29-Septiembre-2008 Braulio Hernández
Hoy, 29 de septiembre, se cumplen treinta años de la muerte de Juan Pablo I. Fue sobre las cinco de la mañana cuando sor Vincenza, la monja que le atendía -preocupada porque el papa no se había presentado en la capilla, como acostumbraba; y al ver que la taza de café, ya frío, permanecía aún en la mesilla junto a la puerta del dormitorio- entró en la habitación.
Encontró su cuerpo, inerte, la espalda aún estaban tibia; yacía recostado sobre la cama, con una pierna estirada y con las gafas puestas y unos folios en la mano, dirá unos años después la monja.
Parecía una muerte plácida, como sobrevenida en sueño, sin lucha con la muerte. Nada que ver con lo que unas horas después, con inusitada tardanza, se decía en la escueta nota oficial: “infarto agudo de miocardio”. No encaja para nada que uno muera de infarto sin inmutarse, dirá el prestigioso forense doctor Cabrera.
En 1998, el Vaticano analizó con un escáner el cadáver de Celestino V, muerto en extrañas circunstancias en 1292. Era un austero fraile benedictino, partidario de que la Sede de Pedro adoptara un estilo de vida más pobre, más evangélico. Imitando a Cristo, este papa hizo su entrada papal montado en un burro, en Nápoles. Pero al poco renunció. Él no estaba preparado para aquel ambiente de intrigas de poder. La Iglesia no podía ser un Estado. Su sucesor, Bonifacio VIII, desconfiando que le reclamara su puesto, y lo declarara papa ilegítimo, lo quiso llevar a Roma, para tenerlo controlado. Pero él huyó, lo cazaron, fue sometido a juicio y estuvo diez meses entre rejas, hasta que murió. El escáner detectó un clavo en el cráneo.
En 1967, recién nombrado cardenal, Wojtyla encargó a una comisión de expertos forenses que investigaran de qué murió San Estanislao. Sin embargo, llama la atención que, con todo lo que se decía sobre la muerte de su inmediato predecesor, el papa Wojtyla no pusiera el mismo celo por aclararlo. Rompiendo ese muro de silencio, el cardenal brasileño Aloisio Lorscheider tuvo la valentía de declarar: “Las sospechas siguen en nuestro corazón como una sombra amarga, como una pregunta a la que no se ha dado respuesta” (El Mundo, 8/8/1998).
Sor Vincenza, a la que se obligó a guardar silencio (como a otros testigos) lamentará unos años después, ante Camilo Bassotto, el periodista veneciano, el amigo fiel de Luciani, que no se hiciera un verdadero certificado médico oficial sobre la verdadera causa mortis del Papa Luciani, que sí se hizo con sus antecesores, el Papa Juan y con Pablo VI.
A pesar de pedirse que se le practicara la autopsia, el Vaticano, de manera rotunda, se negó. El apresurado embalsamamiento del cadáver (la ley italiana establece un plazo mínimo de 24 horas), la contradicción en los detalles (”negación de evidencias”) alimentaron las sospechas. En 1984, David Yallop escribe In God’s name (En nombre de Dios) con la tesis del envenenamiento. Según una encuesta publicada en Italia (Ya, 8-10-1987), más de quince millones de italianos sostenían que su muerte fue provocada.
El mayor especialista en Juan Pablo I es el sacerdote abulense Jesús López Sáez, quien además de cuestionar la “versión oficial” sobre la causa de la muerte del papa Luciani, también ha desmontado la tesis, “interesada”, de que el Papa Luciani murió abrumado por el peso del papado. “Era un papa dispuesto a vivir el evangelio con sencillez, no solamente a cumplir el Concilio”, dice. En 1985, en el semanal de información religiosa Vida Nueva, publica La incógnita Juan Pablo I, armando la de San Quintín, (y su destitución como responsable de Catequesis de Adultos en la CEE).
En 1990 publicó Se pedirá cuenta. Muerte y figura de Juan Pablo I. En 2002, en edición privada, El día de la cuenta. Juan Pablo II a examen (con la amenaza de su obispo de retirarle las licencias eclesiásticas, poco después a ese obispo lo trasladaron de diócesis). En 2005 salió en edición pública. Sus escritos están en la web de su comunidad (
www.comayala.es).
