nueva, debe estar enraizada en la profunda confianza de que poseemos un destino humano inconfundible para mostrar y compartir con el mundo. Hay muchas maneras de decirlo, pero en estas breves observaciones quiero concentrar un único aspecto en particular.
Ser completamente humano es ser recreado en la imagen de la humanidad de Cristo; y esta humanidad es la perfecta ‘traducción’ humana de la relación entre el Hijo eterno y el Padre eterno, una relación de amor y adorada entrega, un desbordamiento de vida hacia el Otro. Así, la humanidad en la que nos transformamos en el Espíritu, la humanidad que queremos compartir con el mundo como fruto de la labor redentora de Cristo, es una humanidad contemplativa. Edith Stein observó que empezamos a entender la teología cuando vemos a Dios como el “Primer Teólogo”, el primero que habla acerca de la realidad de la vida divina, porque ‘todas las palabras sobre Dios presuponen la propia palabra de Dios’. De forma análoga, podríamos decir que empezamos a comprender la contemplación cuando vemos a Dios como el primer contemplativo, el paradigma eterno de la desinteresada atención al otro que no trae la muerte, sino la vida a nuestro yo. Toda contemplación de Dios presupone el propio conocimiento gozoso y absorto en sí mismo de Dios, mirándose fijamente en la vida trinitaria.
Ser contemplativo, así como Cristo es contemplativo, es abrirse a toda la plenitud que el Padre desea verter en nuestro corazones. Con nuestras mentes sosegadas y preparadas a recibir, con nuestras auto-generadas fantasías sobre Dios y sobre nosotros acalladas, estamos por fin en el punto donde quizás empecemos a crecer. Y el rostro que necesitamos mostrar a nuestro mundo es el rostro de una humanidad en crecimiento infinito hacia el amor, una humanidad tan contenta y partícipe de la gloria hacia la que nos dirigimos que estamos dispuestos a embarcanos en un viaje sin fin, para encontrar nuestro camino más profundo en él, en el corazón de la vida trinitaria. San Pablo habla de cómo “con el rostro descubierto, reflejamos, ... la gloria del Señor” (2 Co 3, 18), transfigurados por un resplandor cada vez mayor. Este es el rostro que debemos esforzarnos por mostrar a nuestro prójimo.
Y debemos esforzarnos no porque estemos buscando alguna ‘experiencia religiosa’ privada que nos dé seguridad y nos haga más santos. Nos esforzamos porque en este olvidarse de uno mismo mirando fijamente hacia la luz de Dios en Cristo, aprendemos cómo mirarnos los unos a los otros, y a toda la creación de Dios. En la Iglesia primitiva había una comprensión clara de la necesidad de avanzar, desde una autocomprensión o autocontemplación instigada por la disciplina de nuestros ávidos instintos y ansias, hacia una ‘natural contemplación’ que percibía y veneraba la sabiduría de Dios en el orden del mundo, permitiéndonos ver la realidad creada por lo que realmente era a la vista de Dios - más de lo que era en el sentido de cómo podíamos usarla o dominarla. Y desde aquí, la gracia nos guiaría hacia la verdadera ‘teología’, mirando fija y silenciosamente a Dios, meta de todo nuestro discipulado.
En esta perspectiva, la contemplación está lejos de ser sólo un tipo de cosa que hacen los cristianos: es la clave para la oración, la liturgia, el arte y la ética, la clave para la esencia de una humanidad renovada capaz de ver al mundo y a otros sujetos del mundo con libertad - libertad de las costumbres egoístas y codiciosas, y de la comprensión distorsionada que de ellas proviene. Para explicarlo con audacia, la contemplación es la única y última respuesta al mundo irreal e insano que nuestros sistemas financieros, nuestra cultura de la publicidad y nuestras emociones caóticas e irreflexivas nos empujan a habitar. Aprender la práctica contemplativa es aprender lo que necesitamos para vivir de una manera verdadera, honesta y amorosa. Es una cuestión profundamente revolucionaria.
