El 31 de julio habré cumplido cincuenta años de sacerdocio. Hablábamos de nuestra ordenación, como la oferta de nuestra vida. Es fácil idealizar. Los muchos matrimonios felices que he testificado, compartían la misma atmósfera: el compromiso del sacerdocio, como el del matrimonio, es un acto libre y solemne que toca nuestra alma muy profundamente. Este don, de todo lo que somos y podemos llegar a ser, sugiere la imágen de un cáliz de plata, colmado con todo lo que es precioso... Desgraciadamente, la realidad no funciona así.
Todos los que vivimos por votos solemnes, ya sea en matrimonio o en sacerdocio, sabemos que la imágen de una copa de vino no es la adecuada para un compromiso personal. Nuestras vidas y relaciones son, inevitablemente, una mezcla de dulce y de amargo. Al mirar hacia atrás, diez, veinte o sesenta años, podemos ver la complicada e inesperada mezcla que resultó, a la vez más rica y dolorosa que cuando tomamos los votos. El Dios que servimos es el Dios de las sorpresas, y al mirar hacia atrás, nos damos cuenta que fueron Sus planes, no los nuestros, los que resultaron. Nunca nos llama para que lo ayudemos a salir de un entuerto. Nos llama porque nos ama.
Celebraremos el Jubileo, una pequeña reunión entre aquellos que fuimos ordenados hace cincuenta año. Uno de ellos está muy enfermo para asistir; tres han muerto como jesuítas, y dos después de retirarse de la Orden. A pesar de la gran diversidad de nuestras vidas, estamos conectados por una vocación que es, a lo menos, tan fuerte como la de la mayoría de los matrimonios. Como cantó tan bien Edith Piaf: "Je ne regrette rien" (No me arrepiento de nada)
Paul Andrews
Espacio Sagrado
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