No es un camino fácil. Hasta geográficamente el camino de Galilea a Jerusalén es cuesta arriba. Sobre todo la última parte, la que va de Jericó a Jerusalén. Pero, además, Jesús sabe lo que le espera. Se siente agitado. Siente temor y angustia. Sabe que el enfrentamiento es inevitable y sabe también que él es la parte más débil, la caña cascada que se terminará de quebrar ante la fuerza de los poderosos que no pueden aguantar su mensaje liberador, la buena nueva del Padre Dios que ama a todos y que desea nuestra salvación. Ni los romanos ni los jerifaltes del mundo judío de la época pueden soportar una subversión tal del orden constituido.
Si el grano de trigo muere, da mucho fruto
Es el misterio de la muerte y la vida concentrado en una sola frase. Es la piedra de toque de todos los optimismos. Al final, se chocan siempre con la muerte, ese momento final de la vida, que rompe, quiebra, destruye, derriba, tumba y asesina nuestras esperanzas.
Pero Jesús cree en el Dios de la Vida. Se sabe hijo del Abbá, del Padre de misericordia que ama a este mundo, que siente ternura por cada una de sus criaturas. Es capaz de ver más allá de las apariencias. La única forma de dar fruto, de alumbrar la vida nueva, es morir. Es necesario pasar por ese trance, por ese mal trago. Es obligado morir a una forma de vivir para nacer, renacer, a otra más llena y más plena.
Sólo el grano de trigo que muere, que se abandona en lo profundo de la tierra y se deja empodrecer en esa humedad oscura, es capaz de dar vida a una nueva planta que producirá nuevos frutos. Hay que confiar en que la mano del Dios de la Vida no nos abandonará nunca. Y que lo que parece una sepultura sin futuro, la tierra en que se hunde el grano, no es más que un seno materno acogedor que nutrirá y hará nacer la nueva vida.
Todos estamos llamados a pasar por la misma experiencia por la que pasó Jesús. Todos moriremos. Pero en nuestras manos está hacer de nuestra muerte un momento de fecundidad, de recreación de la vida, o un momento de muerte para siempre. No es fácil el camino. Ni siquiera a Jesús le resultó un camino de rosas. Le veremos llorar de angustia y dolor en el huerto de Getsemaní. Pero los que nos hemos comprometido a seguir al Dios de la Vida no podemos sino ser sembradores de vida. Cueste lo que cueste.
No hay otro modo de alumbrar esa nueva alianza de que habla la primera lectura. Una alianza en la que todos conoceremos a Dios, cuando perdone nuestros crímenes y no recuerde nuestros pecados, en la que sentiremos nuestro pecho lleno de su ley de amor y fraternidad, en la que el Reino sea una realidad para todos, especialmente para los más pobres y abandonados.
Fernando Torres Pérez, cmf
fernandotorresperez@earthlink.net
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