En su autobiografía, Thomas Merton describe una experiencia que le ocurrió poco después de entrar en el monasterio donde pasó el resto de su vida (Silencio elegido). Tenía la gripe y estuvo ingresado en la enfermería durante unos días y, dice, sintió una ‘alegría secreta’ por la oportunidad que este hecho le dio para rezar y ‘hacer todo lo que quería hacer, sin tener que correr por todo el lugar respondiendo a campanillas’. Está obligado a reconocer que su actitud revela que ‘todos mis malos hábitos... habían entrado subrepticiamente conmigo en el monasterio y habían recibido los hábitos religiosos conmigo: glotonería espiritual, sensualidad espiritual, orgullo espiritual’. En otras palabras, él intentaba vivir una vida cristiana con el bagaje emocional de alguien todavía profundamente desposado con la búsqueda de la satisfacción individual. Es un aviso poderoso: tenemos que tener cuidado que nuestra evangelización no sirva sencillamente como elemento de persuasión para que la gente le pida a Dios y a la vida del espíritu por los hechos dramáticos, excitantes o de autoadulación que tan a menudo satisfacen nuestra vida diaria. Esto fue expresado de forma más contundente hace algunas décadas por el estadounidense estudiante de religión Jacob Needleman, en un libro controvertido y desafiante titulado Cristianismo perdido: las palabras del Evangelio, dice, están dirigidas a los seres humanos que ‘ya no existen’. Es decir, responder, entregándose, a lo que el Evangelio pide de nosotros significa transformar completamente nuestro ser, nuestros sentimientos y nuestros pensamientos e imaginación. Convertirse a la fe no significa sencillamente adoptar un nuevo grupo de creencias, sino transformarse en una nueva persona, una persona en comunión con Dios y con otros a través de Jesucristo.
La contemplación es un elemento intrínseco de este proceso de transformación. Aprender a mirar a Dios sin tener en cuenta mi propia satisfacción inmediata, aprender a escrudiñar y relativizar las ansias y fantasías que surgen dentro de mi - esto es permitir a Dios ser Dios y, así, permitir que la oración de Cristo, la propia relación de Dios con Dios, entre viva dentro de mí. Invocar al Espíritu Santo es pedir a la tercera persona de la Trinidad que entre en mi espíritu y traiga la claridad que necesito para ver dónde soy esclavo de ansias y fantasías, para que me dé paciencia y sosiego mientras la luz y el amor de Dios penetran en mi vida interior. Sólo si esto empieza a suceder estaré liberado de tratar los dones de Dios como otro grupo de objetos que compro para ser feliz o para dominar a otros. Y mientras este proceso se desarrolla, soy más libre - tomando prestada una frase de San Agustín (Confesiones IV.7) - para ‘amar a los seres humanos de una manera humana’, amarles no por lo que me prometan a mi, amarles no porque me den seguridad y confort duradero, sino como mi prójimo frágil sostenido en el amor de Dios. Descubro entones (como hemos observado anteriormente) cómo debo mirar a las personas y a las cosas por lo que son en relación con Dios, no conmigo. Y es aquí donde la verdadera justicia, como el verdadero amor, tiene sus raíces.
El rostro humano que los cristianos quieren ofrecer al mundo es un rostro marcado por esta justicia y este amor y, por tanto, un rostro formado en la contemplación, en la disciplina del silencio y en la separación de los objetos que nos esclavizan y de los instintos irracionales que nos decepcionan. Si la evangelización es una cuestión de mostrar al mundo el rostro humano ‘revelado’ que refleja el rostro del Hijo vuelto hacia el Padre, debe llevar en él el compromiso serio de fomentar y nutrir la oración y la práctica. No es necesario decir que esto no quiere en absoluto discutir que esta transformación ‘interna’ es más importante que la acción por la justicia; más bien quiere insistir en el hecho de que la claridad y la energía que necesitamos para llevar adelante la justicia requiere que demos espacio a la verdad, para que la realidad de Dios la atraviese. De lo contrario, nuestra búsqueda de la justicia o de la paz se convierte en otro ejercicio de voluntad humana, socavada por la autodecepción humana. Las dos llamadas son inseparables: la llamada a la ‘oración y la recta acción’, como dijo el mártir protestante Dietrich Bonhoeffer, escribiendo desde su celda en la cárcel en 1944. La verdadera oración purifica el motivo, la verdadera justicia es el trabajo necesario para compartir y liberar en otros la humanidad que hemos descubierto en nuestro encuentro contemplativo.
Los que saben poco y se preocupan aún menos de las instituciones y jerarquías de la Iglesia, estos días se encuentran a menudo atraídos y retados por vidas que muestran algo de esto. Son las comunidades nuevas y renovadas las que de manera más eficaz llegan a aquellos que nunca han creído o que han abandonado la fe por vacía o añeja. Cuando se escribe la historia cristiana de nuestro tiempo, en referencia a Europa y América del Norte especialmente, pero no sólo, vemos cuán central y vital ha sido el testimonio de lugares como Taizé o Bose, pero también el de otras comunidades más tradicionales, transformadas en centros para la exploración de una humanidad más amplia y profunda de lo que fomentan los hábitos sociales. Y las grandes redes de espiritualidad, como San Egidio, los Focolares, Comunión y Liberación, muestran también el mismo fenómeno: crean espacios para una visión humana más profunda porque todos ellos, de varias maneras, ofrecen una disciplina de vida personal y comunitaria que hace que la realidad de Jesús entre viva en nosotros.
