Por Javier Leoz
No ha nacido Jesús para permanecer indefinidamente en el frío pesebre. Mucho menos para quedarse entre los aromas del incienso, en la debilidad simbolizada en la mirra o la realeza que resplandece en el oro. No ha descendido, Dios en nuestra carne, para contentarse con los agasajos de los humildes pastores, la visita regia de los Magos o el destello de la estrella que guía a los que buscan.
1.- El Dios desconocido, en las lecturas de hoy, comienza a revelarse y a dejarse conocer. ¿Realizamos algún esfuerzo por llegarnos hasta el corazón de Dios? ¿Podemos decir que “hemos conocido al Señor en Navidad” o, por el contrario, “ha pasado desapercibido en medio de tantas luces”? ¿Dónde ha quedado Dios en estos días santos que hemos celebrado? ¿Dónde hemos dejado a Dios?
Ha venido el Señor para acampanar junto a nosotros. Para recordarnos que, en el camino del amor, es donde mejor le podemos encontrar, conocer y servir.
Y es que, a veces, nos puede ocurrir como aquel funcionario que –aún teniendo datos de las personas a las que atiende- no conoce nada de lo que acontece en el interior de esas personas. ¿Y nosotros? Sí; tal vez de lejos o de cerca poseamos algunas reseñas o antecedentes sobre el Señor (se hizo hombre por salvarnos, nació en Belén, padeció, murió, resucitó….) ¿Pero sabemos de verdad quién es Jesús?
2.- Conocer a Dios es sumergirnos en sus entrañas. Tener experiencia de su presencia y, por lo tanto, fecundar toda nuestra vida con su Palabra y su soplo divino. ¿Qué ocurre entonces? Pues que, tal vez, tenemos conceptos de Dios y, tal vez, no poseemos a Dios.
En cuántas ocasiones, ante un amigo, hemos exclamado: ¡Cuánto me alegra el haberte conocido! ¡Qué fortuna tengo al tenerte como amigo! Esa es, entre otras por supuesto, la asignatura pendiente de todos los cristianos: conocer, sentir y amar a Dios con todas nuestras fuerzas y sin medida. Y, a continuación, tenerlo como el mayor capital en nuestro vivir.
Cuando nos avergonzamos de ciertas actitudes personales o amorales que se dan en nuestra vida, en el fondo, es porque no hemos conocido totalmente al Señor. Porque, Dios, no es el centro de nuestro vivir y de nuestro pensar. Dios, que se nos ha revelado humildemente en Belén, está al alcance de todos aquellos que intentan (que intentamos) buscarlo con toda sinceridad desde el corazón y con el corazón.
3.- Es en la intimidad y en la oración donde el Señor se nos muestra tal y como es: con amor. Es en la búsqueda, como lo hicieron los Magos, donde encontramos un sendero marcado por la luz de la estrella para dar con Jesús. Es, en el desprendimiento –como lo hicieron los pastores- donde damos muestras de que, el Señor, ha tocado lo más hondo de nuestras entrañas y lo ponemos en el lugar que le corresponde: en el todo de nuestro existir. Es en la tiniebla y en el poder, como aconteció en el pensamiento de Herodes, donde se encuentran los mayores escollos para no arrodillarnos ante el Señor.
Para ello ha venido: para amar y ser amado. Para conducirnos y seducirnos con palabras de ternura y de comprensión. Acompañemos ahora a Aquel que, más que hablar, nos mostrará con su ofrecimiento personal y radical lo que vale el amor de Dios. Para eso….ha venido y para eso ha nacido. ¡Conozcámoslo!
4.- HAS VENIDO POR MI, SEÑOR
Para que, conociéndote,
sepa que no existe alguien mayor que Tú
cimientos más sólidos que los tuyos
(la fe y la esperanza, el amor y la vida)
Has venido por mí, Señor
Para que, viéndote, te ame y me fíe de Ti
Para que, amándote,
ame y me confíe a los que me necesiten
Has venido por mí, Señor;
y te doy las gracias y te bendigo
y te glorifico y te busco
y, buscándote, pido que reines en mí
Para que, siendo Tú el Rey de mi vida
no me rinda en las batallas de cada día
ni me eche atrás a la hora de defenderte
ni oculte mi rostro
cuando, a mi puerta, llamen los dramas humanos
Has venido por mí, Señor
Para que, mis dolores, siguiéndote
se sientan aliviados por tu presencia
Para que, mis pecados, llorando ante Ti
sean perdonados por tu mano misericordiosa
¡Has venido, por mí, Señor!
¡Gracias Señor!
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