viernes, 27 de febrero de 2009
Las dietas de adelgazamiento están a la orden del día. Muchas personas comen poco o se privan de alimentos -apetitosos pero ricos en calorías- para mantener un cuerpo bello. El cristianismo conoce esta práctica desde hace muchos siglos. De hecho, cuando llegaba la Cuaresma, la Iglesia recomendaba comer menos y, en ciertos días, abstenerse de la carne o hacer una sola comida al día. Es lo que lo se llamaba «guardar la abstinencia y el ayuno».
Ahora bien, la privación o abstención cristiana de alimentos no es de tipo medicinal o estético. Incluso va más allá de la moral y filosofía estoicas, pues su horizonte último no es el dominio del propio cuerpo. Uno se modera o se priva de alimentos para amar más a Dios y, a la vez, para ayudar a los demás. Por tanto, el ayuno y la abstinencia tienen un sentido religioso.
Después del concilio Vaticano II, la Iglesia realizó una profunda reflexión sobre la práctica del ayuno y de la abstinencia, especialmente durante el pontificado de Pablo VI. El resultado fue, por una parte, que asumiera el cambio de mentalidad y situación que han tenido lugar en los últimos tiempos y, por otra, que se ratificara en la práctica tradicional del ayuno y la abstinencia, aunque insistiendo en su dimensión espiritual y caritativa.
Fruto de la aceptación de los cambios sociales fue la incorporación de nuevos modos de penitencia. Por ejemplo, la aceptación del sacrificio que comporta la fidelidad perseverante a los deberes del propio estado, la aceptación de las dificultades que originan el trabajo propio y la convivencia humana, el sufrimiento paciente de las pruebas de la vida, etc. Igualmente, los miembros de la Iglesia que padecen enfermedad, pobreza o son perseguidos por seguir a Jesucristo son invitados a unir esos sufrimientos a los de Cristo. Los sacerdotes y almas consagradas han de sacrificarse más por sus hermanos.
En cuanto al ayuno y la abstinencia, la Iglesia insiste en la necesidad de vincularlos con la imitación a Jesucristo: nosotros ayunamos, porque Jesucristo también ayunó durante los cuarenta días que estuvo en el desierto y para ser más generosos con los necesitados. Además, es evidente que el ayuno y la abstinencia facilitan la conversión del corazón, el arrepentimiento de los propios pecados, la expiación de los pecados ajenos y la práctica de la limosna al prójimo.
La legislación actual de la Iglesia es ésta. Son días de abstinencia todos los viernes del año que no sean solemnidad y obliga a los que han cumplido catorce años; son días de ayuno y abstinencia el miércoles de ceniza y el viernes santo, y obliga a los mayores de edad que cumplan los cincuenta y nueve. La Conferencia Episcopal Española permite cambiar la abstinencia de carne de los viernes que no sean los de cuaresma por una limosna -cuya cuantía se deja a la conciencia de cada uno-, la lectura de la Sagrada Escritura, y obras de misericordia (visita a enfermos o atribulados), mortificaciones corporales, obras de piedad (como la Santa Misa, el rezo del santo rosario, etc.).
Me gustaría subrayar que el ayuno y la abstinencia no son un tranquilizante para cohonestar una vida al margen de los mandamientos. Al contrario, son un acicate para el cumplimiento de la voluntad de Dios y para ayudar al prójimo necesitado.
Porque el ayuno que Dios quiere es, sobre todo, que vivamos el amor hacia él y hacia los demás. La crisis económica actual -que está llevando al umbral del hambre y de la pobreza a tantas personas- puede convertirse en un cauce eficaz para que salgamos a su encuentro y seamos más generosos en la limosna. ¿No es bonito privarse de alimentos, sobre todo de alimentos costosos, para ayudar a los demás por amor a Dios? ¿Hay algo más actual?
(1 de marzo de 2009)
Ecclesia
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