Y, como muestran estos ejemplos, la atracción y el reto de los que estamos hablando pueden crear compromisos y entusiasmos que crucen las líneas confesionales históricas. Nos hemos acostumbrado a hablar en estos días sobre la importancia vital del ‘ecumenismo espiritual’: pero ésta no debe ser una cuestión que, de alguna manera, se oponga a lo espiritual y lo institucional, y no debe reemplazar los compromisos específicos con un sentido general de sentimiento común cristiano. Si tenemos una descripción sólida y rica de lo que la palabra ‘espiritual’ en sí misma significa, enraizada en los contenidos bíblicos como los del pasaje de la Segunda Epístola a los Corintios mencionada antes, entenderemos el ecumenismo espiritual como la búsqueda compartida para nutrir y sostener las disciplinas contemplativas con la esperanza de revelar el rostro de una nueva humanidad. Y cuanto más separados estemos como cristianos de distintas confesiones, menos convincente será ese rostro. He mencionado el movimiento de los Focolares hace un momento: Ustedes se acordarán de que el imperativo básico en la espiritualidad de Chiara Lubich era ‘haceros uno’ - uno con Cristo Crucificado y abandonado, uno a través de Él con el Padre, uno con todos los llamados a esta unidad y, por tanto, uno con los más necesitados del mundo. ‘Los que viven en unidad... viven haciendo que ellos mismos penetren más en Dios. Crecen siempre más cercanos a Dios... y lo más cercano que están de Él, lo más cerca que están de los corazones de sus hermanos y hermanas’ (Chiara Lubich: Escritos esenciales). El hábito contemplativo elimina una desatenta superioridad hacia otros creyentes bautizados y la suposición de que no tengo que aprender nada de ellos. En la medida en que el hábito de la contemplación nos ayuda a acercanos a esta experiencia como a un don, siempre nos preguntaremos qué es lo que el hermano o hermana puede compartir con nosotros - incluso el hermano o hermana que de alguna manera está separado de nosotros o de lo que suponemos que es la plenitud en la comunión. ‘Quam bonum et quam jucundum...’.
En práctica, esto puede sugerir que, allí donde se lleven a cabo iniciativas para alcanzar con nuevos medios a un público cristiano no practicante o post-cristiano, debe realizarse un trabajo serio sobre cómo este alcance se puede enraizar en una práctica contemplativa, compartida ecuménicamente. Además del modo sorprendente con el que Taizé ha desarrollado una ‘cultura’ litúrgica internacional accesible a una gran variedad de personas, una red como la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana, con sus fuertes raíces y afiliaciones benedictinas, ha traído nuevas posibilidades. Y lo que es más, esta comunidad ha trabajado con ahínco para crear una práctica contemplativa accesible a los niños y a los jóvenes, y ello necesita el mayor impulso posible. Habiendo visto de cerca - en escuelas anglicanas de Inglaterra - el modo caluroso con que los niños responden a la invitación ofrecida por la meditación en esta tradición, creo que su potencial para introducir a la gente joven en la profundidad de nuestra fe es verdaderamente muy grande. Y para quienes se han alejado de la práctica regular de la fe sacramental, los ritmos y las prácticas de Taizé o de la CMMC (WCCM sus siglas en inglés) son a menudo un camino de regreso al corazón y al hogar sacramental.
Gente de todas las edades reconoce en estás prácticas la posibilidad, bastante sencilla, de vivir más humanamente - vivir con una codicia menos frenética, vivir con espacio para el sosiego, vivir esperando aprender y, sobre todo, vivir con la conciencia de que hay un gozo sólido y perdurable pendiente de ser descubierto en las disciplinas en las que olvidamos nuestro propio yo, bastante distintas de la gratificación que viene de éste o aquel impulso del momento. A menos que nuestra evangelización abra la puerta a todo esto, corremos el riesgo de intentar sostener la fe basándonos en una serie inmutable de hábitos humanos - con el consiguiente resultado demasiado familiar de la Iglesia vista como una más de las instituciones puramente humanas, ansiosas, ocupadas, competitivas y controladoras. En un sentido muy importante, una verdadera tarea evangelizadora será siempre también una re-evangelización de nosotros mismos como cristianos, un redescubrir por qué nuestra fe es diferente, pues transfigura, y un recuperar nuestra propia humanidad.
