Profana en estos temas, me ha parecido muy interesante el artículo que Sandra Schneiders ha publicado el 2 octubre en el National Catholic Reporter con el título que encabeza esta página. A la vez que lo traduzco (libremente) trataré de abreviarlo pues es muy largo para un blog.
La idea de la autora es que la mayoría de las personas ignora lo que es la vida religiosa activa pues la somete a tres formas de comportamiento que le son ajenas: el uniforme de un hábito, la vida en un convento y el tiempo dictaminado por el reloj que incluye comidas en común y rezos a determinadas horas.
Tras esta reflexión inicial, la autora, hace un análisis histórico que demuestra que este pensamiento está influido por la forma de vida religiosa monástica que predominó en occidente hasta el siglo XVI. Fue entonces cuando aparecieron órdenes, como los jesuitas o redentoristas, que no rezaban juntos el oficio divino y vivían en los lugares más afines a su vocación pastoral. Este camino le fue negado a las mujeres pues Trento determinó que la vida monástica era la única legítima para las religiosas ya que, como sexo débil, debían de estar tuteladas y encerradas. Algunas personas en los EEUU piensan que la investigación que lleva a cabo el Vaticano a las monjas de USA es una última consecuencia de esta forma de pensar.
En este lugar la autora nos da una relación de fundadoras que intentaron ser reconocidas por la Iglesia como religiosas, sin renunciar a una vida no enclaustrada. Su historia, en la mayoría de los casos, fue triste con muchas denuncias por inmoralidad e incluso penas de cárcel. No fue hasta 1900 que León XIII reconoció como válidos estos caminos pero en la mayoría de los casos en las monjas se juntaron los dos tipos de vida: la monástica y la vida activa sin tener la preparación profesional ni los privilegios de los que gozan los clérigos.
Entorno a 1950 Pio XII pidió a los superiores generales que modernizaran sus órdenes lo que incluía la modificación de los hábitos de las mujeres que eran poco higiénicos y muy costosos. En este tiempo se crearon movimientos para la formación de las religiosas, una línea que siguió el Vaticano II para que no sólo participaran en el cuidado de niños y enfermos, sino que desplegaran su trabajo en todas las esferas de la vida.
Las congregaciones religiosas abrazaron este programa con ímpetu, revisando sus constituciones que, ya no acentuaban como fin la santidad de sus miembros, sino la promoción del Reino de Cristo. Uno de los signos externos más visibles del cambio fue la forma de vestir de las religiosas que quisieron participar con su ropa en la cultura contemporánea, sin sucumbir a la tentación de la moda o el consumismo. Hoy, salvo algunas quejas por parte de grupos tradicionales, el “hábito” ha dejado de ser un tema de discusión.
El hábito fue el flash emocional del cambio, la apertura a un campo amplio de ministerio, finalmente liberado de las ataduras monásticas, y a la escucha de las situaciones de necesidad. Las religiosas se convirtieron en capellanes de hospitales, abogadas de los pobres, técnicas en los hospitales, suplentes en las parroquias por falta de ministros ordenados, directoras de ejercicios, tutoras de jóvenes delincuentes y profesoras de idiomas a los emigrantes… una larga lista que nos suministra la autora y que todos conocemos. A partir de este momento no fue el convento el que determinó su trabajo sino que fue éste el que marcó el lugar de su vivienda.
Esta pastoral pasó de ser considerada algo periférico, a asumir el centro de su vida religiosa en cuanto que los dos primeros mandamientos, amar a Dios y al prójimo se fundieron en uno. Su vida ya no se limitaba a rezar o a trabajar en ministerios específicos dentro de las instituciones católicas sino que se abría al mundo entero.
En la segunda parte que dejó para otro blog, Sandra Schneiders, fundamenta sus tesis con consideraciones bíblicas y teológicas.
Isabel Gómez Acebo
Cajón de ilusiones
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