El día 25 de enero, fiesta de la conversión de san Pablo, se cumplieron cincuenta años del anuncio de Juan XXIII de la celebración de un Concilio ecuménico; hacía sólo tres meses que había sido elegido Papa. Intentaré poner de relieve la persona de los obispos de aquel momento que de repente se vieron investidos como Padres conciliares. De hecho, ellos fueron quienes, conducidos por el Espíritu Santo, dieron al Pueblo de Dios la riqueza del Concilio.
Situémonos tres años más tarde, en el mes de octubre, cuando iban llegando a Roma aquellos hombres, procedentes de las cuatro partes del mundo de etnias y culturas diferentes que confirmaban la catolicidad de la Iglesia, con un bagaje de papeleo preparado por comisiones de expertos; y, eso sí, cada uno con su mitra y sus capisayos rojos, sin conocer demasiado el papel que tendrían que jugar. En último término, sin embargo, se sabían llamados por el Espíritu Santo y con eso les bastaba. El discurso inaugural de Juan XXIII los situó ante horizontes inesperados, abría puertas y ventanas: . un aire que se convertiría en ventada repartiendo el papeleo esmerad<¡.mente preparado. Sé que no me arriesgo si digo que muchos de ellos no pasaban de la formación teológica y bíblica recibida en las aulas de una Universidad Pontificia. Muchos habían explicado estas materias en los seminarios de origen, pero encerrados en una escolástica ajena a las corrientes de pensamiento de la época. X a al comenzar los debates en el aula conciliar descubrieron que aquello no sería ninguna balsa de aceite. Surgían propuestas que ponían la piel de gallina. Muy pronto se organizaron conferencias para ayudar al reciclaje; conferencias de tendencias diferentes, lo cual creó perplejidad en más de uno. El secretario de un obispo me explicó que, finalizada la primera sesión, había ido a esperarle al aeropuerto de Barajas y, de regreso a casa, de vez en cuando se ponía las manos en la cabeza diciendo angustiado: «La Iglesia camilla por el pedregal, si Dios no lo remedia.» El prelado en cuestión murió aquel invierno de una afección de corazón.
Ciertamente había obispos de gran categoría intelectual y competentes asesores que pasaban noches aclarando conceptos y reforzando opiniones. De hecho, sin embargo, era cada obispo el que, asumiendo la responsabilidad de «Vicario de Cristo» en su diócesis, tendría que dar su voto en el momento de aprobar un documento. Ahora bien, al final, algún documento
como la Declaración sobre la libertad religiosa, que, en un principio, corrió el riesgo de caer en la hoguera, consiguió 2.308 placet contra 70 non placet. El cambio representaba una conversión de mente y de corazón no sin sufrimiento. Eran conscientes de que se trataba de conducir la barca del Señor. En el lado izquierdo del aula había un ámbito para descansar y comentar las diferentes intervenciones, que fue bautizado con humor con el nombre de Bar-Jonás, al otro lado de -la basílica, la Capilla del Santísimo se llenaba de obispos en los momentos de descanso. Haciendo memoria agradecida de los Padres conciliares innominados por la prensa y desconocidos por la historia, se me ha ocurrido transcribir un fragmento del decreto sobre La actividad misionera de la Iglesia, altamente confortador para las Iglesias de nuestro país, hoy. «Los grupos donde se encuentra la Iglesia a menudo se transforman totalmente por causas diversas, talmente aparecen situaciones completamente nuevas. Entonces es necesario que la Iglesia sopese bien si estas situaciones exigen de nuevo su acción misionera. ( ... ) Además, los hechos nuevos a veces son de tal índole qúe deja de existir durante una temporada la posibilidad de proponer de derecho y enseguida la proclamación del Evangelio. Entonces, claro está, los misioneros pueden y deben dar, paciente, sensatamente y a la vez con una gran confianza, por lo menos un testimonio de la caridad y beneficencia de Cristo, y así preparar los caminos del Señor y hacerlo presente de alguna manera» (6). Padres conciliares, que ya gozáis plenamente el Hoy de Dios, ¡gracias!
como la Declaración sobre la libertad religiosa, que, en un principio, corrió el riesgo de caer en la hoguera, consiguió 2.308 placet contra 70 non placet. El cambio representaba una conversión de mente y de corazón no sin sufrimiento. Eran conscientes de que se trataba de conducir la barca del Señor. En el lado izquierdo del aula había un ámbito para descansar y comentar las diferentes intervenciones, que fue bautizado con humor con el nombre de Bar-Jonás, al otro lado de -la basílica, la Capilla del Santísimo se llenaba de obispos en los momentos de descanso. Haciendo memoria agradecida de los Padres conciliares innominados por la prensa y desconocidos por la historia, se me ha ocurrido transcribir un fragmento del decreto sobre La actividad misionera de la Iglesia, altamente confortador para las Iglesias de nuestro país, hoy. «Los grupos donde se encuentra la Iglesia a menudo se transforman totalmente por causas diversas, talmente aparecen situaciones completamente nuevas. Entonces es necesario que la Iglesia sopese bien si estas situaciones exigen de nuevo su acción misionera. ( ... ) Además, los hechos nuevos a veces son de tal índole qúe deja de existir durante una temporada la posibilidad de proponer de derecho y enseguida la proclamación del Evangelio. Entonces, claro está, los misioneros pueden y deben dar, paciente, sensatamente y a la vez con una gran confianza, por lo menos un testimonio de la caridad y beneficencia de Cristo, y así preparar los caminos del Señor y hacerlo presente de alguna manera» (6). Padres conciliares, que ya gozáis plenamente el Hoy de Dios, ¡gracias!
Tomado de Catalunya Cristiana. 26 de febrero de 2009
Ecclesia
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