A mediados del siglo XIX, la Civilta Cattolica afirmaba que la Iglesia se había feminizado. ¿Cómo era posible cuando la historia de nuestro credo relegó a las mujeres a un segundo plano? La cuestión sigue abierta y su más reciente capítulo es el debate sobre si se abre el diaconado a las mujeres.
Un conocido dicho sostiene que “el carisma, si no se institucionaliza, se pierde; pero si lo hace se pervierte”. Y la Iglesia no es una excepción a la norma. Por eso las afirmaciones de Jesús sobre la igualdad pronto se olvidaron pues los cristianos adoptaron las reglas que regían en la sociedad. En lo que respecta a las mujeres, María Magdalena pasó a ser considerada prostituta, las diaconisas dejaron de existir y el nombre de las mártires, como Blandina, desapareció del mapa eclesial.
Los Padres de la Iglesia acompañaron esta deriva pues se apoyaron en la antropología de Aristóteles, que consideraba a nuestro sexo inferior al varón por ser más cuerpo y más débil. Sófocles decía que la mayor virtud de las mujeres era el silencio y Pablo parece que lo secundaba. Este pensamiento se condensa en el decreto de Graciano (1140): “Las mujeres deberán quedar sujetas a sus varones. El orden natural para la humanidad es que las mujeres sirvan a los varones y los niños a sus padres, pues es justo que lo inferior sirva a lo superior”. Un orden natural sobre nuestra sujeción, querido por Dios, y que se ha mantenido hasta los tiempos modernos.
En medio de este clima negativo, muchas místicas medievales nos dejaron su pensamiento en el que alababan al cuerpo, incluso utilizando metáforas matrimoniales eróticas en su relación con Dios. Ellas eran la novia del Cantar o la esposa del Cordero al que abrazaban y besaban, cuando el sexo era simplemente consentido para propagar la especie. Para evitar las sospechas de heterodoxia utilizaron las visiones, pues nadie podía decir que Jesucristo, su madre o el mismo Dios, fueran herejes. Aún así a muchas las quemaron en la hoguera.
Otras mujeres de esta época, como las beguinas, fundadas en 1170, no se enclaustraron porque veían que los pobres las necesitaban y salieron a los campos y a los pueblos, hasta que fueron suprimidas porque no entraban en las dos categorías que se permitía a las mujeres: casadas o monjas enclaustradas.
Cuando el concilio de Trento prohibió que la Biblia y el Libro de las Horas fueran utilizados en lengua vernácula, las máximas perdedoras fueron las monjas que no sabían latín y que quedaron encerradas en sus conventos. La cultura religiosa nos fue vedada y las mujeres tuvieron que refugiar su espiritualidad en el elemento icónico, con Cristo crucificado y María, virgen y madre. Una piedad que se basaba en el elemento afectivo. Algunas intentaron fundar órdenes de vida activa para, como las beguinas, atender a los necesitados, pero fueron rechazadas.
La dignidad perdida. Todo cambió con el espíritu de la Revolución Francesa. Los sans culotte mataron a muchos sacerdotes y prohibieron las congregaciones, masculinas y femeninas, pero estas se reorganizaron más deprisa, tan rápido, que más de 400 instituciones vieron su nacimiento en las décadas siguientes. Las religiosas trabajaron mucho para suplir al clero y las fieles llenaron los bancos vacíos que dejaron los varones anticlericales. Fueron educadoras, sanadoras y misioneras, un proceso en el que recuperaron nuestra dignidad perdida y la esencia del cristianismo con la ética del cuidado en la que eran expertas.
Se proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción, dando un valor cuasi-divino a María, de modo que lo femenino, tan desprestigiado, se alojaba en el cielo, un escaloncito más bajo que lo masculino. Chateaubriand resume bien este cambio como una sentimentalidad que todo lo invade y que apuesta por la dulzura femenina de María, que se aparece en París, Lourdes, Fátima, La Salette… a mujeres y niños, frente al rigor de un Dios amenazador.
Una de las figuras que emerge de la theologia cordis, la teología del corazón, es Teresa de Lisieux, una carmelita ignorante, que se dejó llevar por la confianza en el amor de Dios. Su manera de afrontar los sufrimientos y la muerte, guardando la firmeza del amor divino en medio de las oscuridades de la fe, es lo que la convirtió en doctora de la Iglesia en 1997 junto a otras dos mujeres, Teresa de Jesús y Catalina de Siena.
Tiene inconvenientes esta deriva afectiva: el corazón de María prima frente al “trono de la Sabiduría”; una madre de Jesús dulce, humilde y obediente que no habla del Magnificat; una piedad sentimental que deja de lado la razón… Pero creo que, corrigiendo estos defectos, es más valiosa y más cristiana esta religión que prima la misericordia, frente a la que apuesta por la norma.
La reciente exhortación papal Amoris Laetitia trata de hacer una simbiosis, pues junto a profundas citas teológicas, valora el cuerpo sexuado, habla de ternura, gozo y afecto, quiere que las acciones de los cristianos vayan llenas de compasión… No abandona la kulturkampf, la lucha por la cultura, pero se inclina preferentemente por la ética del cuidado y por todo esto es muy criticada. Me pregunto si las críticas son porque adopta una actitud más femenina.
La última sección de esta historia son las recientes declaraciones del papa de que está dispuesto a nombrar una comisión para decidir si se abre el diaconado a las mujeres. Fueron las superioras generales las que le plantearon el problema porque consideraban que se hablaba mucho de nuestro sexo pero no se nos concedía ningún protagonismo, algo que era bueno para nosotras y para la misma Iglesia. Creo que terminarán aprobando la moción y veremos a mujeres revestidas en el altar pero con ello no quedará cerrado el capítulo de la igualdad: solo es un pasito más en la buena línea. •
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