En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo." Ella se turbó ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquél. El ángel le dijo: "No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin." Y María dijo al ángel: "¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?" El ángel le contestó: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios. Ahí tienes a tu pariente Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible." María contestó: "Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra." Y la dejó el ángel.
¿Qué me estás diciendo, Señor?
Reflexiones sobre la lectura de hoy
El repetir una frase en nuestra oración puede ayudarnos a profundizarla.
Es como un trozo de música favorita, que podemos susurrarla una y otra vez.
Llega a ser parte de nosotros.
"Yo soy la esclava del Señor" fué una de esas frases para María, y la dijo en uno de los momentos más importantes de su vida.
En tiempos de sequedad espiritual, una frase como ésa puede llenar nuestra mente y nuestro corazón, y levantarnos más cerca de Dios.
Espacio Sagrado
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