A este tema de las tentaciones le hemos dado muchas vueltas a lo largo de nuestra historia cristiana. Generalmente se ha puesto la imagen de un demonio tentador, que asumía las formas de todo lo que puede resultar apetecible en este mundo. Y todo eso bueno de este mundo se presentaba como rechazable. Era fuente de tentación porque lo que tenía que hacer el cristiano era centrarse en penar por sus pecados, en hacer penitencia, en rechazar la tentación. La consecuencia, no deseada, de una espiritualidad de este tipo era que la persona se entraba básicamente en sí mismo, en su propio ombligo, en sus pecados, en sus penitencias
Pero lo cierto es que Jesús de ninguna manera nos llama a centrarnos en nosotros mismos. Más bien lo que hace es descentrarnos para abrirnos a la relación. El Reino es relación de filiación y de fraternidad. El Reino es justicia y amor. El Reino es encuentro y manos abiertas. El Reino es caminar juntos y no dejar que nadie se quede atrás. El Reino es mirar este mundo como es en realidad –como lo ve Dios, que es su creador– y no como lo vemos nosotros desde nuestra perspectiva miope e individualista.
¿Qué es eso de convertirse?
Estamos en Cuaresma y es tiempo de conversión, que significa cambiar de camino, transformarse, hacernos personas nuevas. Centrarse en el pasado no puede ser bueno. No hace más que perdernos en el laberinto de nuestros yoes, de nuestros errores, de nuestras equivocaciones, de nuestros pecados. De lo que se trata es de levantarse y salir adelante. Convertirse es levantar la vista, mirar a Jesús y seguirle. Convertirse es ver la realidad tal como es, tal como la ve Jesús. La realidad son las cosas que nos rodean, las personas con las que nos ha tocado vivir, los acontecimientos que suceden a nuestro alrededor.
Convertirse es entrar en el desierto y allí dejarse guiar por el Espíritu. Como Jesús, nos encontraremos con el diablo que tienta. Su tentación es engañadora. Pretende hacernos vivir en un mundo que no es el real, el auténtico. Necesitamos el pan para vivir. Pero no es suficiente. El pan se come en familia, en comunidad. El pan compartido crea fraternidad. ¿No es eso la Eucaristía que celebramos cada domingo? La verdadera tentación es la que nos invita a comer nuestro pan en soledad sin compartirlo con los hermanos.
Convertirse es renunciar al poder que abusa de los demás y que destruye la fraternidad. Convertirse es reconocer la realidad: no somos más que los demás, no somos mejores que los demás, estamos hermanados en nuestras muchas limitaciones. Pero también reconocer la realidad es darnos cuenta de que estamos hermanados en la misericordia y en la gracia de Dios que nos da siempre la posibilidad de volver a intentarlo. Porque él cree en nosotros y su poder nos recrea siempre para el bien. Dios es nuestra esperanza porque espera siempre en nosotros. Y su esperanza posibilita nuestro cambio. Pero esta conversión sólo es posible si le reconocemos a él como el único señor, si dejamos de adorar a las criaturas y volvemos la mirada al que es nuestro único Señor, nuestro único Padre-Madre, amor misericordioso.
Sólo de Dios nos viene la salvación
Convertirse es conocernos a nosotros mismos y nuestras limitaciones. Convertirnos es saber que sólo de Dios podemos esperar la salvación y el Reino. Pero que en ningún caso lo podemos controlar ni manipular para ponerlo a nuestro servicio. Por más rosarios que recemos, por más sacrificios que hagamos, nunca lograremos que Dios sea un instrumento a nuestro servicio. No podemos llegar a creernos tan poderosos que convirtamos a Dios en uno de nuestros servidores. Dios es Dios y lo tenemos que respetar como es. Grande, libre, padre, amor, misericordia, ternura, justicia. El Dios de Jesús es, como el mismo Jesús, un Dios sorprendente que no hace siempre lo que nosotros creemos que debería hacer. Pero confiamos en él y estamos seguros de que, aunque a veces no lo entendamos, siempre actúa en nuestro favor y por nuestro bien.
Convertirnos es mirar hacia atrás pero no para mirarnos a nosotros mismos sino para contemplar la obra de Dios que nos ha regalado la vida y nos ha ido llevando de su mano. Como Moisés pide a los israelitas en la primera lectura, también nosotros deberíamos guardar la memoria de lo que Dios ha hecho por nosotros.
En este camino de conversión, la Palabra está cerca de nosotros –segunda lectura–. Dios nos habla al corazón con palabras de ternura y de amor. Es cuestión de escucharla y corregir nuestros caminos.
Fernando Torres Pérez, cmf
fernandotorresperez@earthlink.net
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