Era el más joven de los tres, llevaba poco tiempo en la escuela de artes y ciencias. Llegué allí motivado por dos cosas: el cielo estrellado y al Creador del cielo. La maravilla del universo me sobrecogía y significaba para mí una experiencia religiosa muy profunda. Uno de mis maestros era un sabio que venía de lejos, su acento extranjero lo dotaba de una exquisita importancia. Su manera de enseñar y su entusiasmo de anciano me animaban a aprender más y dedicarle tiempo a los libros sagrados y las profecías. Otro profesor, de mediana edad a quién llamábamos de “maestro” y tenía fama de loco se había transformado también en un referente. Era un artista, poeta, contador de historias, lleno de experiencias de todo tipo; algunas tan contradictorias como absurdas. Este maestro pertenecía a un grupo religioso muy piadoso y al mismo tiempo juvenil, alegre y libre. Un viajero.
Resulta que un día cualquiera me encontraba en la biblioteca hasta tarde, cuando en la penumbra los escuché hablar. El maestro insistía en un rumor que le había llegado; yo no entendí bien de qué se trataba, pero el anciano movía la cabeza como no pudiendo creerlo. Traté de acercarme –movido por la curiosidad y el interés; pero fui descubierto. Ambos se miraron absortos y no sé por qué decidieron contarme el asunto. El anciano susurraba solemnemente mientras abría un libro viejo y roñoso, me leyó unas letras hebreas que yo apenas entendía, pues recién comenzaba a aprender esa lengua lejana. Según el anciano el profeta Miqueas habría anunciado el lugar donde nacería un tal Mesías, el Ungido de Dios. El maestro entusiasmado me decía que ese Mesías traería paz y un mensaje universal de una manera nueva de vivir y relacionarnos. El anciano lo calló para decirme: Es el mismo Dios que vendrá. Un extraño silencio nos embargó. Esas palabras me quedaban grandes. ¡Dios mismo!-pensé con temor. ¿Cómo puede ser eso? Miré al cielo y las estrellas tintineaban. Me parecían tan lejanas, tan misteriosas, tan hermosas. El maestro vaciló y continuó diciendo: He escuchado decir que el signo que anunciaría su nacimiento ha sido visto. ¡Es una estrella nueva! Ha aparecido en el poniente. ¡Vamos! ¡No perdamos más tiempo! ¿Ir?-dije, ¿A dónde? ¿Nosotros? Mi joven corazón se aceleró, me embriagó una especie de incertidumbre, temor y algo de entusiasmo. Me gustan las aventuras, pero esto era mucho más que ello. Iríamos a tierras lejanas a ver a un hombre que en realidad es un dios. No entendía nada. No es solo un hombre –dijo el anciano, esta vez sonriendo y con los ojos lagrimosos de emoción: ¡Es un niño! ¡Un recién nacido! Mi cara de espanto y el silencio pusieron la pausa ante tanta palabrería. Sigamos mañana, hay mucho que meditar, dijo el sabio anciano.
Pasaron un par de días y yo seguí mi vida normal, un tanto choqueado y confundido. Como quien sabe una verdad que no puede contar a nadie porque no tiene la menor idea de cómo hacerlo. Durante esos días no vi a ninguno de los dos maestros; imaginé muchas cosas, pero jamás se me cruzó por la cabeza la posibilidad de que hubieran emprendido el viaje. Al tercer día tocaron la puerta de mi casa. Mi madre salió a atender, eran los dos profesores que me buscaban. Los invité a pasar, pero no quisieron. Simplemente dijeron: Esta noche partimos tras la estrella camino a Jerusalén, ¿vienes con nosotros? Nos vendría bien un apoyo juvenil y además serás testigo del acontecimiento más grande en la historia de la humanidad, ¿vienes?
