Recuerdo que hace ya bastantes años, leyendo la novela de Alejo Carpentier (excelente escritor y gran apologeta de la revolución cubana), “La consagración de la primavera”, me encontré con una descripción de lo que es el “espíritu” que me impresionó. Pretendiendo negar la existencia real de “espíritus” en sentido estricto, decía Alejo que el espíritu sólo existe en el sentido en que se habla, por ejemplo, del “espíritu imperial”, o del “espíritu revolucionario”. Ese género de espíritu es una realidad my difícil de definir, pero de una enorme eficacia práctica. Porque quien tenga espíritu imperial (o imperialista) adoptará, sin duda, una determinada perspectiva sobre los acontecimientos de la historia, un determinado orden de valores y de criterios de acción y de selección… Ese espíritu le daráinspiración, orientación, impulso. Lo mismo sucederá, pero con otros contenidos muy distintos, a quien posea un espíritu revolucionario, o democrático, o el que sea. Esa realidad tan escurridiza del espíritu tiene la enorme fuerza y eficacia de modelar, a fin de cuentas, el corazón del hombre. Eso que San Agustín llamaba el “ordo Amoris” del hombre, la jerarquía no teórica sino vital de los propios amores (y odios), las preferencias, las opciones fundamentales, todo ello es producto de un cierto espíritu rector de nuestras vida. Y está claro que todos tenemos alguno. Pues, incluso del que se deja simplemente llevar, puede decirse que tiene un “espíritu acomodaticio”.
Al tratar de reducir el espíritu a una vaporosa inspiración Alejo Carpentier estaba señalando, tal vez sin darse cuenta, su enorme importancia y su concreción práctica. Sin un determinado espíritu el corazón humano se desparramaría desorientado y sin rumbo. Otra cosa es que la orientación sea buena o mala, que el rumbo nos lleve a la meta o nos pierda sin remedio.
También existe un “espíritu” que inspira la vida y configura el corazón de los cristianos. A veces tenemos la sensación de que ciertas personas que se confiesan muy creyentes carecen, sin embargo, de verdadero espíritu cristiano, vistas sus actitudes vitales. No es lo mismo decirse cristiano que serlo de verdad. Ya decía Jesús que “por sus obras los conoceréis” (Mt 7, 6). No significa esto que el credo no sea importante. Pero creer no es sólo un acto mental, sino una relación viva con Jesucristo y con su Padre, y es esto lo que determina el carácter cristiano de una vida. Y de esto hablamos al referirnos al espíritu. Es muy difícil definirlo, decir en qué consiste, “verlo” o imaginárselo. Pero es él precisamente el que nos define y configura, el que da contenido y consistencia a nuestra vida, el que nos permite “ver” a Jesucristo, por ejemplo, en la Palabra, en los sacramentos y en nuestros prójimos, de modo especial en los que sufren, es ese espíritu el que da imaginación y creatividad a la fe, como se ve en los múltiples carismas que adornan a la Iglesia.
Así que también del espíritu cristiano podemos decir que lo conocemos por sus obras. ¿Qué obras son esas? La tradición habla de los siete dones del Espíritu Santo: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pero nosotros nos vamos a centrar sólo en lo que la Palabra de Dios nos dice hoy sobre este misterioso y, sin embargo, poderoso Espíritu.
Lo primero que llama la atención, ya en el texto de los Hechos, es que se trata de un espíritupersonal: se reparte “sobre cada uno”. Es decir, no se trata de un espíritu uniformador, que va a la masa y nos corta a todos por el mismo patrón, como sucede con ciertos espíritus que andan por ahí: nos someten al lecho de Procusto, sea de alguna ideología dura, sea a esa forma en apariencia suave, pero que nos va apretando poco a poco y ya amenaza con dejarnos sin respiración, de lo “políticamente correcto”. El espíritu cristiano no es así, y si a veces lo parece es que se nos ha colado algún otro espíritu que no es el genuino. Y es que este espíritu, por ser personal, es un espíritu de apertura. Lo subraya de nuevo el libro de los Hechos, y también el Evangelio de Juan. En este último, el Espíritu que Jesús derrama sobre los discípulos los libera de la cerrazón en que se encontraban “por miedo a los judíos” y los abre y envía al mundo entero. En los Hechos se expresa esto mismo diciendo que “empezaron a hablar en lenguas extranjeras”, en lenguas del mundo entero (y el autor del texto se toma la molestia de enumerar las regiones de donde procedían aquellas gentes devotas, y que abarcaban todo el mundo entonces conocido). El espíritu cristiano debe hablar en una lengua que todos puedan entender. Tal vez sepamos por experiencia lo que significa encontrarse en un ambiente en el que no entiendes nada. Puede ser por el hecho elemental de que no conoces el idioma. Si te encuentras en un lugar en el que sólo puedes comunicarte en una lengua que no conoces, la sensación de bloqueo, agotamiento y depresión es tremenda. Pero también sucede con frecuencia que esos bloqueos no dependen del “idioma”. Existen ambientes herméticos, que te hacen sentir con fuerza que eres un extraño y un advenedizo, que estás de más; o situaciones en que tienen lugar “diálogos de sordos”, donde el entendimiento se hace imposible por más que se hable un mismo idioma. Al final, el problema del idioma se puede resolver: con paciencia los idiomas se aprenden; y mientras no se conocen, siempre es posible encontrar algún alma buena, que te hace sentir bien con su actitud de acogida, o que te hace de intérprete… El problema de la comunicación es sobre todo un problema de “espíritu”, de configuración del corazón. Por eso, el libro del Génesis (11, 1-9, un texto que se lee en la misa de la víspera de esta solemnidad de Pentecostés), interpreta la pluralidad de las lenguas como un signo de la falta de entendimiento entre los hombres y los pueblos, consecuencia del orgullo. El idioma universal que todos pueden entender es el del amor sin fronteras, sin barreras nacionales, ideológicas o religiosas. El otro puede ser para mí una persona extraña, pertenecer a una ideología que no comparto, a un credo que no es el mío, a una cultura que me resulta extraña… Pero, a pesar de todo eso, puedo mirarlo como a un semejante, alguien al que puedo hacer el bien y aceptar por su condición personal, por ser un tú insustituible. El espíritu de apertura, que inaugura el lenguaje del amor, y el espíritu personal, como vemos, se dan la mano, son el mismo espíritu. La iglesia y los cristianos tenemos que examinarnos de este idioma, tratar de ver hasta qué punto estamos abiertos más allá de toda frontera, o si hay grupos y regiones (no sólo geográficas, sino de todo otro tipo) con los que no estamos dispuestos a cruzar una palabra.
