(Juan Rubio- Director de Vida Nueva)
Toledo, Oviedo, Alcalá de Henares, Jerez, Córdoba, Guadix-Baza. Son muchas diócesis en espera de pastor, demasiadas. Además, en algunas se ha nombrado Administrador Apostólico al mismo prelado que se marcha a otro lugar. Todo ello con el consiguiente trabajo de quienes tienen que atender las dos diócesis, algunas en la otra punta del mapa. Cuando se trata de nombrar a un obispo nuevo pudiera entenderse, dado el proceso de información y las respuestas que deben ir llegando a Nunciatura, algunas con notable retraso. Cuando se trata de promover a otra sede a obispos ya consagrados es más difícil de entender la demora. Bien es verdad que una diócesis no debe detenerse porque haya cambio de obispo, pero a nadie escapa que una Iglesia local está muy marcada por el perfil de su obispo. Antaño podían tardarse hasta años, pero ya ha habido un Concilio Vaticano II y normas canónicas nuevas. El derecho invita a cierta estabilidad de los obispos en sus sedes. Difícil se hace cumplirlo cuando los nombramientos y traslados responden a estrategias concretas. Se abusa de ellas. Las incursiones estratégicas en el ritmo que han de llevar los nombramientos no benefician a nadie: ni a la diócesis que despide, ni a la diócesis que acoge, ni al prelado que es destinado o se queda como administrador apostólico. Sólo beneficia a quien, desde la lejanía y con cierta premeditación, abre el tablero y va situando peones en una estrategia bien dispuesta. Esta situación de lentitud está teniendo otra consecuencia que en nada beneficia a la Iglesia: la sospecha de que todos pueden ser promovidos. Unos lo desean y andan ocupados haciéndose ver, y otros van pidiendo a voces un cambio.
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