Sunday, November 30, 2008

Adviento 2008: Miradas que irradian un brillo nuevo


(Santos Urías- Sacerdote y escritor. Parroquia de la Crucifixión del Señor, Madrid) Ya está aquí un año más el Adviento,tiempo de espera gozosa, una oportunidad única para abrirnos a la esperanza y dejar que impregne nuestra mirada de un brillo nuevo. La experiencia de cuatro personajes bíblicos (Juan el Bautista, María de Magdala, Isaías y María, la Madre de Jesús) y el testimonio de otros tantos profetas de nuestros días van a acompañarnos durante las próximas cuatro semanas por el camino que conduce a la Navidad, a la venida del Mesías. Con los ojos fijos en ese horizonte, iremos descubriendo que todo es un regalo, y que sólo cabe una palabra: gracias.

El buscador de esperanzas
Hacía tiempo que Plácido no se encontraba cómodo en su nombre.
Las manos le temblaban ligeramente; parecía que siempre tuviera miedode algo. Los labios apenas se abrían, y si lo hacían, era, normalmente, para introducir un pitillo y arrebatar unas caladas de aire tóxico que le hicieran saborear un paréntesis de evasión. Dormía poco y mal; no cesaba de dar vueltas amarrado a su almohada, como si de una tabla de salvación se tratara.
Pero lo que, sobre todo, le cansaba eran esas lágrimas saladas en sus ojos. Parecían olas de mar en el negro de sus pupilas: marea baja, marea alta; pero siempre un flujo de desesperación arreciando entre sus párpados.
Estaba decidido: tenía que salir a buscar otras miradas. Miradas que le ofreciesen una respuesta, que le liberasen de esa atmósfera de insatisfacción y desagrado, que le devolviesen la esperanza de vivir, de sentirse alguien en medio de todo este rompecabezas.
A pesar de sus temores, se arregló un poco, se perfumó y, con la mejor cara que le quedaba en el armario, se lanzó a la calle al encuentro de otros ojos.
No tuvo suerte. La primera experiencia casi le hizo desistir. Al llegar al portal, topó de bruces con una señora muy puesta: largos tacones, fuerte maquillaje, una especie de perrillo en sus brazos.
Él la observó, esbozó una breve sonrisa y se encontró con… nada. Ella ni siquiera reparó en él o, si lo hizo, lo disimuló con tal habilidad que se dijera que al final de aquella escalera no se habían cruzado dos personas, y, por supuesto, no había habido más que una mirada esquiva.
Continuó su camino por la acera, un poco aturdido después de este primer encuentro. Su malestar había crecido pensando que ni siquiera era digno de atraer la mirada de otro ser humano. En la distancia, atisbó a un hombre. Iba pulcramente trajeado: corbata, botines, una chaqueta aterciopelada y gemelos en las mangas de la camisa. Cuando alcanzaba a ver la línea de su rostro, reparó en que esta vez sí que los ojos de este individuo se detenían en él. Unos ojos que observaban desde arriba, que resbalaban por encima de su hombro, que le estremecían haciéndole sentir inferior y juzgado. Plácido se miró, deteniéndose en la ropa que llevaba, en su aspecto. Acobardado, hizo un gesto, como intentando ocultarse. Esta segunda mirada, lejos de devolverle el brillo del arco iris, volvió a sumergirle en el gris plomizo de su tristeza.
En la esquina, sacudió un poco sus vestidos, volvió a repasar la raya de su pelo, tosió enérgicamente para recobrar la entereza y, cuando iba a emprender de nuevo su paseo, una mujer cargada de bolsas fijó sus ojos en él. Ella lo observaba con naturalidad y él buscaba una implícita aprobación, verse aceptado, acogido. Esta vez no hubo desdén, malicia o prepotencia; pero Plácido experimentó la frustración del que desea agradar a toda costa y nunca llega a ser correspondido.
Se sentó un momento. Algo no estaba funcionando. Desde que había salido de su casa, lejos de encontrar esa mirada que le devolviese la esperanza, sentía, cada vez más, una sensación de ahogo y de fracaso. Se estaba poniendo nervioso, y esto, sin duda, no le iba a ayudar. De repente, un joven tropezó con las piernas de Plácido. Él, entonces, lo buscó con la mirada con el fin de disculparse, pero los ojos del chico estaban bañados en un brillo de desprecio y de ira que le dejaron helado y sin palabras. Sus manos comenzaron a temblar con más fuerza, e intentó cubrir su rostro con ellas, como en un esfuerzo por salir de la realidad.
Entonces, una mujer que lo vio sintió lástima de aquel pobre hombre al que se le notaba tan afectado, tan mal, tan solitario, y se acercó con sus ojos de pena y con la intención de consolarlo. Esto ya era lo último que le faltaba a Plácido: dar pena. A tientas, se levantó, todavía inquieto y descolocado, tanteando con las manos por las paredes, sin saber bien hacia dónde iba o qué es lo que ahora quería.
Fue entonces cuando una mirada se clavó en él como un puñal en el corazón. Esas pupilas buscaban, sentían, lloraban, hablaban por sí mismas. Tenían tal intensidad de vida en aquel instante, que no podían dejar indiferente a nadie que las observase. Se detuvo. Fijó sus ojos en aquellos ojos. Estuvo un rato contemplando, dejando que afloraran los sentimientos que se agolpaban en su interior. Aquel cristal le había hecho retornar a su propia esperanza, le permitía ver que aquellas otras miradas sólo son el reflejo de tu propia mirada. Allí estaba, parado delante de aquel escaparate, viéndose a sí mismo sucumbiendo ante el misterio, empapando sus ojos de esperanza para poder recuperar una mirada nueva.
Vida Nueva

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