La muerte ha sido siempre el primero y más inquietante misterio con el que se ha topado el ser humano en cuanto tomó conciencia de tal. Desde las más primitivas culturas y civilizaciones, la frustración de la muerte le ha llevado a otorgar a ese hecho una incuestionable trascendencia. Las fantásticas construcciones megalíticas de 5000 años antes de Cristo, lugar de enterramientos, culto a los muertos, ritos y ceremonias, afirman rotundamente la fascinación que la muerte ha ejercido en el hombre desde la prehistoria.
La muerte, tan pegada a la vida, ha excitado en los humanos todas sus potencias y su inagotable creatividad; no hay rama de la cultura que no haya producido obras magníficas, inmortales, de belleza y profundidad ingentes. Más allá de las culturas, y a pesar de la aparente paradoja, la muerte abre a los humanos una lucera hacia trascendencia y la inmortalidad. Al menos, eso.
Hoy, nos castiga el halloween. No ya la original celebración celta de los druidas, ni siquiera el “All Hallow Even” (Vigilia de todos los santos) de los ingleses, sino el hallowen americano reducido a disfraces, calabazas, películas y videojuegos de terror, y al heavy de Marilyn Manson... Se trata de una costumbre vaciada de su contexto y primigenio contenido, expresión, al menos, de creencias y atavismos. Este halloween ha invadido nuestra sociedad y, de aquella ancestral tradición, no queda más que el adefesio y la extravagancia desencajados en nuestro ámbito cultural.
Siquiera, el “Dies irae” tenía belleza trágica, el “De profundis” sosegada unción y el “Réquiem” esperanza y consuelo. Pero eran mucho más: poema, salmo y antífona que proclaman que Jesús de Nazaret dio muerte a la muerte por su resurrección. Es en él en quien
José Luis Gago de Val, OP
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