La vejez del pastor sentado todo el día en un sillón de una residencia, es una verdad terrible que me hace meditar acerca de la vanidad de las cosas, todo es vanidad, absolutamente todo. Esos sacerdotes abandonados nos recuerdan que nuestros deberes, nuestras ilusiones, tienen que tener como fin a Dios, porque al final sólo queda Dios.
Conocí a un cardenal canadiense en el apogeo de su esplendor eclesiástico en la Curia Romana, yo era un joven de veinte y un años. Quince años después, me lo volví a encontrar, por casualidad, en una residencia de religiosos pocos años antes de morir, retirado desde hacía muchos años, sin poderse levantar de su silla.
Ése es el final oscuro del cardenal y del capellán, de un vicario episcopal y de un canónigo. Deberíamos meditar más acerca del tramo final de nuestro paso por la tierra. Nosotros los eclesiásticos estudiamos nuestras licenciaturas, nuestros doctorados, con pasión. Trabajamos con ardor. Pero el final de nuestra vida nos enseña cómo el afecto de nuestros feligreses es flor de un día que pasa.
Del blog del adre Fortea
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