Y, por supuesto, sucede de manera más eficaz cuando no estamos planificando o luchando por ella. Volviendo de nuevo a Lubac: ‘Aquel que responderá mejor a las necesidades de su tiempo será alguien que no habrá tratado de responder a ellas primero’ (op.cit.). Y ‘el hombre que busca sinceridad en lugar de buscar la verdad en el olvido de sí mismo, es como el hombre que quiere estar distante en lugar de abandonarse completamente al amor’ (op.cit.). El enemigo de la proclamación del Evangelio es la autoconciencia y, por definición, no podemos superarlo siendo más conscientes de nosotros mismos. Debemos volver a San Pablo y preguntarnos: ‘¿Qué buscamos?’ ¿Miramos con ansiedad los problemas actuales, la variedad de infidelidades o la amenaza a la fe y la moralidad, la debilidad de la institución? ¿O buscamos a Jesús, el rostro revelado de la imagen de Dios, a la luz del cual vemos la imagen de nuevo reflejada en nosotros y en nuestro vecinos?
Esto nos recuerda sencillamente que la evangelización es siempre el desbordamiento de otra cosa: el viaje del discípulo hacia la madurez en Cristo; un viaje que no está organizado por un ego ambicioso, sino que es el resultado de la insistencia y de la atracción del Espíritu en nosotros. En nuestras deliberaciones sobre cómo hay que hacer para que el Evangelio de Cristo sea de nuevo apasionadamente atractivo para los hombres y mujeres de nuestros días, espero que nunca perdamos de vista qué es lo que hace que sea apasionante para nosotros, para cada uno de nosotros en nuestros diferentes ministerios. Les deseo alegría en estos debates, no sólo claridad o eficacia en la planificación, sino gozo en la promesa de la visión del rostro de Cristo y en el anuncio de esa plenitud en la alegría de la comunión uno con el otro, aquí y ahora.
El arzobispo de Canterbury dijo que el Concilio Vaticano II fue un redescubrimiento del mensaje del evangelio. Además explicó que produjo una renovación dentro de la Iglesia católica y un aumento de su credibilidad ante el mundo.
VER TEXTO COMPLETO:
Su Santidad,
Reverendos Padres,
Hermanos y hermanas en Cristo,
Queridos amigos: Es para mi un honor haber sido invitado por el Santo Padre para hablar en esta asamblea: como dice el Salmista, ‘Ecce quam bonum et quam jucundum habitare fratres in unum’. La asamblea del Sínodo de los obispos para el bien del pueblo de Cristo es una de esas disciplinas que sostienen la salud de la Iglesia de Cristo. Hoy, en especial, no podemos olvidar la gran asamblea de ‘fratres in unum’ que fue el Concilio Vaticano II, que hizo tanto por la salud de la Iglesia, ayudándola a recuperar mucha de la energía necesaria para la proclamación de la Buena Nueva de Jesucristo de un manera eficaz en nuestro tiempo. Para mucha gente de mi generación, incluso más allá de los límites de la Iglesia Católica Romana, el Concilio fue un signo de gran promesa, un signo de que la Iglesia era suficientemente fuerte para plantearse cuestiones difíciles en cuanto a su cultura y sus estructuras y si éstas eran las adecuadas para la tarea de compartir el Evangelio con la compleja, a menudo rebelde y siempre inquieta mente del mundo moderno.
El Concilio fue, en muchos aspectos, un redescubrimiento de la inquietud y pasión evangélica, centrada no sólo en la renovación de la propia vida de la Iglesia, sino también en su credibilidad en el mundo. Textos como Lumen gentium y Gaudium et spes ofrecieron una visión fresca y gozosa de cómo la inmutable realidad de Cristo vivo en su Cuerpo en la tierra, a través del don del Espíritu Santo, puede hablar con palabras nuevas a la sociedad de nuestro tiempo, e incluso a quienes pertenecen a otros credos. No es sorprendente que, cincuenta años después, sigamos debatiendo sobre algunas de las mismas cuestiones e implicaciones del Concilio. Y pienso que la preocupación de este Sínodo por la nueva evangelización es parte de esa exploración continua de la herencia del Concilio.
Pero uno de los aspectos más importantes de la teología, según el Vaticano II, era la renovación de la antropología cristiana. En lugar de la narración neoescolástica, a menudo tergiversada y artificial, sobre cómo la gracia y la naturaleza se relacionan en la constitución del ser humano, el Concilio amplió los importantes elementos de una teología que volvía a fuentes más tempranas y ricas: la teología de algunos genios espirituales como Henri de Lubac, quien nos recordó lo que significaba para el Cristianismo primitivo y medieval hablar de la humanidad hecha a imagen de Dios y de la gracia como la perfección y transfiguración de esa imagen, durante mucho tiempo revestida de nuestra habitual ‘inhumanidad’. Bajo esta luz, proclamar el Evangelio es proclamar que por lo menos es posible ser adecuadamente humano: la fe Católica y Cristiana es un ‘verdadero humanismo’, tomando una frase prestada de otro genio del siglo pasado, Jacques Maritain.
