28-Enero-2009 José Mª Castillo
La Audiencia Nacional investigará la muerte de seis jesuitas y dos mujeres, todos ellos asesinados en el campus de la Universidad Centroamericana (UCA) de El Salvador. El hecho ocurrió en la madrugada del 16 de noviembre de 1989. De los seis jesuitas asesinados, cinco eran españoles, entre ellos el rector de la Universidad, Ignacio Ellacuría.
Un año antes, en 1988, al profesor Juan A. Estrada y a mí nos prohibieron seguir enseñando en la Facultad de Teología de Granada. La prohibición vino de Roma y se nos comunicó de palabra, sin que mediara proceso ni documento alguno. Es más, sin que se nos haya dicho por qué se tomó aquella decisión. El hecho es que, cuando la UCA se vio privada de cinco de sus profesores, pidió ayuda a los jesuitas de España. Yo ofrecí mi colaboración, que fue aceptada. La UCA no depende de la Santa Sede, ni por tanto está sometida al control directo del Vaticano. Durante 16 años he compartido mi tiempo entre Granada y San Salvador. Lo que me ha proporcionado conocer y vivir de cerca por qué mataron a los jesuitas, quiénes fueron los ejecutores y responsables de aquella masacre y las consecuencias que se han seguido después.
Cuando en 1992 se firmaron los acuerdos de paz, promovidos y controlados por la ONU, se acordó que una “Comisión de la Verdad” investigara y depurara responsabilidades de los doce años de guerra civil que había sufrido El Salvador. Esta investigación dejó en claro que la decisión de asesinar a los jesuitas se tomó el 15 de noviembre de 1989, en el Estado Mayor, con la autorización del coronel Ponce, ministro de defensa, La ejecución fue encargada al comandante Benavides, bajo la organización del mayor Camilo Hernández, y ejecutada por una unidad del batallón Atlacatl. Como es lógico, una decisión de esta envergadura se debió tomar con conocimiento del presidente Cristiani y con la anuencia de la embajada de Estados Unidos.
¿Quién mató a los jesuítas?
Yo tuve en mis manos un informe de más de cien folios sobre la masacre, que la embajada americana entregó al superior provincial de los jesuitas en Centroamérica, José María Tojeira. Si no lo hubiera visto, nunca lo habría creído. En aquel montón enorme de papeles, había páginas enteras tachadas, señal evidente de que la embajada tenía mucho que ocultar en el asunto. Los documentos desclasificados después, por influencia del congresista Joe Moakley, reconocen que los funcionarios y la CIA debían haber estado “sordos, mudos y ciegos” para no haber resuelto el caso de los jesuitas, “y esto dicho con cierta benevolencia” (J. Morley, en “The Washington Post”, 18.VII.1993).
Ya en octubre de 1983, un “Documento informativo sobre el terrorismo de derecha en El Salvador”, preparado por la CIA y funcionarios del Departamento de Estado, afirmaba que el coronel Ponce “apoya las actividades de los escuadrones de la muerte de ARENA y él mismo era miembro del escuadrón paramilitar de la Policía Nacional”, según informa el documentado estudio de T. Whitfield (“Pagando el precio”, p. 680-681). El partido ARENA, fundado por R. D’Aubuisson, que organizó el asesinato de Mons. Romero, sigue todavía gobernando en El Salvador.
¿Por qué mataron a los jesuitas de la UCA?
El Salvador es más pequeño que la provincia de Badajoz. En un espacio tan limitado, viven más de cinco millones de personas. Y un millón más que hay de inmigrantes en Estados Unidos. En la década de los 80, cuando la guerra civil, el país entero era propiedad de 14 familias (sic), que se habían adueñado de las tierras mediante atropellos a los derechos más básicos de los campesinos y trabajadores. Inevitablemente se organizó la resistencia. Y se produjo la confrontación entre ARENA y el FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional). Los jesuitas no eran comunistas. Lo que ellos pretendieron, a toda costa, fue el diálogo entre las partes enfrentadas. Pero eso justamente es lo que no toleraba la derecha intransigente de ARENA. Su ley era la ley del más fuerte. Por eso mataron al jesuita Rutilio Grande, luego a Mons. Romero, a Ellacuría y los otros jesuitas de la UCA, a varias religiosas norteamericanas, y sobre todo a miles de campesinos que no querían nada más que defender sus derechos más elementales.
En 1992 se firmaron los acuerdos de paz. Pero ARENA siguió y sigue en el poder. Ahora, los dueños del país son 21 familias multimillonarias. En el Salvador hay mucho dinero. No hace mucho escuche, en un canal salvadoreño de TV, que de los 15 Bancos más potentes de Centroamérica, 9 están en el país más pequeño. La consecuencia de este estado de cosas es que la violencia, en aquel país, es ahora más brutal que durante la guerra civil. Ya resulta imposible saber el número de muertos, desaparecidos, secuestrados, violaciones, robos. Las “maras” (bandas de delincuentes profesionales perfectamente organizadas) se han repartido las ciudades y barrios en los que cada una ejerce la violencia más brutal. El narcotráfico campa a sus anchas. Y la policía, unas veces por miedo y con frecuencia por complicidad con los narcotraficantes, es ineficaz para controlar la situación.
La educación del pueblo, única salida
La raíz de tanta violencia está, sin duda alguna, en la descomposición del tejido social. Bastante más del 50 % de las familias son lo que los sociólogos llaman familias “desestructuradas”. Por ejemplo, es frecuente encontrar chiquillos que no saben quién es su padre. Como es significativo el hecho de que las abuelas sean las que están garantizando la seguridad y el cuidado de miles de niños. Así las cosas, la tarea más urgente en aquel país es, sin duda alguna, la educación. Toda la solidaridad que se oriente en esa dirección se quedará corta. Lo sé por propia experiencia, después de quince años trabajando con una “comunidad de desarrollo vecinal” en la que 42 familias, unidas y bien organizadas, están dando frutos que no podíamos ni imaginar. Como dijo el actual rector de la UCA, J. M. Tojeira, “los muertos con espíritu van venciendo gradualmente a quienes los asesinaron”.
ATRIO
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