Mariano Errasti (Aramaio, 1926) ha pasado 55 años de su vida en el Caribe, donde como franciscano se ha dedicado a ayudar a las personas que tenía y tiene a su alrededor. Educado en Arantzazu, ahora vuelve a sus orígenes con un libro, en el que con una makila en su mano derecha y con una boina en la cabeza, retorna al santuario que, en un paisaje salvaje, telúrico y agreste, cuelga entre las peñas, asomado al barranco. Lo entrevista Javier Meaurio en Diario Vasco.
- A su 82 años sorprende que se sienta con fuerzas para subir a pie desde Oñati a Arantzazu.
- Bueno (sonríe), soy nacido en el mismo año que Fidel Castro y Marilyn Monroe. Gente con carácter y con cierta fuerza. Una generación especial.
- ¿Qué ha descubierto en este caminar de cerca de nueve kilómetros?
- Lo primero, ese contacto con la naturaleza que nos humaniza. Pese a todos los peligros de la técnica enfrentarnos a la realidad del monte es un bautizo, una renovación personal. También he observado que muchos vascos, aunque no trabajen en el campo, mantienen su vida en los caseríos, ahí hay algo. Caminas y, además del cansancio físico, vislumbras un espacio que va más allá. La gente con fe verá la mano de Dios, la que no cree también tiene sus intuiciones
.- ¿Y arriba, el arte acoplado a la naturaleza?
- Así es. Pero no solo el arte del retablo de Lucio Muñoz, los apóstoles de Oteiza, las puertas de Chillida o las pinturas de Basterretxea, o todo el edificio de la basílica. Hay un Arantzazu adaptado a los nuevos tiempos, que renueva su actitud de servicio a la cultura actual, que no es precisamente religiosa. Se trata de una presencia valiente y sincera, de una apuesta de ayuda a los creyentes y a los que no lo son. Una Iglesia capaz de abrirse a la sociedad desde valores religiosos, hecha por el pueblo.
- Habla con mucho amor de Arantzazu.
- Si, pero no quiero presentar un Arantzazu triunfalista, porque el verdadero destino del santuario no consiste en una vanidosa pretensión de competir con obras de arte de fama mundial, sino en la sencilla misión que todo lugar sagrado debe ejercer: dar una respuesta sincera, válida, a los problemas religiosos y sociales de los hombres y mujeres de hoy, prestar una ayuda eficaz, a poder ser, para sacar a nuestra sociedad de sus peligrosas alienaciones.
- Usted subió a Arantzazu por primera vez en 1937. ¿Habrá notado muchos cambios?
- Bueno, ya había estado luego otras veces, pero recuerdo la Basílica vieja y aquel marzo de 1937 en plena guerra civil. Para Franco éramos rojos de Aramaio. Tenía un tío franciscano y otra pariente monja que estaba escondida. En casa me habían preguntado: '¿Y tú que quieres hacer?'. 'Yo, ser fraile de Arantzazu'. Y se echaban a reír. Al final, con el permiso de mis padres, fuimos para allí.
-¿Una vocación sin problemas?
-La verdad es que al principio lo pasé muy mal. Tenía una profunda tristeza y añoranza de mi familia y de mi pueblo pero también pensaba que si volvía dirían que era tonto y que no valía para nada. Al final aposté por ser franciscano..., y hasta hoy.
- Y en 1953, como Curro, se fue al Caribe?
-Pues sí. Antes pasé por Forua, Zarautz, Olite, Arantzazu, Roma y Madrid, antes de cambiar de continente.
- ¿Y cómo se vivía en Cuba en la época de Batista?
-Yo había estudiado periodismo en Roma y en Cuba, entre otras cosas, fui redactor y luego director de la revista 'La Quincena', que tenía mucha influencia en la sociedad de la isla. Manteníamos una actitud crítica con respecto a la dictadura de Batista, que quitaba al hombre su dignidad. Luego llegó Fidel y todo pasó a depender del Gobierno. Mantuvo respeto a la jerarquía religiosa pero impedía al pueblo vivir cristianamente. Nosotros nunca atacamos a la revolución como tal, pero sí teníamos nuestros puntos de vista críticos. Hasta 1961 Castro nos respetó, pero tras el intento de invasión en la bahía de Cochinos, las cosas cambiaron. Fui encarcelado en abril de ese año por ser sacerdote, no por otra razón. Tras diez días de interrogatorios -sin torturas, aunque con burlas- fue finalmente expulsado del país y repatriado 'por cortesía del gobierno revolucionario', aunque pude volver a Cuba, porque tenía un certificado de buena conducta.
- ¿Y de allí un poco más hacia el este, a Puerto Rico?
-Allí estuve 26 años y mi mejor recuerdo es la edificación de la Parroquia de la Resurrección del Señor, una iglesia sin paredes, en Río Piedras. Solo existe el altar y unas columnas que la personalizan y a la vez la unen con el exterior, que son las flores, la hierba, los montes..., la naturaleza. Pensé: 'Por qué tenemos que aislarnos del Creador', y con esa idea se construyó el edificio.
- Más tarde le destinan a la República Dominicana.
- Y allí estoy. Llevo ya 20 años ayudando a los novicios. Trabajo en Bonao, un barrio muy pobre de la capital Santo Domingo. Me dedico, sobre todo, a visitar a los 'viejitos'. Me muevo en calles tan estrechas en las que no se puede ni abrir un paraguas. La gente me llama 'Marianito'. Es el otro Caribe, que describo en un libro, que no conocen precisamente los turistas que viajan al país.
- ¿Y cómo ha encontrado su Aramaio natal, el valle alavés al que Alfonso XIII llamó la pequeña Suiza?
- ¿Usted lo conoce? Como me responde que sí le aseguro que ya ha logrado la salvación eterna y tiene mi bendición. Más en serio, allí tengo hermanas y hermanos y sobrinos. El caserío viejo, donde nací y me crié, está arreglado por fuera pero por dentro es un pequeño desastre. Allí viven los gatos y los ratones que curiosamente se alimentan de la misma comida. También tengo un hermano en Santo Domingo, por lo que mantengo vivos mis contactos familiares.
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