Sin embargo, Lubac es muy claro sobre lo que esto no significa. Nosotros no sustituimos la tarea evangélica por una campaña de ‘humanización’. ‘¿Humanizar antes de Cristianizar?’, pregunta él. ‘Si la empresa tiene éxito, el Cristianismo llegará muy tarde: le quitarán el puesto. ¿Y quién piensa que el Cristianismo no humaniza?’. Así escribe Lubac en su maravillosa colección de aforismos, Paradojas. Es la fe misma quien forma el trabajo de humanización y la empresa de humanización estaría vacía sin la definición de humanidad dada en el Segundo Adán. La evangelización, primitiva o nueva, debe estar enraizada en la profunda confianza de que poseemos un destino humano inconfundible para mostrar y compartir con el mundo. Hay muchas maneras de decirlo, pero en estas breves observaciones quiero concentrar un único aspecto en particular.
Ser completamente humano es ser recreado en la imagen de la humanidad de Cristo; y esta humanidad es la perfecta ‘traducción’ humana de la relación entre el Hijo eterno y el Padre eterno, una relación de amor y adorada entrega, un desbordamiento de vida hacia el Otro. Así, la humanidad en la que nos transformamos en el Espíritu, la humanidad que queremos compartir con el mundo como fruto de la labor redentora de Cristo, es una humanidad contemplativa. Edith Stein observó que empezamos a entender la teología cuando vemos a Dios como el “Primer Teólogo”, el primero que habla acerca de la realidad de la vida divina, porque ‘todas las palabras sobre Dios presuponen la propia palabra de Dios’. De forma análoga, podríamos decir que empezamos a comprender la contemplación cuando vemos a Dios como el primer contemplativo, el paradigma eterno de la desinteresada atención al otro que no trae la muerte, sino la vida a nuestro yo. Toda contemplación de Dios presupone el propio conocimiento gozoso y absorto en sí mismo de Dios, mirándose fijamente en la vida trinitaria.
Ser contemplativo, así como Cristo es contemplativo, es abrirse a toda la plenitud que el Padre desea verter en nuestro corazones. Con nuestras mentes sosegadas y preparadas a recibir, con nuestras auto-generadas fantasías sobre Dios y sobre nosotros acalladas, estamos por fin en el punto donde quizás empecemos a crecer. Y el rostro que necesitamos mostrar a nuestro mundo es el rostro de una humanidad en crecimiento infinito hacia el amor, una humanidad tan contenta y partícipe de la gloria hacia la que nos dirigimos que estamos dispuestos a embarcanos en un viaje sin fin, para encontrar nuestro camino más profundo en él, en el corazón de la vida trinitaria. San Pablo habla de cómo “con el rostro descubierto, reflejamos, ... la gloria del Señor” (2 Co 3, 18), transfigurados por un resplandor cada vez mayor. Este es el rostro que debemos esforzarnos por mostrar a nuestro prójimo.
Y debemos esforzarnos no porque estemos buscando alguna ‘experiencia religiosa’ privada que nos dé seguridad y nos haga más santos. Nos esforzamos porque en este olvidarse de uno mismo mirando fijamente hacia la luz de Dios en Cristo, aprendemos cómo mirarnos los unos a los otros, y a toda la creación de Dios. En la Iglesia primitiva había una comprensión clara de la necesidad de avanzar, desde una autocomprensión o autocontemplación instigada por la disciplina de nuestros ávidos instintos y ansias, hacia una ‘natural contemplación’ que percibía y veneraba la sabiduría de Dios en el orden del mundo, permitiéndonos ver la realidad creada por lo que realmente era a la vista de Dios - más de lo que era en el sentido de cómo podíamos usarla o dominarla. Y desde aquí, la gracia nos guiaría hacia la verdadera ‘teología’, mirando fija y silenciosamente a Dios, meta de todo nuestro discipulado.
En esta perspectiva, la contemplación está lejos de ser sólo un tipo de cosa que hacen los cristianos: es la clave para la oración, la liturgia, el arte y la ética, la clave para la esencia de una humanidad renovada capaz de ver al mundo y a otros sujetos del mundo con libertad - libertad de las costumbres egoístas y codiciosas, y de la comprensión distorsionada que de ellas proviene. Para explicarlo con audacia, la contemplación es la única y última respuesta al mundo irreal e insano que nuestros sistemas financieros, nuestra cultura de la publicidad y nuestras emociones caóticas e irreflexivas nos empujan a habitar. Aprender la práctica contemplativa es aprender lo que necesitamos para vivir de una manera verdadera, honesta y amorosa. Es una cuestión profundamente revolucionaria.