¿Quién era A. Luciani? Siendo obispo de Vittorio Véneto, Luciani vivió un momento amargo por la implicación de dos sacerdotes en un escándalo financiero; él presentó su dimisión, en dos ocasiones, a Juan XXIII, quien no se la aceptó. Su diócesis restituyó hasta la última lira a los damnificados. Siendo Patriarca de Venecia, Luciani sufrió la prepotencia del obispo Marcinkus, responsable del IOR (Banco Vaticano) por la venta de la Banca Católica del Véneto -dedicaba a ayudar a los más necesitados, especialmente los disminuidos físicos y psíquicos, con préstamos a bajo interés- al poderoso Banco Ambrosiano del oscuro Roberto Calvi, sin consultarle a él. Fue a mediado de 1972. Pero Luciani no quería comulgar con semejantes ruedas de molino, no se calló. Lo puso en conocimiento de Benelli (entonces Secretario de Estado en funciones): “¿Qué tiene que ver todo esto con la Iglesia de los pobres? En nombre de Dios”… Benelli le interrumpió: “No, Albino, en nombre del dividendo” (”según Biamonte, agente del FBI, Benelli era ‘un formidable adversario de Marcinkus”). Lo recoge el libro Se pedirá cuenta, Cap. 7: “Los nuevos mercaderes”.
El 16 de septiembre de ese 1972 Pablo VI le hizo ponerse colorado en Venecia, ante 20.000 personas, al quitarse su estola papal y ponérsela sobre sus hombros: “Usted se la merece”. En 1977, el Patriarca Luciani visitó Fátima; el 11 de julio se entrevista en privado con sor Lucía, en Coimbra, en el convento de Santa Clara. “Y en cuanto a usted, Señor Patriarca, la corona de Cristo y los días de Cristo”, le dijo. ¿Era él el destinatario del Tercer Secreto de Fátima? “Mi hermano salió descompuesto (…) Cada vez que aludía a aquella conversación se ponía pálido”, declaró su hermano Eduardo (El País, 26/8/1993).
“Dios os perdone por lo que acabáis de hacer”, dijo a los cardenales al ser elegido (él dio su voto al cardenal Aloisio Lorscheider, defensor de la Teología de la Liberación). En el cónclave “estaba acurrucado” cuenta el cardenal Tarancón. Su humildad y simplicidad calaban: “Ayer por la mañana fui a votar, nunca hubiera imaginado…” (…) “Yo no tengo ni la sabiduría del Papa Juan, ni la cultura del Papa Pablo”. Así se presentaba en el balcón de la Plaza de San Pedro. “Un Patriarca que andaba en bicicleta”, titulaba el diario Clarín al ser elegido Papa; “el padre Arrupe hace hincapié en su rica sensibilidad social”. Estando en el seminario, su padre, albañil emigrante y socialista, le dice en una carta: “Espero que cuando seas cura no te olvides de los obreros”. Era “un hombre que irradiaba alegría”, declara David Yallop.
A las dos semanas de su elección, Mino Pecorelli, reputado periodista (ex miembro de la mafia), escribe (el 12/09/1978) en su semanario OP (Osservatore Político) dos arriesgados artículos: La Gran Logia Vaticana y Petrus Secundus; este último, un artículo de ficción sobre un Papa periodista al que le hacen la vida imposible y muere asesinado tras un breve e infernal pontificado. En su estilo críptico, Pecorelli (que murió seis meses después, asesinado) aludía veladamente a las resistencias vaticanas que se encontraría el Papa Luciani en sus programas de cambios en la Curia.
El prestigioso teólogo Hans Urs Von Baltasar, en su último libro Erika (1988) recoge la visión de una monja alemana, Erika, según la cual, el papa Luciani es asesinado por medio de una inyección letal. Balthasar compromete su prestigio catalogándola teológicamente como “visión privada”. Poco después, Juan Pablo II lo nombra cardenal.
Las intenciones del Papa Luciani, esto esa fundamental, nos llegan a través de la enigmática “persona de Roma” (el cardenal argentino Pironio, según la valiosa investigación de J. L. Sáez) quien, por su cargo, no se atreve a hacerlas públicas, pero se las confía a Camilo Bassotto (periodista veneciano, amigo del Patriarca). Por estas confidencias se sabe que entre las primeras decisiones de Juan Pablo I estaba sustituir a Marcinkus (”el mayordomo de palacio”) al frente del IOR y cortar con los escandalosos negocios vaticanos. Otra de sus intenciones era afrontar el tema de la colegialidad de los obispos con el papa, que fuera efectiva, no meramente consultiva. También quiere dar un impulso al ecumenismo, y al papel de la mujer en la sociedad y en la Iglesia, “tantos siglos discriminada”.
Su sucesor, Wojtyla, adoptó su mismo nombre papal como sugiriendo continuidad, pero supuso lo contrario, involución. El libro El día de la cuenta también es un juicio crítico al papa Wojtyla: “Al final de su largo pontificado y ante el insólito proceso de beatificación,al papa se le pide cuenta de la causa de Juan Pablo I y de otros asuntos, también importantes” dice el cura Jesús. Para él, y para su comunidad, la muerte de Juan Pablo I acarreó el frenazo al Concilio: “Juan Pablo I es un mártir de la renovación”.
ATRIO