A cada cristiano le ha tocado vivir en su momento histórico y ha tenido que dar respuesta a los problemas que en ese momento se encontraba. El autor de la carta a los hebreos está muy preocupado por demostrar ante sus lectores que Jesús era el verdadero y único sumo sacerdote. La idea que tenían en aquel tiempo de sacerdote era la de una persona sagrada, que podía acceder al Santo del templo y entrar en relación directa con Dios, que podía interceder de una manera especial por su pueblo, que realizaba los sacrificios por sí mismo y por el pueblo que atraían sobre ellos el favor de Dios. Era su forma de decir ante sus lectores, de tradición judía, que Jesús era Dios y hombre a la vez, el perfecto mediador.
La realidad es que Jesús ejerció su ministerio sacerdotal de otra manera. No fue un sacerdote litúrgico. No anduvo por el templo de Jerusalén. Nació en la Galilea de los gentiles. Anduvo por los caminos de Palestina acercándose a todos, hablando con todos y sentándose a la mesa con todos, lo que le convertía oficialmente en un hombre “impuro”, lo más opuesto a la pureza ritual exigida a los sacerdotes. Para colmo, muere sí en Jerusalén pero condenado por las autoridades religiosas y su cuerpo queda fuera de las murallas, en el terreno de nadie.
Jesús fue sacerdote “de otra manera”
Pero he dicho que Jesús ejerció su ministerio sacerdotal. Lo que pasa es que lo hizo “de otra manera”. Su sacerdocio no era sagrado porque se apartase del pueblo. Al contrario, se hizo cercano a todos y llevó el amor de Dios a los más abandonados y marginados. No le hizo falta levantar ningún templo porque los caminos y las plazas fueron el lugar donde hizo presente a Dios. Celebró comidas con sus amigos y con todos los que lo invitaron, publicanos y fariseos, y convirtió aquellas comidas en un lugar de encuentro con Dios, donde a todos se les hacía más fácil comprender el amor inmenso, la misericordia y la bondad de Dios, al que llamaba Abbá.
El Evangelio de hoy nos muestra a Jesús en plena realización de su ministerio sacerdotal. Ante la necesidad gritada y voceada por Bartimeo, Dios no permanece indiferente. Ni Jesús, su sacerdote tampoco. Le devuelve la vista pero también le devuelve la dignidad. Le hace ver que ha sido su misma fe la que le ha curado. Y Bartimeo se integra de nuevo en la vida, en la sociedad. El que estaba sentado al borde del camino, se levanta y camina con los demás. Dios se ha acercado a él y le ha sanado. Para Bartimeo la realidad de Dios se ha hecho tan clara a través de Jesús que no puede sino seguirlo. Jesús es el sacerdote que levanta a los caídos, que consuela a los tristes, que nos devuelve la esperanza y nos ayuda a recobrar la fe que tenemos dentro de nosotros, como dice la primera lectura del profeta Jeremías.
Vivir sacerdotalmente
En la Iglesia hemos dejado un poco en el olvido que somos un pueblo sacerdotal, que todos somos sacerdotes y estamos llamados a ser, como Jesús, mediadores de la presencia bondadosa y salvadora de Dios entre los hombres y las mujeres de nuestro tiempo. Hemos dado tanta importancia al ministerio ordenado que se nos ha olvidado que todos somos sacerdotes. Y que es deber y obligación de todos y todas, que nos decimos discípulos de Jesús, vivir sacerdotalmente al estilo de Jesús.
Para ser sacerdote de esa manera no hace falta estudiar teología. Basta con ser ministro de la gracia de Dios para los hermanos y hermanas. Recuerdo cuando hice el camino de Santiago, una peregrinación muy tradicional en Europa, y llegué a un refugio en un pequeño pueblo castellano. Junto conmigo, antes y después, llegaron a aquel refugio otros caminantes, más o menos doloridos y cansados. Regentaba el refugio, una vieja casa de pueblo medio abandonada, una chica joven. Pues bien, aquella chica tuvo el arte de convertir a aquel grupo de caminantes en una familia. A unos los hizo limpiar la casa, a otros preparar agua para los que tenían los pies cansados, a otros pelar patatas para la cena. Y al final nos sentó a todos en torno a la mesa común en una cena que tuvo mucho de Eucaristía.
No se trata de poner en duda la importancia y necesidad del ministerio ordenado, de los que llamamos habitualmente “sacerdotes”. Ya se habla mucho de ellos. Hoy conviene resaltar con fuerza el carácter sacerdotal de todo cristiano. Para que todos seamos capaces de celebrar eucaristías en la vida que repliquen y multipliquen el efecto sanador, salvador, reconciliador, de la Eucaristía que, presidida por el ministro ordenado, celebramos cada domingo.
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