En su autobiografía, Thomas Merton describe una experiencia que le ocurrió poco después de entrar en el monasterio donde pasó el resto de su vida (Silencio elegido). Tenía la gripe y estuvo ingresado en la enfermería durante unos días y, dice, sintió una ‘alegría secreta’ por la oportunidad que este hecho le dio para rezar y ‘hacer todo lo que quería hacer, sin tener que correr por todo el lugar respondiendo a campanillas’. Está obligado a reconocer que su actitud revela que ‘todos mis malos hábitos... habían entrado subrepticiamente conmigo en el monasterio y habían recibido los hábitos religiosos conmigo: glotonería espiritual, sensualidad espiritual, orgullo espiritual’. En otras palabras, él intentaba vivir una vida cristiana con el bagaje emocional de alguien todavía profundamente desposado con la búsqueda de la satisfacción individual. Es un aviso poderoso: tenemos que tener cuidado que nuestra evangelización no sirva sencillamente como elemento de persuasión para que la gente le pida a Dios y a la vida del espíritu por los hechos dramáticos, excitantes o de autoadulación que tan a menudo satisfacen nuestra vida diaria. Esto fue expresado de forma más contundente hace algunas décadas por el estadounidense estudiante de religión Jacob Needleman, en un libro controvertido y desafiante titulado Cristianismo perdido: las palabras del Evangelio, dice, están dirigidas a los seres humanos que ‘ya no existen’. Es decir, responder, entregándose, a lo que el Evangelio pide de nosotros significa transformar completamente nuestro ser, nuestros sentimientos y nuestros pensamientos e imaginación. Convertirse a la fe no significa sencillamente adoptar un nuevo grupo de creencias, sino transformarse en una nueva persona, una persona en comunión con Dios y con otros a través de Jesucristo.
La contemplación es un elemento intrínseco de este proceso de transformación. Aprender a mirar a Dios sin tener en cuenta mi propia satisfacción inmediata, aprender a escrudiñar y relativizar las ansias y fantasías que surgen dentro de mi - esto es permitir a Dios ser Dios y, así, permitir que la oración de Cristo, la propia relación de Dios con Dios, entre viva dentro de mí. Invocar al Espíritu Santo es pedir a la tercera persona de la Trinidad que entre en mi espíritu y traiga la claridad que necesito para ver dónde soy esclavo de ansias y fantasías, para que me dé paciencia y sosiego mientras la luz y el amor de Dios penetran en mi vida interior. Sólo si esto empieza a suceder estaré liberado de tratar los dones de Dios como otro grupo de objetos que compro para ser feliz o para dominar a otros. Y mientras este proceso se desarrolla, soy más libre - tomando prestada una frase de San Agustín (Confesiones IV.7) - para ‘amar a los seres humanos de una manera humana’, amarles no por lo que me prometan a mi, amarles no porque me den seguridad y confort duradero, sino como mi prójimo frágil sostenido en el amor de Dios. Descubro entones (como hemos observado anteriormente) cómo debo mirar a las personas y a las cosas por lo que son en relación con Dios, no conmigo. Y es aquí donde la verdadera justicia, como el verdadero amor, tiene sus raíces.
El rostro humano que los cristianos quieren ofrecer al mundo es un rostro marcado por esta justicia y este amor y, por tanto, un rostro formado en la contemplación, en la disciplina del silencio y en la separación de los objetos que nos esclavizan y de los instintos irracionales que nos decepcionan. Si la evangelización es una cuestión de mostrar al mundo el rostro humano ‘revelado’ que refleja el rostro del Hijo vuelto hacia el Padre, debe llevar en él el compromiso serio de fomentar y nutrir la oración y la práctica. No es necesario decir que esto no quiere en absoluto discutir que esta transformación ‘interna’ es más importante que la acción por la justicia; más bien quiere insistir en el hecho de que la claridad y la energía que necesitamos para llevar adelante la justicia requiere que demos espacio a la verdad, para que la realidad de Dios la atraviese. De lo contrario, nuestra búsqueda de la justicia o de la paz se convierte en otro ejercicio de voluntad humana, socavada por la autodecepción humana. Las dos llamadas son inseparables: la llamada a la ‘oración y la recta acción’, como dijo el mártir protestante Dietrich Bonhoeffer, escribiendo desde su celda en la cárcel en 1944. La verdadera oración purifica el motivo, la verdadera justicia es el trabajo necesario para compartir y liberar en otros la humanidad que hemos descubierto en nuestro encuentro contemplativo.
