Raro es el día que no nos llegan noticias que nos dan cuenta de la violencia de las religiones.
Violencia de guerras, de atentados terroristas, de odios y actos humillantes relacionados con la religión. Pero hay una forma de violencia religiosa que se lleva la medalla de oro en todas las olimpiadas que organizan los dioses.
Me refiero a la violencia de los que han sido calificados como “los guardianes del recato”. Se trata de la “policía” clandestina, que han organizado los judíos ultraconservadores en los asentamientos de Cisjordania, para velar por la pureza y la castidad más estrictas.
La cosa llega hasta extremos increíbles, como es quemarle la cara con ácido a una niña de 14 años por el simple hecho de salir a la calle con pantalones (El País, 18, 08). Por la misma razón, los obispos de Mexico han prohibido vestir una minifalda vaquera a las jóvenes católicas de sus diócesis. Y por un motivo similar, será muy raro ver a una joven musulmana jugar un partido de tenis, un deporte que no resulta fácil de practicar con el atuendo que su religión les exige a las mujeres.
¿Por qué esta obsesión de las grandes religiones por este asunto del sexo? Por supuesto, el machismo de las antiguas culturas androcéntricas tiene mucho que ver con esto. Se sabe que, en la cultura de la Grecia clásica, las ideas puritanas dan la cara hacia el s. V (a. c.). Fue Pitágoras el que tomó estas ideas de los chamanes de las religiones del Norte, desde Europa, pasando por Siberia, hasta el Pacífico. Quien más lejos llegó en esta orientación disparatada fue Empodocles, que se atrevió a prohibir el matrimonio como perverso. Hasta que llegó a imponerse la convicción de que “la pureza, más bien que la justicia, es el medio cardinal de la salvación” (E. R. Dodds).
Así las cosas, resultó inevitable que estas ideas pasaran de Grecia a las otras culturas del Mediterráneo. Por supuesto, al judaísmo. En la Jerusalén de tiempos de Jesús, las mujeres, los esclavos y los niños eran los tres grupos que siempre tenían que estar sometidos a un amo, que decidía por quienes eran posesión suya (Joachim Jeremias). Por aquel tiempo también, un judío helenista, Filón de Alejandría, escribió: “la descendencia femenina del alma es el vicio y la pasión, mientras que la descendencia masculina es la virtud”.
Como es lógico, todo esto influyó decisivamente en el cristianismo y ha marcado la cultura de Occidente. La morbosa obsesión de no pocos predicadores cristianos, confesores y directores espirituales es cosa bien sabida y dolorosamente sufrida por tantas gentes de beuna voluntad que, todavía en los tiempos que corren, están en las listas de espera de sicólogos y siquiatras. Sería falso echar la culpa de tanto destrozo humano a los curas. Pero nadie duda de que el clero ha tenido, y sigue teniendo, no poca responsabilidad en los problemas que genera el sexo. Problemas que las religiones, en lugar de ayudar a resolverlos, lo que han hecho, con demasiada frecuencia, ha sido agravar situaciones que han terminado por romper familias y desequilibrar conciencias.
El fondo del problema es “cuestión de poder”. Sea cual sea la explicación última de todo esto, hay un hecho de sobra conocido: el que domina la fuerza del deseo, los afectos y el sexo de otra persona, tiene controlada y dominada a esa persona. De aquí nace lo que se ha dado en llamar la violencia de género, con los ríos de sangre humana que eso ya ha costado. Y los que costará. En el caso de la religión, la cosa se complica, concretamente cuando la religión no cuenta con un poder coercitivo. Porque entonces echa mano de los oscuros mecanismos de la conciencia, los sentimientos de culpa y los miedos inconfesables, que pueden ser miedos de eterna condenación; o miedos de reprobación social, que suelen ser más duros de soportar que el miedo al castigo eterno.
Como sabemos, el puritanismo religioso es un asunto tan serio, que tiene poder para influir decisivamente en las elecciones presidenciales de Estados Unidos o de cualquier país en el que la religión siga teniendo una presencia consistente. Es la fuerza de los grupos fundamentalistas que ahora, cuando muchos piensan que la religión está más debilitada que nunca, sorprendentemente tiene más poder de lo que podemos imaginar. Y ahí está el peligro. Esos grupos integristas son minoritarios, pero cuentan con el apoyo de los dirigentes religiosos y de los poderes políticos que esperan sacar votos de la religión conservadora en las campañas electorales.
Y es que, “después de todo, la religión no ha desaparecido y en algunos círculos ha llegado a ser más militante que nunca. En los tres monoteísmos, los fundamentalistas han reaccionado airadamente a los intentos de llevar la fe al ámbito de lo privado y la han rescatado del olvido” (K. Armstrong). Es bueno que se luche por rescatar la fe del olvido y el desprecio. Lo que no es bueno es que eso se haga apoyandose en poderes criminales, que nada tienen que ver con la inspiración original de las religiones.
No sé lo que van a conseguir las religiones que han echado por este camino y se han echado en los brazos de los grupos más fundamentalistas. Lo que sí sé es que, si las religiones siguen por este camino, la fe será cada día cosa de menos gente. Cosa de gente más bien rara. Y, sobre todo, será una fuerza que en vano fomentará la pureza. Y con seguridad ayudará a que cada día sea más débil la justicia, que nos puede devolver la esperanza de un mundo más humano.
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