Wednesday, February 24, 2010

Suicidas

Una compañera de blog compartió hace un par de días una experiencia en la que aparece un suicida. No me es este un tema grato, pero hace mucho tiempo que quería escribir algo sobre el suicidio.


Como médico, he vivido varios suicidios de pacientes míos. No cabe mayor sensación de derrota, pero también de respeto: el que se quiere matar se mata, a menos que se le encierre en un psiquiátrico y se le ponga una camisa de fuerza. He lamentado mucho el suicidio de algunos de mis pacientes (afortunadamente han sido muy pocos), pero he sido consciente de que su sufrimiento era grande. Estoy convencido de que eligieron morir porque les resultaba menos doloroso que vivir. Máxime teniendo en cuenta que un suicidio es generalmente algo nada agradable (ninguna forma de morir lo es, pero el suicidio ciertamente no): un intento decidido puede consistir en cortarse los grandes vasos, precipitarse desde una altura (lo cual provoca terribles lesiones), lanzarse delante de un vehículo a gran velocidad (tren, metro, lo cual también produce un patrón lesional particularmente atroz) o ingerir substancias tóxicas que ocasionan una muerte nada plácida (ácidos o álcalis, venenos variados).


En la mayor parte de los casos se trató de personas con patología psiquiátrica grave, ingresados en salas de medicina interna por problemas médicos. En otros casos pacientes que habían sido atendidos en el servicio de urgencias. También he vivido algún caso de familiares de amigos, tanto suicidios consumados como intentos graves (por lo general tomarse unas pastillas para dormir no se considera un intento grave, más bien la persona está solicitando ayuda y diciendo que no soporta más la situación en la que vive, o es un intento de llamar la atención, como en ocasiones ocurre en adolescentes).


Además del dolor por la pérdida, me queda el respeto: hacia la voluntad individual y el libre albedrío, en la comprensión de que el dolor que les llevó a quitarse la vida habrá tenido su final en Dios: estoy firmemente convencido de que el Padre de Jesús ama al suicida con un amor que supera toda comprensión, porque sabe cuánto dolor tiene que pasar una persona para elegir una opción así. Nada que ver mi vivencia de fe con las antiguas opiniones de la Iglesia, que negaba la misa-funeral a los suicidas. Todo lo contrario.


Además, yo mismo me planteé una vez el suicidio: en una época personal sumamente difícil, de soledad absoluta y vivencia de abandono y fracaso, pensé que no tenía ánimos para vivir una vida así. Una noche especialmente dura me planteé sacar mi pequeño equipo quirúrgico, que siempre va conmigo, y poner fin a una existencia que me resultaba desdichada. Coincidían la falta de amor humano y la ausencia absoluta de vivencia o cercanía de Dios, así como la pérdida de sentido vital: sin amor no se puede vivir.


Me asusté de mi propio pensamiento, posiblemente eso me salvó y puedo hoy escribir estas líneas. Me di cuenta, afortunadamente, de que el problema no era “vivir”, sino “vivir así”, es decir, el tipo de vida que llevaba, no el deseo de vivir en sí mismo.


Hace ya años de eso, ha habido otros dolores, pero vividos de forma diferente, con un trasfondo de esperanza y ciertamente con una mayor cercanía de Dios.


Haber experimentado eso me permite comprender o al menos intuir expresiones de mis actuales pacientes cuando se hacen conscientes de su lesión medular y las consecuencias de la misma, especialmente en el caso de los tetrapléjicos que dependen de respiración asistida para seguir viviendo. No vi “Mar adentro”, aquella película sobre Sampedro, el gallego que consiguió que le ayudasen a poner fin a su vida, pero en este tiempo he escuchado en algunas ocasiones “así no quiero vivir” en casos similares al de aquel hombre. Intento entonces expresar comprensión y simpatía, dentro del respeto que siento por el sentimiento del paciente.


Algunos afrontan y superan esa fase y escriben los bellos testimonios que compartí en su momento y que me son de gran ayuda para afrontar mi propia vida y mis propias pérdidas, otros fracasan y viven vidas desdichadas, tanto ellos como quienes les rodean.


Finalmente, les diré que recito un Credo reformulado a la luz de lo que he vivido, de lo que veo en mis pacientes y en nuestro mundo, en muchas ocasiones tan feo: cuando llego a las verdades de nuestra fe sobre Jesús, musito “descendió a los infiernos y habitó entre los muertos”.


Sinceramente, creo que Jesús en su pasión y muerte descendió a los infiernos de la tortura, la ignominia, el abandono y el olvido, como tantos y tantos hombres antes y después que él, como el infierno en vida que tal vez resulte la existencia de quien elige suicidarse.


Desde ese conocimiento creo que Jesús mismo debe recibir al suicida y decirle “ven, hermano mío, déjame que te consuele porque sé lo mucho que has debido sufrir hasta llegar aquí”.


Prometo una entrada más “animada y animosa” para la próxima vez, pero no he querido dejar de reflejar un lado oscuro de la medicina y de la misma vida, al hilo de otra entrada en estos blogs. Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos. Se lo ruego desde este hospital donde caminamos entre la resurrección y la muerte.



Ángel García Forcada
Confesiones de un médico

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