Los que saben poco y se preocupan aún menos de las instituciones y jerarquías de la Iglesia, estos días se encuentran a menudo atraídos y retados por vidas que muestran algo de esto. Son las comunidades nuevas y renovadas las que de manera más eficaz llegan a aquellos que nunca han creído o que han abandonado la fe por vacía o añeja. Cuando se escribe la historia cristiana de nuestro tiempo, en referencia a Europa y América del Norte especialmente, pero no sólo, vemos cuán central y vital ha sido el testimonio de lugares como Taizé o Bose, pero también el de otras comunidades más tradicionales, transformadas en centros para la exploración de una humanidad más amplia y profunda de lo que fomentan los hábitos sociales. Y las grandes redes de espiritualidad, como San Egidio, los Focolares, Comunión y Liberación, muestran también el mismo fenómeno: crean espacios para una visión humana más profunda porque todos ellos, de varias maneras, ofrecen una disciplina de vida personal y comunitaria que hace que la realidad de Jesús entre viva en nosotros.
Y, como muestran estos ejemplos, la atracción y el reto de los que estamos hablando pueden crear compromisos y entusiasmos que crucen las líneas confesionales históricas. Nos hemos acostumbrado a hablar en estos días sobre la importancia vital del ‘ecumenismo espiritual’: pero ésta no debe ser una cuestión que, de alguna manera, se oponga a lo espiritual y lo institucional, y no debe reemplazar los compromisos específicos con un sentido general de sentimiento común cristiano. Si tenemos una descripción sólida y rica de lo que la palabra ‘espiritual’ en sí misma significa, enraizada en los contenidos bíblicos como los del pasaje de la Segunda Epístola a los Corintios mencionada antes, entenderemos el ecumenismo espiritual como la búsqueda compartida para nutrir y sostener las disciplinas contemplativas con la esperanza de revelar el rostro de una nueva humanidad. Y cuanto más separados estemos como cristianos de distintas confesiones, menos convincente será ese rostro. He mencionado el movimiento de los Focolares hace un momento: Ustedes se acordarán de que el imperativo básico en la espiritualidad de Chiara Lubich era ‘haceros uno’ - uno con Cristo Crucificado y abandonado, uno a través de Él con el Padre, uno con todos los llamados a esta unidad y, por tanto, uno con los más necesitados del mundo. ‘Los que viven en unidad... viven haciendo que ellos mismos penetren más en Dios. Crecen siempre más cercanos a Dios... y lo más cercano que están de Él, lo más cerca que están de los corazones de sus hermanos y hermanas’ (Chiara Lubich: Escritos esenciales). El hábito contemplativo elimina una desatenta superioridad hacia otros creyentes bautizados y la suposición de que no tengo que aprender nada de ellos. En la medida en que el hábito de la contemplación nos ayuda a acercanos a esta experiencia como a un don, siempre nos preguntaremos qué es lo que el hermano o hermana puede compartir con nosotros - incluso el hermano o hermana que de alguna manera está separado de nosotros o de lo que suponemos que es la plenitud en la comunión. ‘Quam bonum et quam jucundum...’.
En práctica, esto puede sugerir que, allí donde se lleven a cabo iniciativas para alcanzar con nuevos medios a un público cristiano no practicante o post-cristiano, debe realizarse un trabajo serio sobre cómo este alcance se puede enraizar en una práctica contemplativa, compartida ecuménicamente. Además del modo sorprendente con el que Taizé ha desarrollado una ‘cultura’ litúrgica internacional accesible a una gran variedad de personas, una red como la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana, con sus fuertes raíces y afiliaciones benedictinas, ha traído nuevas posibilidades. Y lo que es más, esta comunidad ha trabajado con ahínco para crear una práctica contemplativa accesible a los niños y a los jóvenes, y ello necesita el mayor impulso posible. Habiendo visto de cerca - en escuelas anglicanas de Inglaterra - el modo caluroso con que los niños responden a la invitación ofrecida por la meditación en esta tradición, creo que su potencial para introducir a la gente joven en la profundidad de nuestra fe es verdaderamente muy grande. Y para quienes se han alejado de la práctica regular de la fe sacramental, los ritmos y las prácticas de Taizé o de la CMMC (WCCM sus siglas en inglés) son a menudo un camino de regreso al corazón y al hogar sacramental.