El lenguaje del amor se expresa en la vida de la Iglesia en las obras de misericordia, en las iniciativas a favor de los pobres, de los que sufren, de los marginados… Es curioso que este lenguaje lo entiende prácticamente todo el mundo (con tal de que haya un mínimo de buena voluntad, que es lo que se puede entender bajo el “gentes devotas” de la primera lectura). Incluso los que se declaran o indiferentes o abiertamente contrarios a la fe reconocen la bondad de esas expresiones del amor.
Ahora bien, ese lenguaje tan comprensible, ¿de qué habla? Porque si es un lenguaje universal, no puede ser, sin embargo, un lenguaje indeterminado, dotado de muy buena pronunciación, pero que no habla de nada. El lenguaje del amor inspirado por el espíritu cristiano es un lenguaje que confiesa. El que ha recibido este espíritu confiesa que Jesús es Señor: “Nadie puede decir: ?Jesús es Señor?, si no es bajo la acción del Espíritu Santo”. De modo que el espíritu cristiano es, además, un espíritu de unidad: se divide repartiéndose, para unir en torno al Señor Jesús. Apoyándonos en lo que ya hemos entendido sobre el espíritu cristiano, podemos comprender sin dificultad que no se trata de una unidad que nos hace a todos ser “lo mismo”, sino que se forma de la armonía (fruto del amor y la apertura mutua) entre los diversos (la dimensión personal). Lo explica muy bien Pablo al hablar del único Señor y del único Espíritu, pero que hacen posible y fundan la diversidad de los dones y las funciones, como los diversos miembros de un mismo cuerpo.
Es claro que la presencia del espíritu cristiano en nosotros no elimina de un plumazo nuestras limitaciones y defectos; por eso mismo, tampoco desaparecen, como por arte de magia, los conflictos en nuestras relaciones. El espíritu cristiano no es un elixir mágico, sino, lo hemos dicho ya, una configuración del corazón que lleva su tiempo y no elimina nuestra libertad (¡es un espíritu personal!). Pero su presencia nos permite no sucumbir a estos conflictos ni ahogarnos en nuestros defectos: el espíritu que nos da Cristo es, también, un espíritu de perdón, que nos lleva a pedir perdón cuando pecamos, y a perdonar a los que nos ofenden. La fuente de la verdadera paz no es un Nirvana impersonal, que anestesia el alma y se encierra en sí para evitar todo dolor. La paz verdadera es la que nos da Jesús, tras atravesar la prueba de la cruz (por eso nos muestra las manos y el costado: son sus heridas, que son las nuestras), la que procede de la alegría del reconocimiento mutuo, que implica también el mutuo perdón.
Así pues, el espíritu cristiano es un espíritu personal, de apertura, que habla el lenguaje universal del amor, que confiesa a Jesús como Señor y Salvador, es un espíritu de unidad, paz, alegría y perdón… Podemos comprender que este espíritu no es simplemente “un espíritu” (una fantasmagórica e indeterminada inspiración), sino “el Espíritu”, el Espíritu de Jesús, el que une al Hijo con el Padre, y es el Amor en persona, porque él mismo es una Persona. No sabemos definirlo, ni lo vemos, pero nos define y configura y, como la luz, ella misma invisible, nos permite ver: ver a Dios en sus criaturas, a Cristo en sus pequeños hermanos, la salvación donde parece no haber salida. Cristo nos ha donado su Espíritu, el Espíritu que nos enseña el lenguaje del amor sin fronteras. Él nos guía y nos acompaña, nos envía a los demás, a todos, a decirles que entre los muchos espíritus que hay en el mundo hay uno, con mayúsculas, que nos renueva por dentro, y que quiere posarse también en nosotros, en mí, en ti, en cada uno, para unirnos sin uniformarnos, para que cada uno pueda ser plenamente sí mismo y ofrecer libremente su riqueza a los demás, diciendo más con las obras que con las palabras: “paz a vosotros”.
Ciudad Redonda
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