25-Septiembre-2008 José Mª Castillo
Según los datos que ha hecho públicos el Instituto Nacional de Estadística, en 2007 descendió en España el número de divorcios en un 5,8 por ciento. Este dato se relaciona, según los analistas, con la crisis económica, que ya empezó a notarse el año pasado. Ya veremos si esta relación se confirma. En cualquier caso, el dato que ya conocemos resulta comprensible.
Desde el momento en que el divorcio sale más caro, la gente se divorcia menos. Una pareja, que se separa, necesita dos viviendas, en lugar de una. Con todos los gastos que eso lleva consigo. Y si la pareja percibe un solo sueldo, ese sueldo se tiene que partir por dos. Y así sucesivamente. La cosa no necesita mucha explicación.
Lo que sí parece necesario explicar es lo que esto significa. El conocido sociólogo Anthony Giddens explicaba, no hace mucho, que la familia tradicional era, sobre todo, una unidad económica. La gente del campo apañaba los matrimonios de sus hijos para asegurar la estabilidad de la pequeña o mediana propiedad que sustentaba a la familia, mientras que entre las clases acomodadas y la aristocracia la trasmisión de la propiedad era la base principal del matrimonio.
Se sabe que en la Europa medieval el matrimonio no se contraía sobre la base del amor sexual, ni se consideraba como un espacio donde el amor debía florecer. El historiador G. Duby afirma que el matrimonio, en la Edad Media, no debía incluir “frivolidad, pasión o fantasía”. En cualquier caso, un elemento constitutivo de la familia tradicional era la desigualdad de hombres y mujeres.
Hasta no hace tantos años, los hombres tenían la convicción de que las mujeres eran propiedad de ellos, cosa que explica (en buena parte) por qué la violencia de género se traduce casi siempre en asesinatos de mujeres. La desigualdad entre hombres y mujeres se extendía, desde luego, a la vida sexual. Durante siglos, los hombres se han valido de amantes, cortesanas y prostitutas. Y los ricios tenían, no raras veces, aventuras amorosas con sus sirvientas. Eso sí, todos los hombres tenían que asegurarse de que sus mujeres eran las madres de sus hijos. Por supuesto, en la familia tradicional, ni las mujeres ni los niños tenían derechos o los tenían enormemente disminuidos en relación al padre. Además, algo tan importante en la vida como es la sexualidad estaba dominada por la idea de la virtud femenina. Y en el trasfondo de aquel modelo de familia dominaba el indignante ideal de una esposa siempre menos culta que el marido. Cuando yo era niño, le oí decir a un caballero de noble aspecto: “para mí, la esposa ideal es la que sabe escribir, pero con faltas de ortografía”.
Me llama la atención que, cuando estaban así las cosas, los obispos no solían alzar su voz en defensa de la familia como lo hacen ahora. Por supuesto, yo estoy de acuerdo en que se defienda la estabilidad del matrimonio y el respeto a la vida. Pero me parece que el problema es distinto.
Y es que, en el fondo de todo este asunto, está el problema económico. El reconocido lingüista norteamericano George Lakoff ha planteado una pregunta incómoda para algunas personas: “Si eres conservador, ¿qué tiene que ver tu postura sobre el aborto con tu postura sobre los impuestos?”. Es decir, Lakoff plantea la relación entre ética familiar y problemas económicos.
Pero no plantea eso a la antigua usanza, sino como ahora se tiene que afrontar.
En el modelo de familia, que ahora defienden los grupos religiosos fundamentalistas, la figura clave es el “padre estricto”. Porque la moral que va a salvar al mundo es la moral del padre estricto. Y lo curioso es la conexión entre la visión del mundo de padre estricto y el capitalismo de libre mercado. James Dobson ha explicado esto muy bien. La moral de padre estricto es la moral del propio interés. Según el pensamiento de Adam Smith: si cada uno persigue su propio beneficio, de ahí se seguirá el beneficio de todos por arte y gracia de la “mano invisible”, es decir “por naturaleza”. Cuando persigues tu propio beneficio, ayudas a todo el mundo. Es la tesis central del liberalismo económico. Del que el Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, acaba de decir que la crisis económica actual es “para el mercado el equivalente a la caída del muro de Berlín”.
La crisis económica que estamos viviendo es más profunda de lo que muchos imaginan. Porque lo que en ella está en juego no es tener más o menos dinero. Lo que se nos ha venido a plantear es que tenemos que afrontar con urgencia un cambio decisivo en nuestras vidas. Se trata del cambio de la vida centrada en el “propio interés”, como motivación primordial, a una vida centrada en lo que el citado A. Giddens llama la “relación pura”, como motivación determinante.
La relación pura se basa, no en el “beneficio”, sino en la “comunicación”, de manera que entender el punto de vista del otro, lo que necesita, lo que le hace feliz, eso es lo esencial.
Yo sé muy bien que el mundo no se arregla cambiado solamente los sentimientos de las personas. Pero también sé que no podemos esperar a que los políticos nos saquen las castañas del fuego. Lo que más nos importa a todos ahora mismo no es que triunfen nuestras ideas políticas personales. Lo que más nos urge, por propia conveniencia, es que vayamos pensando menos en el “propio interés” y pensemos más en la “relación pura”. Por ahí tendrá arreglo la familia. Y también la economía.
ATRIO
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