La crisis económica, la incompetencia de los políticos para resolver esa crisis y tantas otras crisis, la independencia de Cataluña, el caso Bolinaga, los problemas de la educación y de la sanidad, el malestar general que se palpa en España, todos estos asuntos y otros muchos, que a todos nos preocupan, nos angustian, nos irritan…, no se resuelven –ni se van a resolver– por el solo hecho de modificar el sistema político o de intentar arreglar los mil quebraderos de cabeza que nos está dando la situación económica.
A ver si, de una vez, nos metemos en la cabeza que este asombroso embrollo de líos y problemas no se arregla cambiando normas o quitando a unos gobernantes para poner a otros. Por supuesto, que esos cambios, si es que se hicieran con acierto, podrían mejorar algunas cosas. Pero quede claro que, en la solución de fondo, lo decisivo no es el cambio de las normas o de quienes gestionan el cumplimiento de tales normas. Lo verdaderamente decisivo es el cambio de las personas. Mientras no cambiemos nuestra mentalidad, nuestras convicciones, nuestra forma de ver y de valorar la vida y, sobre todo, la actitud que cada cual adopta ante los demás, podemos estar seguros de que ni esto cambia, ni salimos de la crisis, ni tenemos solución.
Comprendo que algunas personas, al leer lo que estoy diciendo, van a pensar que esto no pasa de ser la consabida solución del ingenuo “buenismo”, que no pasa de ser eso, una ingenuidad bienintencionada, con la que no se va a ninguna parte. Y es verdad –y ya lo he dicho– que necesitamos leyes justas y gobernantes capaces de ponerlas en práctica y hacerlas ejecutar. Eso lo sabemos todos. Pero lo que no acabamos de aceptar es que el problema principal está en el corazón de cada uno de nosotros. Hoy mismo, cuando escribo esto (el 13 de septiembre de 2012), he leído y he pensado un buen rato en el texto capital del evangelio de Lucas (6, 27-38), que es el centro del sermón de la llanura, el equivalente al sermón del monte en el evangelio de Mateo (5-7). Y confieso que he sentido una profunda tristeza. Por dos motivos: 1) Cuando escribo algo sobre el Evangelio, me doy cuenta de que eso apenas interesa a la gran mayoría de los lectores. 2) Cuando publico algo relativo a la Iglesia, su liturgia, sus normas, sus obispos…, los comentarios son, no sólo mucho más abundantes, sino sobre todo (y con cierta frecuencia) de una acidez y, a veces, hasta de una mala educación, que uno se da de cara con un hecho que, durante mucho tiempo, me he resistido a aceptar, pero que veo que es como es: a mucha gente le importa más la Iglesia que el Evangelio. Y, por tanto, le interesa más lo que dice un personaje eclesiástico que lo que dice Jesús. ¿Será esto así de verdad? Y si lo es, ¿no valdría la pena analizarlo a fondo?
Atrio
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