Por José María Maruri, SJ
1.- Nos acercamos paso a paso, hombro con hombro, con el Señor Jesús a su Viernes Santo. Si hubiéramos estado junto a Él muy posiblemente nos hubiéramos dormido en el Huerto mientras Él moría de tristeza. O habríamos huido tratando de ganar en velocidad a los apóstoles que le traicionaron en manos de los enemigos que venían a buscarlo.
Ninguno hubiéramos sido capaces de poner nuestro brazo sobre sus hombros cuando le hubiéramos oído decir esas palabras del Evangelio de hoy: “Padre, líbrame de esta hora…” Jesús necesitó compañía en su soledad y no la encontró en nosotros.
Jesús aceptó esa soledad en el sufrimiento, como había aceptado, como hombre el cansancio de los caminos, el hambre y la sed. Y como iba a aceptar la muerte, como parte de su condición humana.
El Señor sabía de ese largo miserere de dolores humanos, la incertidumbre de la enfermedad, la angustia de una familia sin futuro y sin pan, la soledad de los ancianos desamparados por los hijos, escuadrones de niños abandonados en las calles, pérdida de su ser querido entre el amasijo de hierros abrasados en accidente.
El Señor Jesús sabía que como hermano mayor no podía abandonarnos en la estacada del dolor, pero también sabía que, en las verdaderas tristezas de la vida, no valen razones, como Él mismo experimentó, y por eso prefirió ahogarse en nuestras lágrimas, para que supiéramos que si no había razones al menos le teníamos a Él como compañero de dolor.
Cuando nuestro hogar, arrasado por la tragedia de la muerte y el dolor, queda como piso abandonado y desalquilado, no nos olvidemos que cuando el huracán del Viernes Santo se llevó la vida del Hijo, el hogar de su Madre María quedó como frío guardamuebles sin sentido y sin calor.
2.- El Señor, nuestro hermano mayor, con gritos y lágrimas de que nos habla la Carta a los Hebreos, nos quiere decir que nos estamos solos en nuestras soledades, que su Pasión no ha acabado porque Él mismo sufre y llora con nosotros.
Es la historia de aquel que arrastraba su dolor por la arena de la playa y, en un grito de queja, se encara con el Señor y le espeta: “Tu decías que nunca me encontraría solo en el camino de la vida y ahora que te necesito miro atrás no veo más que mis propias pisadas: ¿dónde estás Tú? Y el Señor, con paciencia de padre, le contesta: “no, hijo, esas pisadas en la arena son las mías, porque desde comenzaste a sufrir te llevo en mis brazos”.
Nunca estamos solos: “yo estaré con vosotros hasta el final de los siglos. La compañía en la soledad y el dolor que buscó y no encontró en nosotros, el Señor nos la promete y nos la da.
3.- La silenciosa compañía en la pena y el dolor es la mayor muestra de verdadera amistad, mucho más que la compañía entre copas de champán. Dios nos promete en Jeremías meter su ley en nuestro pecho, escribirla en nuestros corazones, quitarnos el corazón de piedra y darnos un corazón de carne.
Un corazón de carne que como el de Jesús sufra con nuestra propia carne, sepa llorar con el hermano, estar, simplemente, estar…Dejarse morir en el mismo surco donde muere de pena el corazón del hermano y ese grano de trigo perdido en el surco dará el consuelo de la cercanía, del calor humano, de la carne de Dios hecha compañía.
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