Vino la crisis y luego los problemas con la Santa Sede. Arrupe siempre obedeció con alegría. Tenía una confianza ilimitada en Dios, de donde provenía su gran optimismo hacia el futuro. Cuando, ante las salidas de los jesuitas, sus colaboradores le mostraban su preocupación, él respondía: “El último que apague la luz”, como diciendo que la Compañía no es un absoluto, y emulando a Ignacio que decía que si su orden se disolviera como sal en el agua, le bastaba un cuarto de hora para hallar la paz.
Después de la trombosis y la desautorización del Papa, su testimonio en el vacío de su cuarto de enfermería fue una lección al mundo. “No lo entiendo”, me decia, “pero hágase la voluntad de Dios”. Besaba él la manos de cuantos le visitaban y éstos recibían del enfermo una inyección de fe y esperanza. El propio Papa le visitó tres veces. Pero la visita que más me impresionó fue la de un grupo de protestantes que, cuando ya no podía hablar, encendían velas y cantaban en su presencia. Lo veneraban como un santo vivo, un santo alegre, un santo optimista, preocupado por los drogatas, los refugiados, los maltratados por la justicia y que quería personalmente a cada uno de sus compañeros.
La última frase de Pedro Arrupe, oída una noche por Mariano Ballester, es todo un programa de vida: “Para el presente amén, para el futuro aleluya”.El pasado y su culpa pasaron, ya no existen. El futuro está lleno de esperanza porque creemos. Sólo realmente tenemos el ahora, este instante presente que taladra hacia la eternidad; abrazándolo, como Arrupe hizo toda su vida, estrechamos a Dios mismo.
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