El Reino de Dios es todo o nada. Muchos cristianos se embarcan en una empresa ardua de autoflagelación y disciplina personal, pensando que se trata de eso. Se recriminan unos a otros, pensando que el prójimo no se ha mortificado lo suficiente, que no ha cumplido con la minucia del mandamiento, que al otro le falta mucho detalle para pertenecer plenamente a una comunidad tan exigente y exclusiva. Se revuelcan en su propia vanidad, de creerse los más cumplidores y merecedores de recompensa final.
El problema es que el no me habla de detalles. Me habla de opción total, de entrega definitiva ante una bondad imposible de cuantificar. La Buena Nueva no me habla de privación, tristeza y recriminación, sino de tesoros, hallazgos y alegría. No me habla de cumplir y merecer, sino de gratuidad inmerecida que lleva al embargo completo.
Tengo un amigo; digamos que se llama Rodrigo. Una vez, cuando niño, durante la guerra entre los poderosos y los débiles en su país, venían los soldados, y su madre alcanzó a arrancar, con él y sus hermanitos. Se salvó. Rodrigo sabe que Dios rescata a los humildes del abismo.
Ahora está en la cárcel, en algún pueblito escondido del desierto tejano, porque la visa universal que Dios entrega al nacer no le vale ante la autoridad civil. Le paró la policía a la salida de misa porque encontraron que su auto estaba muy viejo, y lo arrestaron por ser extranjero y pobre. Ahora espera su deportación. Aquí, no es como en el Reino.
Ahí, Rodrigo es ese tesoro escondido. Un hombre sencillo y bueno, que confía plenamente en Dios, pocos hay como él. El Rey de cielos y tierras lo ha encontrado, oculto en un campo. Se alegra, y da todo lo que tiene, su hijo, para rescatarlo. Así son las cosas en el Reino.
Todos hemos tenido momentos así. A veces, los barrotes son de hierro; otras veces son de otras cosas.
Por eso, yo sé que Rodrigo está feliz, esperando su liberación, que viene del Señor. Ser cristiano no pasa por miles de detalles sin sentido. En el Reino de los cielos, no puedes ganarte la recompensa ni pagar tu propio rescate. Tú perteneces a Dios porque Dios entregó a su propio hijo, lo único que tenía, para comprar tu libertad. Dio de su propia vida para comprarte la tierra prometida. ¿Qué puedes hacer por él, para agradecer?
Para pensar: "El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo. El que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va y vende cuanto tiene y compra aquel campo" (Mateo 13, 44).
Nathan Stone, SJ.
Teólogo y Master en Literatura.
Mirada Global
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