Friday, February 12, 2010

EL SILENCIO DE LOS OBISPOS

¿Qué les pasa a nuestros obispos que están tan callados? ¿Por qué no hablan ahora, cuando la crisis económica aprieta más que nunca, cuando en España tenemos más de cuatro millones de parados, cuando los políticos están llegando al culmen del paroxismo, en una espiral de crispación que sólo sirve para empeorar las cosas, cuando hay familias enteras que pasan necesidad y se ven en aprietos para seguir tirando de la vida, cuando los inmigrantes sin papeles se sienten más amenazados, cuando raro es el día que no nos enteramos de nuevos escándalos y nuevos casos de corrupción en personas que ocupan altos cargos de responsabilidad pública, y así sucesivamente? En nuestra sociedad hay mucha gente desorientada, dividida, crispada, enfrentada, en no pocos casos al borde de la desesperación. La gente espera una palabra que no sea el mitin de turno, el consabido ataque al adversario, el parloteo retórico y barato de políticos y politicastros que buscan votos a costa de nuestra exasperación, en otra espiral creciente de malestar. Así están las cosas.


Por supuesto, todos sabemos muy bien que los obispos no son el oráculo de Delfos, ni tienen por qué dar la respuesta esperada y deseada a problemas cuya solución no depende de ellos. Pero, en todo caso y con todas las presiones que haya que hacer en una situación tan compleja como la que estamos viviendo, lo que yo me pregunto es por qué los obispos hablan, dan doctrina, denuncian, acusan, protestan y exigen responsabilidades, cuando lo que está en juego son asuntos relacionados con el sexo. Y se callan - o se limitan a decir generalidades - cuando los problemas que se plantean se refieren a la justicia. Se dirá que los obispos no tienen por qué meterse en política cuando se trata de asuntos jurídicos o económicos. Pero, entonces, ¿por qué pretenden que los poderes del Estado legislen de acuerdo con sus episcopales criterios cuando lo que hay que resolver son asuntos vinculados a la biología, a la medicina, a la antropología, a la sociología y, además de todo eso, también al derecho y a las leyes? No quiero pensar en la sagrada y solemne danza de mitras, que tendríamos a estas alturas, si la crisis que se ha planteado no fuera asunto de banqueros y gestores de finanzas, sino de fabricantes de preservativos, de juristas y políticos defensores de casamientos de homosexuales, de mujeres que quieren tener los mismos derechos que los hombres (también en asuntos religiosos), de vendedores de píldoras del día antes y del día después, de transexuales que quisieran llegar a obispos, de médicos que se empeñan en tener vía libre para la eutanasia... y así sucesivamente?


¿Por qué los obispos hablan tanto y saben tanto de unas cosas, al tiempo que de otras no dicen ni pío? ¿Por qué se echan a la calle para protestar contra los matrimonios de homosexuales y jamás los hemos visto en una manifetación contra la guerra, en defensa de los derechos de los trabajadores o, siendo coherentes, en defensa y promoción de las Bienaventuranzas evangélicas?


No hay que ser un lince para darse cuenta de que, con demasiada frecuencia, las preocupaciones de muchos obispos coinciden con las preocupaciones de la derecha política. Esto es cosa bien sabida y que señala una pista importante para explicarse los silencios de la Iglesia en determinados momentos.


Pero no se trata sólo de eso y de todo lo que eso conlleva. Además de los intereses políticos y económicos, en la Iglesia tienen mucha fuerza dos criterios, que son determinantes: el criterio del poder y el criterio del puritanismo. El criterio del poder se basa en el hecho de que quien controla la sexualidad de una persona o de un colectivo de gente, por eso mismo ejerce un poder decisivo sobre esa persona o sobre esa gente. Los psicólogos y psicoanalistas saben mucho de esto. Saben tanto, que si este principio no fuera verdadero, las consultas de esos profesionales de la salud psíquica estarían casi, casi vacías. El poder de la Iglesia sobre las conciencias se basa, en gran medida, en la relación tan fuerte que existe entre sexo y control de las personas. Y por lo que respecta al criterio del puritanismo, baste pensar que se trata de un asunto cuyas raíces se hunden en las profundidades de la cultura y de la historia. Que yo sepa, al menos, los estudiosos, que han investigado los orígenes del puritanismo de los griegos, nos han explicado que allá por el siglo V (a. C.), Pitágoras, primero, y luego Empédocles, tomaron de los chamanes del norte de Euro-Asia, el principio según el cual "la pureza, más bien que la justicia, se ha convertido en el medio cardinal de la salvación" (E. R. Dodds, E. Rohde). Pues bien, el principio originante del puritanismo sigue vivo y coleando. Como vivos parece que siguen los chamanes de los tiempos remotos.


Sea lo que sea de esta penosa historia y de estos conocidos argumentos, lo que no admite duda es que bien vendría, en este momento, una palabra evangélica, que se pronunciara, no mirando a las cúpulas de los grandes de este mundo (incluida la cúpula de San Pedro), sino con los ojos bien abiertos ante el dolor de la gente. Y con la lengua suelta ante los que, desde sus ambiciones de poder y mando, nos tienen asustados. Y conste que, al decir etas cosas, tengo muy presente lo mucho, lo muchísimo, que yo, al menos, le debo a la Iglesia. Le debo, ante todo, haber podido conocer a Jesús y creer en su Evangelio. Y le debo el ejemplo impagable de tantos obispos, sacerdotes, religiosos, relisosas y cristianos laicos que, sin que casi nadie lo sepa, han dado, y siguen dando, lo mejor de sus vidas para aliviar el dolor del mundo y asegurar la dignidad de quienes se ven peor tratados por la vida. Pero ocurre que, tan ejemplar es la inmensa generosidad de los más coherentes, como incomprensible resulta el silencio de los que se callan cuando tendrían que decir la palabra oportuna. Teología sin censura


José María Castillo
Teologia sin censura

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