Gente de todas las edades reconoce en estás prácticas la posibilidad, bastante sencilla, de vivir más humanamente - vivir con una codicia menos frenética, vivir con espacio para el sosiego, vivir esperando aprender y, sobre todo, vivir con la conciencia de que hay un gozo sólido y perdurable pendiente de ser descubierto en las disciplinas en las que olvidamos nuestro propio yo, bastante distintas de la gratificación que viene de éste o aquel impulso del momento. A menos que nuestra evangelización abra la puerta a todo esto, corremos el riesgo de intentar sostener la fe basándonos en una serie inmutable de hábitos humanos - con el consiguiente resultado demasiado familiar de la Iglesia vista como una más de las instituciones puramente humanas, ansiosas, ocupadas, competitivas y controladoras. En un sentido muy importante, una verdadera tarea evangelizadora será siempre también una re-evangelización de nosotros mismos como cristianos, un redescubrir por qué nuestra fe es diferente, pues transfigura, y un recuperar nuestra propia humanidad.
Y, por supuesto, sucede de manera más eficaz cuando no estamos planificando o luchando por ella. Volviendo de nuevo a Lubac: ‘Aquel que responderá mejor a las necesidades de su tiempo será alguien que no habrá tratado de responder a ellas primero’ (op.cit.). Y ‘el hombre que busca sinceridad en lugar de buscar la verdad en el olvido de sí mismo, es como el hombre que quiere estar distante en lugar de abandonarse completamente al amor’ (op.cit.). El enemigo de la proclamación del Evangelio es la autoconciencia y, por definición, no podemos superarlo siendo más conscientes de nosotros mismos. Debemos volver a San Pablo y preguntarnos: ‘¿Qué buscamos?’ ¿Miramos con ansiedad los problemas actuales, la variedad de infidelidades o la amenaza a la fe y la moralidad, la debilidad de la institución? ¿O buscamos a Jesús, el rostro revelado de la imagen de Dios, a la luz del cual vemos la imagen de nuevo reflejada en nosotros y en nuestro vecinos?
Esto nos recuerda sencillamente que la evangelización es siempre el desbordamiento de otra cosa: el viaje del discípulo hacia la madurez en Cristo; un viaje que no está organizado por un ego ambicioso, sino que es el resultado de la insistencia y de la atracción del Espíritu en nosotros. En nuestras deliberaciones sobre cómo hay que hacer para que el Evangelio de Cristo sea de nuevo apasionadamente atractivo para los hombres y mujeres de nuestros días, espero que nunca perdamos de vista qué es lo que hace que sea apasionante para nosotros, para cada uno de nosotros en nuestros diferentes ministerios. Les deseo alegría en estos debates, no sólo claridad o eficacia en la planificación, sino gozo en la promesa de la visión del rostro de Cristo y en el anuncio de esa plenitud en la alegría de la comunión uno con el otro, aquí y ahora.
Primado anglicano Rowan Williams habla a los obispos del sínodo sobre la Nueva Evangelización
11 de octubre, 2012. (Romereports.com) El arzobispo de Canterbury explicó sus ideas sobre la Nueva Evangelización al Papa y a los 262 obispos católicosreunidos en Roma para participar en el sínodo.
Benedicto XVI invitó personalmente al primado anglicano Rowan Williams a participar en encuentro.
Rowan Williams
Arzobispo de Canterbury
“Para mucha gente de mi generación, incluso más allá de los límites de la Iglesia Católica Romana, el Concilio fue un signo de gran promesa, un signo de que la Iglesia era suficientemente fuerte para plantearse cuestiones difíciles en cuanto a su cultura y sus estructuras y si éstas eran las adecuadas para la tarea de compartir el Evangelio con la compleja, a menudo rebelde y siempre inquieta mente del mundo moderno”.
Como recuerdo, le regaló una reproducción de la puerta de San Pedro en la que están esculpidos los momentos más importantes del Concilio Vaticano II.
Una de las principales novedades del Concilio Vaticano II fue precisamente el impulso del diálogo y la colaboración con el resto de confesiones cristianas.
Benedicto XVI invitó personalmente al primado anglicano Rowan Williams a participar en encuentro.
Rowan Williams
Arzobispo de Canterbury
“Para mucha gente de mi generación, incluso más allá de los límites de la Iglesia Católica Romana, el Concilio fue un signo de gran promesa, un signo de que la Iglesia era suficientemente fuerte para plantearse cuestiones difíciles en cuanto a su cultura y sus estructuras y si éstas eran las adecuadas para la tarea de compartir el Evangelio con la compleja, a menudo rebelde y siempre inquieta mente del mundo moderno”.
Como recuerdo, le regaló una reproducción de la puerta de San Pedro en la que están esculpidos los momentos más importantes del Concilio Vaticano II.
Una de las principales novedades del Concilio Vaticano II fue precisamente el impulso del diálogo y la colaboración con el resto de confesiones cristianas.
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