Tuesday, March 31, 2009

La idea de un nuevo Concilio (1)

30-Marzo-2009 Giancarlo Zizola

Giancarlo Zizola es un periodista y analista de la situación de la Iglesia desde los tiempos de Juan XXIII. Con sus crónicas y libros se ha convertido en una fuente de opinión muy escuchada por grandes estratos de responsables en la Iglesia universal.


Traté con él especialmente antes de la muerte de Juan Pablo II. Los contrastes de este pontificado y la situación como quedaba la Iglesia a su muerte los expuso en el magnífico libro “La otra cara de Wojtyla” que tuve el honor de traducir y presentar ampliamente en ATRIO.


La elección de Ratzinger le pilló de sorpresa. Pero lo que más sintió es que no se aprovechara el interregno para estudiar a fondo la situación. Un sentimiento de terror hábilmente dosificado precipitó la convergencia de votos cardenalicios en una persona que se presentaba como salvador. Pero tan bueno es Giancarlo que le dio un voto de confianza al nuevo papa, escribiendo un libro con todo lo bueno que pudo sacar de sus libros anteriores y de sus virtudes personales. Seguía esperando que la inteligencia y la responsabilidad lograran cambiar la visión de la persona en el cargo.


Pero últimamente, ante la crisis que el papa no sólo no resuelve sino que agrava, el buen conocedor del momento conciliar anterior y del sentir de muchos episcopados del mundo, sugiere un nuevo concilio. No una repetición del Vaticano II sino algo que progrese a partir de él y lo confirme. Tampoco debe ser una asamblea donde se intenten hacer todos los cambios. Sí un diálogo libre en la Iglesia universal sobre dos o tres cuestiones estratégicas.


En esta primera parte de su reflexión (la segunda parte del artículo la publicaremos dentro de unos días, con las condiciones y tmas que propone para el nuevo concilio) ya pone como cuestión importante el desprenderse de la mentalidad grecorromana con que se presenta el cristianismo.

En esto –y en la interpretación del Vaticano II como ruptura y no como continuación– está ya lanzando torpedos contra la línea de flotación del papa actual, a quien no nombra, pero del que desde luego ha quedado total y definitivamente desencantado.


A otros nos vendría sin embargo bien reflexionar sobre lo que dice de la “pía ilusión romántica”: que la iglesia Católica cambie y resuelva todos sus problemas en un solo Concilio.

Antonio Duato


I. De la crisis puede surgir algo nuevo

En la historia de la Iglesia no es raro que las fases de emergencia espiritual se revelen como épocas de cambios espirituales que antes parecían Imposibles. Se trata de una paradójica aplicación del principio de redención aplicado al proceso histórico. Si en la crisis por la que pasa la Iglesia contemporánea vuelve a aflorar la propuesta de un nuevo Concilio Ecuménico, no hay duda de que, más allá de la figura canónica de una asamblea tan compleja (esencialmente jerárquica), se tiende a despertar en un conjunto eclesial demasiado esclerotizado un acontecimiento simbólico con el que catalizar las esperanzas de un «nuevo resurgimiento», aunque un enfoque realista haría temer más bien lo contrario. Es una actitud mental en la que se proyectan las reflexiones difusas sobre la gravedad de los procesos restauracionistas que se están produciendo en la Iglesia universal y el peligro de que podría estarse produciendo un verdadero cisma de hecho, como ha dicho con razón Han Küng en una entrevista a Le Monde.


El carácter utópico de propuestas de este tipo no es un argumento válido para no tomarlas en consideración. También el Concilio Vaticano II se estuvo gestando en la base, subterráneamente, — con numerosos fermentos, llamamientos, aspiraciones, exigencias y experiencias– durante muchos años antes de que Juan XXIII decidiese inesperadamente convocarlo hace medio siglo.


No nos olvidemos que en la Iglesia antigua fue normal reaccionar ante los peligros, las crisis y los desafíos del tiempo con los Concilios, es decir, con el repensamiento colectivo de la fe, devolviendo la palabra a los Pastores reunidos. El Concilio de Constanza, con el decreto «Frequens» de 1417, ordenó una convocatoria del Concilio cada diez años. La iniciativa fue saboteada por Roma y cayó en desuso. En el punto en el que se encuentra la Iglesia, parece que no hay alternativa: o se mantiene una crisis autodestructiva, cuya evidencia es ya muy preocupante, o se toma una decisión de cambio.