Salí de mi casa sin dar muchas explicaciones, no fue fácil; menos aun el viaje. A ratos en camello, en carros, a pie… a través de extensas praderas, montes, planicies, hasta entrar en el desierto, el árido y rocoso desierto camino a la majestuosa ciudad real de Jerusalén. Fue duro para todos, pero sobre todo para el anciano. Ignoro de donde sacaba fuerzas para seguir el camino. Su rostro estaba radiante. Jamás lo había visto así. Hablamos de todo y tuvimos largos tramos de silencio. Cada uno sumido en la densidad que nos convocaba. Fue una travesía espiritual que me iba haciendo mayor. Tuve que cocinarles, ayudarles; a ratos me cansé, pero las ansias eran más fuertes. ¿Cómo sería ese bebé? ¿Qué nos diría? ¿Sería humano o un espíritu? ¿Qué tipo de dios?… Hasta que llegamos a Jerusalén. ¡Qué ciudad magnifica! Música, mercados, olores, comidas, rostros tan diversos, lenguas diferentes, gentío por doquier. En medio de la ciudad el Templo, una gigantesca construcción de inmensas murallas de piedra. Asombroso. Una verdadera capital de este rincón del mundo. Me asusté por la presencia de soldados. Eran militares romanos que se paseaban en escuadrones asustando y humillando a la gente. El maestro nos detuvo para volver a leer los libros sagrados. Hacía más de una semana que no veíamos la famosa estrella; así que nos sugirió ir directamente a ver al rey judío de esa región, un tal Herodes.
En su arrebato entusiasta el maestro preguntó por “el rey de los judíos”, cosa que a Herodes no le cayó nada de bien. Sin embargo, nos recibieron con bastante hospitalidad; talvez notaron que veníamos de lejos por nuestra apariencia andrajosa luego de un largo viaje. Herodes nos escuchó sin mucho entusiasmo ni importancia. Sus Escribas corroboraron las profecías de Miqueas pero no sabían nada del signo de la estrella. Nos pareció todo extraño, ¿Cómo no saltaban de alegría? ¿Cómo no estarían buscando y esperando los signos? Comencé a sospechar que algo andaba mal. Sentí miedo y se lo hice notar al anciano. “Nada de lo que aquí ha sucedido y sucederá depende de nosotros. Estemos atentos a los signos de Dios”, me advirtió. Descansamos esa noche en el Palacio, comimos y de madrugada partimos rumbo a Belén, una pequeña aldea no muy lejos de Jerusalén. No llevábamos ni dos horas de caminata cuando la vimos nuevamente; ¡Cuánto gozo! ¡Cuánta alegría! La estrella estaba allí delante de nosotros guiando nuestro camino. Ni nos sorprendimos del fenómeno de ver una estrella brillar a plena luz del día. En la mitad del camino nos detuvimos a descansar; yo quería seguir la marcha pero el maestro, más sereno y prudente, notó el agotamiento del anciano sabio. Ambos me enseñaron mucho durante este camino, mucho más que años de estudio e investigación. Fui a buscar agua a un pozo cercano y le ofrecí al anciano. Una vez descansados retomamos la ruta. En algunas horas la estrella se había detenido sobre una pequeña casa de barro. Tan sencilla y tan pequeña. Tan pobre y tan anónima. Mi corazón se me salía y de seguro también el del maestro y el anciano. La puertecita estaba entre abierta. El anciano iba primero. Antes de empujarla sacó de su morral un par de frasquitos (¡que había cargado todo el camino!): incienso y mirra. Nos entregó los obsequios y deslumbrado nos dijo en voz baja: son para el Rey.
Al empujar la puerta con sigilo vi la escena más hermosa de mi vida. Comprendí en un segundo la ternura, la belleza y el amor. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Allí frente a nosotros se encontraba una mujer joven, radiante, sonriente, serena y sudorosa, con un niño en sus brazos. Una pequeña y frágil creatura desnuda en las faldas de su madre que se movía juguetonamente. Más atrás un hombre de barba café grisácea mojaba una toalla para secar a la joven. El anciano arrodillado se postró delante del bebé. Yo de pie inmóvil en el umbral no sabía qué hacer. Delante de mí estaba Dios. Y sí, contra todo lo que pudiera pensar, deducir, imaginar o especular lo sabía; simplemente lo supe: Allí estaba Dios…
Pedro Pablo Achondo ss.cc
Reflexiones Itinerantes
SS.CC. CHILE
No comments:
Post a Comment