Entre todas las malas secuelas que se han atribuido al hecho del Concilio Vaticano II, ciertamente la peor fue y continúa siendo la indolencia en la recepción de sus reformas, llegando incluso a vaciarlo de sentido desde dentro. Se quejaba de ello el mismo Juan Pablo II, que en su testamento encomendó inequívocamente al sucesor el legado de continuar el cumplimiento del Concilio, que él no había podido o querido terminar.


En efecto, la Iglesia siempre ha vivido a contrapelo las rupturas y continúa cultivando una memoria integradora. Pero la historia de la cultura es también una historia de rupturas, de cambios traumáticos en las mentalidades y en las estructuras institucionales. Con frecuencia, por amor de la memoria, de una cierta memoria, la Iglesia se ha defendido de los cambios que se impuso a sí misma, invocando una pseudo continuidad. Y prefirió encerrarse tras las barricadas, en una verdadera fortaleza fortificada, sumergida en la psicosis del estado de sitio. No obstante, la Tradición no existiría sin cambio, como un cuerpo no está vivo sin el flujo de sangre en sus venas.


A quien tenga miedo de la discontinuidad que aquel Concilio pudo provocar habría que recordarle en qué consistieron en rupturas positivas que le permitieron a la Iglesia una mejor inteligencia del “depósito de la fe” y una fidelidad más profunda al espíritu de su fundador para salvar la fe de muchos católicos. Sin estas rupturas la Iglesia se hubiera quedado en lo que pretendía Lefèbvre, un modelo de falsa conservación que habría preservado el Sílabo, el deicidio, el antimodernismo, el latín en la misa, el rechazo al diálogo ecuménico e interconfesional, las santas alianzas y el espíritu de cruzada; pero habría puesto en peligro la fe de un gran número de católicos.


Sólo gracias al Vaticano II la Iglesia pudo salir de lo que el historiador norteamericano John O’Malley definió como «un prolongado siglo XIX», hecho de luchas traumáticas contra la revolución francesa y contra las amenazas políticas e ideológicas del mundo que de ella se siguió. En su sabiduría, bajo el influjo del Espíritu, la Iglesia continuó adelante, siguiendo una tradición más profunda que las formas y normas establecidas con la restauración del siglo XIX, indebidamente absolutizadas.


No hay duda de que nueva cultura contemporánea constituye, junto a la crisis de la Iglesia, una circunstancia clásica que justificaría, por su excepcionalidad, el retorno al acontecimiento conciliar o, al menos, un «nuevo aliento» de resurgimiento en la comunidad cristiana para liberarse de todo lo que la hace de nuevo pesado y lento el caminar de la Iglesia.


Adelanto antes que nada unas precauciones del método. Una «exageración» utópica como ésta es peligrosa en sí misma y no debe ser propuesta como un antidepresivo para las frustraciones o una pía ilusión romántica. El peligro es transferir sobre un imaginario que no es verdadero la necesidad de un cambio que incida en el presente, deslizándose en el feroz debate que arrecia en la Iglesia sobre la interpretación del Concilio Vaticano II. Proyectar sobre un posible concilio futuro todos los problemas y límites, que no se resolvieron o se complicaron tras el intento más audaz de reforma realizado por la Iglesia católica en los cuatro siglos posteriores al Concilio de Trento, significaría colaborar a cerrar definitivamente aquel capítulo, consolándose con los sueños intransitivos de una renovación futura dichosa pero inalcanzable.


Me parece preferible luchar por una agenda concreta y posible, de dos o tres puntos estratégicos y durante un tiempo limitado. Si el tema crucial de la crisis actual es purificar las mentes de las teologías restrictivas y centradas en el cristianismo occidental, un nuevo concilio no podría dejar de plantearse, como núcleo central, un anuncio evangélico que «hable» a la gente contemporánea globalizada, desprendiéndose del bloqueo de la infraestructura cultural grecorromana, lo mismo que al principio se desprendió de su envoltura mosaica.


La aceleración de la historia, empujada por el proceso de globalización, ha sido tal que dejó en suspenso las concepciones universales todavía dominantes en el clima del Concilio y del postconcilio en la Iglesia católica. El «credo» que profesamos a partir de las categorías filosóficas grecorromanas tiene el mismo derecho de profesarlo un chino o un indio a partir de sus propias categorías culturales. Este derecho al evangelio impone un esfuerzo coherente de salir de la aculturación única occidental de la fe para encontrar abiertamente a las culturas asiáticas y africanas en sí mismas.


ATRIO

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